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Francia vs. Italia en los Juegos Olímpicos 2024: el show de los poseídos por el voleibol
Los locales ganaron 3-0 y conservan el sueño de defender el título de Tokio 2020
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PARIS.- El Paris Arena Sur 6 se parece a un gigantesco hangar de la Guerra de las Galaxias. Altísimo, grisáceo, con su armazón de hierro, metal y tuberías. Es el recinto del voleibol de los Juegos Olímpicos y funciona como una tremenda caja de resonancia. Los estruendos son la norma de principio a fin: parten tumultuosos desde los altoparlantes y se propalan con el fervor del público. El volumen está escandalosamente alto porque así lo dictan los grandes eventos de hoy: se busca el latido fuerte de los corazones, que las emociones exploten y que la “experiencia olímpica” resulte adrenalínica, sin concesiones. Todo es una gran exageración, una locura guionada por un DJ escondido, que mecha extractos de canciones pegadizas con las cornetas triunfales de una campaña militar de Napoleón.
El fabuloso duelo de voleibol entre Francia e Italia no necesitaba quedar envasado en un show: ya estaba salpimentado con la rivalidad propia de dos grandes potencias. ¿Qué mejor carta de presentación que el fragor por el pase a la final entre el campeón olímpico y el campeón mundial? La gente llegó al estadio cerrado para delirar con el talento del punta Earvin Ngapeth y el opuesto Jean Patry. Y sabía que podía temer con lo que pudieran lastimar Alessandro Michieletto y el implacable Yuri Romano. Pero todo estuvo encarrilado desde el arranque: cuando los galos se quedaron con el primer set por 25-20 partió un estrépito desde las cuatro tribunas y se levantaron los celulares para inmortalizar ese instante: seis héroes abrazándose junto a la red. En el contorno saltaba y gritaba el grupo de pelucones, teñidos de rojo, blanco y azul, pero también los que lucían las típicas boinas francesas. Otros andaban con galeras y gorros vikingos, en un carnaval de disfraces y personificaciones.
En alguna pausa se escucha vívida y poética “La Foule” (“Que nadie sepa mi sufrir”), de Edith Piaf, una canción que ya erizó la piel en la ceremonia de apertura de los Juegos y que suena más vigorosa en esta ocasión, para reafirmar un nacionalismo deportivo bien entendido. Pero para compensar con Italia, el sonidista pincha el tema “Volare” (“En el cielo pintado de azul”). En realidad, vale todo: desde una música electrónica que entra en la cabeza y repercute en el hígado hasta la voz de Raffaella Carrá. Y para continuar con el varieté alrededor del partido, la disparatada entrevista del animador a un personajillo de mostachos que se lo vio también en el handball, ataviado siempre con un traje gris y un pequeño sombrero.
El encuentro sigue a un ritmo frenético y los espectadores locales no paran de bramar y agitar banderas nacionales, mientras todo retumba. “¡Allez Les Bleus! ¡Allez Les Bleus”, martillan. Un aliento patriota para el equipo dirigido –paradójicamente- por Andrea Giani, una leyenda de Italia y medallista olímpico en Atlanta ‘96, Sydney 2000 y Atenas 2004 con la Azurra. El hombre, distinguido como Caballero de la Orden al Mérito de la República Italiana, recibó el llamado para seguir con la senda dorada de los franceses en el voleibol, después del título olímpico conseguido en Tokio 2020. Allí en Oriente, fue justamente Francia la que frustró a la Argentina en las semifinales, aunque el conjunto albiceleste se redimió con el brillo del bronce.
La pulseada deportiva se va torciendo decididamente para los anfitriones, que se llevan el segundo set por 25-21. Pero gane o pierda, siempre es el momento apropiado para que los fanáticos se levanten de sus butacas y entonen La Marsellesa, un grito de guerra que conmueve y se agiganta cuando se escucha en casa. Y entre tanto barullo hay una leyenda en las tribunas que observa en silencio y analiza, con su mentón apoyado en una mano. Allí entre la gente se lo detecta a Hugo Conte, el padre de Facundo, con anteojos. Aquel que ganó el bronce en Sydney 2000 con el seleccionado y fue reconocido como uno de los mejores ocho voleibolistas del siglo XX.
Ahora, el musicalizador pide casi de manera desesperada que la gente alce los brazos y empiece a batir palmas como si fuese un rito tribal, mientras que distintos rayos lumínicos giran nerviosos y trazan geometrías por las gradas. La pelota vuela de un lado a otro entre remates y bloqueos y el estadio se sacude ante cada punto francés. “¡Uooohhhh!”, estallan desde las bandejas. Cada pelota que impacta sin defensa en el parquet hiere un poco más a los visitantes, aturdidos en el juego y por el batifondo constante.
Cuando Ngapeth gatilla el remate decisivo con la fuerza de su brazo derecho y define el tercer set 25-21, para un contundente 3-0, los aficionados descargan lo último que les queda de sus gargantas. De nuevo: “¡Uooohhhh!”. El paisaje de cierre es idílico para esos poseídos: la tribuna principal adquiere los colores de la bandera francesa, mientras que los jugadores festejan allí abajo haciendo piña, soñando con otro oro en la final del sábado ante Polonia. Acababan de borrar de la cancha a los italianos, los mismos que en la presentación de los equipos se habían puesto a alardear bailando la tarantela.
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