El calor no cede. Es el sábado 3 de diciembre de 1988. Arrancaron a las 17 y ya habían pasado las 18. Los 39 grados transforman la cancha 1 del Campo Argentino de Polo en una olla hirviente. Sobre el césped calculan unos 45°. No corre aire, o si corre, ni se siente. La gente, sentada en sus butacas, no puede apoyarse en el respaldo: incluso sin moverse, siente como la transpiración baja por su espalda. Hidratarse es una necesidad y también una bendición. Pero no es el público el que la pasa peor. Dentro de la cancha, 8 polistas disputan la final del torneo más importante del mundo: el Abierto de Palermo. De poco más de dos horas de duración. Y ellos juegan con sus mejores caballos, ejemplares de elite. Que son los que corren y corren bajo ese clima inmisericorde.
Es una final increíble la que disputan La Espadaña e Indios Chapaleufú. En ritmo y técnicamente. De las mejores definiciones de Palermo que se recuerden. Pero tiene sus costos. Hay caballos que resisten que si fueran galácticos. Otros que no: un corazón no resistió, un par terminaron fracturados y varios nunca volvieron a ser lo que eran después de ese partido.
"¿Cómo está la Ferrari?"
En ese entonces, cada partido del Argentino Abierto se componía de 8 chukkers de 7 minutos de tiempo neto. Al terminar el 4° chukker, la mitad del cotejo, llega el descanso largo, de 5 unos minutos. Los jugadores se refrescan. Algunos hasta se sienten mareados por el calor. En el palenque de La Espadaña, ganador del certamen en 1984, 1985 y 1987, el mexicano Carlos Gracida, delantero del equipo, hace una pregunta lógica a un allegado que no es un cualquiera: el Héctor "Gordo" Barrantes, jugador, criador y expareja de Susan Wright de Barrantes, madre de Sarah Fergusson (Duquesa de York). "¿Cómo está la Ferrari?". No indaga sobre una Testarossa, sino sobre la yegua que le prestó para la final su compañero y líder de equipo Gonzalo Pieres. La Ferrari había jugado el primer chukker y cerca del minuto 5 se cayó casi sola. Gracida la tuvo que reemplazar para los dos minutos finales de ese primer período. Usualmente, en el 5° período, es decir, en el comienzo de la segunda mitad del partido, comenzaban las repeticiones de caballos.
"Olvidate, la Ferrari está muerta. Jugá la Canoa", le respondió Barrantes. Gracida siguió tomando agua y pensó con lógica "con este calor, la yegua se deshidrató y no se recuperó en estos 50 minutos. Me olvido de volver a jugarla". Y salió a la cancha con la Canoa nomás, entendiendo la situación como una circunstancia usual del partido. Recién al final, ya campeón, se enteraría del verdadero sentido de la frase de Barrantes: la Ferrari había sufrido un paro cardíaco apenas llegó al palenque y ahí quedó, tapada detrás de unos árboles hasta que se la llevaron una hora y media después.
Ese partido, un extraordinario choque de alto vuelo polístico que La Espadaña le ganó a Indios Chapaleufú por 16-15, fue la tercera final consecutiva que disputaron los mejores equipos de los años 80. El clásico de la época. La Espadaña (39 goles de handicap), con Gracida (9), Alfonso (10) y Gonzalo Pieres (10) y Ernesto Trotz (10). Chapaleufú (37), con Marcos (10), Gonzalo (9) y Horacito Heguy (9), y Alex Garrahan (9), el Bombardero; el hombre que más fuerte le pegaba a la bocha y mayor distancia alcanzaba. El mismo que hasta rompió una ventana del 6° piso del edificio que está detrás del arco del tablero en la cancha 1. Un partido convocante. Con promesa de buen polo. Casi 15.000 personas llenaron la cancha a pesar de los casi 40 grados.
Todos sabían que ese día sería imposible. Cuentan que hasta hubo un pedido a los dirigentes de la Asociación Argentina de Polo de último momento de postergarlo. "Inviten a la gente a tomar algo, pidanlé disculpas, y pasenló a otro día", sugirió un allegado a uno de los equipos. "Imposible: hay compromisos ineludibles. Hasta Canal 7 vino a televisarlo en directo. No podemos", fue la respuesta.
Indios Chapaleufú había ganado la final del 86 y La Espadaña la del 87. La rivalidad iba en ascenso, de la mano con el respeto mutuo que se tenían. Los caballos de los Heguy eran famosos, herencia del legendario Horacio Antonio Heguy, 19 veces campeón de Palermo con Coronel Suárez, y que sus hijos desarrollaron. Eran otros tiempos de polo comparado con hoy: un caballo jugaba el chukker entero (7 minutos netos) y se repetía. Cada polista jugaba la final en 4 o a lo sumo 5 caballos. En esta época, algunos jugadores han llevado 18 caballos para una definición y en cada chukker utilizan al menos 2 ejemplares.
Cómo se preparaban los caballos
No son caballos ordinarios los del polo de alto handicap: tienen un tratamiento especial. Son una suerte de atletas también. "El training y la alimentación eran claves. Se trabajaba mucho el ritmo aeróbico, se montaban periódicamente, se los movía a las 4 de la mañana y se les suministraba avena y alfalfa, ricas en proteínas. Y jugaban lo que tenían que jugar. Después de los partidos los recuperabas con suero, glucosa, buena comida y descanso. Algunas yeguas eran tan excepcionales que las usaban hasta 3 chukkers por partido, como la Marsellesa, la Billonaria. La anécdota es que antes los caballos del equipo iban en un solo camión-jaula: eran 20. Ahora va un camión por jugador", reflexiona Máximo Aguirre Paz, veterinario de los Heguy en aquellos tiempos. Con un dato impactante: una yegua podía perder 35 kilos durante un partido. El peso promedio de los caballos es de 450 kilos.
¿Tres chukkers la Marsellesa? Sí. Y no sólo en la final: también los jugaba en una semifinal. Una yegua extraordinaria, de gran pulmón y corredora. La jugó Marcos Heguy en la final del 86, con la que hizo el golazo decisivo en el último minuto, y después la compró su hermano Horacio. Para muchos, entre los tres mejores caballos de todos los tiempos.
La yegua del corazón de otra galaxia
La Marsellesa tenía un corazón de otra galaxia. No sabía decir basta. Corría y corría. Fue la que más minutos jugó en un partido y al mismo nivel
"Ese día jugó tres chukkers enteros. Sí, enteros. Me acuerdo de que una semana después, en una nota por TV que compartimos, Gonzalo Pieres confesó que lo que más le molestó de la final fue la Marsellesa. Tenía un corazón de otra galaxia. No sabía decir basta. Corría y corría. Podemos discutir si fue la mejor o no, si es la que más le gustaba a la gente o no, pero lo que no se puede discutir es que fue la que más minutos jugó en un partido y al mismo nivel", advierte Horacito. Obviamente, la Marsellesa ganó el premio al mejor ejemplar de la final.
"Lo más curioso –continúa– es que en la última jugada me quedó una situación de ataque y le pegué horrible, pero la Marsellesa seguía corriendo como si nada. ¿Cómo quedó después de ese partido? Impecable. Nada. Siguió jugando 8 años más de Palermo. La retiramos después de la final del 96".
Su hermano Gonzalo tenía a la Billonaria, que también jugó tres chukkers esa final. Era una suerte de tractor. "Era grandota, rústica, resistente. Pero la podía jugar solamente Gonzalo. Sus hermanos no", acota Aguirre Paz.
Otras yeguas afectadas
Ninguno escatimó recursos aquel día, aunque sabían de las complejidades. El caso de la Ferrari no fue el único, aunque sí el de mayor gravedad. Garrahan, back de Chapaleufú, perdió a La María. Le había comprado dos caballos a José Aspiroz Costa justo para ese Abierto de Palermo y una de ellas era La María. Sufrió una fractura expuesta de una pata en el segundo chukker. Muchos interpretaron que se debió a un cansancio prematuro a causa de la temperatura. "No, no la noté cansada. Quizás el piso no estaba normal y ahí se produjo la lesión. Se quebró de mala suerte", argumentó Garrahan. Que sí fue contundente en otro aspecto: "Nunca en mi vida volví a jugar un partido en esas condiciones. El calor era inhumano".
Y hubo un tercer ejemplar, la Morena, que corrió el mismo destino: fractura de mano. Lo jugaba Gracida y también era propiedad de Gonzalo Pieres, en definitiva, el más afectado de la jornada. "Tremenda esa final. Además de lo que pasó con la Ferrari, la Morena y la María, yo tenía uno de mis caballos buenos, la Lechuza, al que pude usar dos chukkers. Pero te diría que fueron los últimos en serio de su carrera. Nunca volvió a ser la misma. Se estropeó ese día", recuerda el N° 3 de La Espadaña, que años más tarde (1992) fundaría Ellerstina, la organización que sigue compitiendo en estos días, ya con sus hijos Facundo, Gonzalito y Nicolás.
Pieres tenía también una de las mejores yeguas de la historia en ese partido de 1988: la Luna. La compartía en sociedad con Susan Wright de Barrantes. Casi que jugaba sola. Como sabía que le tocaría lidiar con la mítica Marsellesa de Horacito Heguy, Pieres tenía pensando hacerle frente. Marsellesa jugó los chukkers 1°, 5° y 8°; Luna, 2°, 5° y arrancó el 8°. "Pero se fundió al minuto y la saqué. A diferencia de la Lechuza, la Luna quedó entera. La llevé unos años a jugar a Inglaterra y la traje de vuelta para Ellerstina. La retiré en el 95. O sea que tuvo 7 años más de polo después de aquel infierno del 88".
El hervidero de los palenques
En la tribuna Dorrego, el Ruso Eduardo Heguy toca el bombo. Marca el rimo de la hinchada de Indios Chapaleufú. Primo de Marcos, Gonzalo y Horacito, le tocó quedar afuera del torneo en las semifinales siendo parte de Chapaleufú II, pero alienta al equipo del club Los Indios. En los palenques, los petiseros tienen trabajo extra: mantener lo más frescos posibles a los caballos. Ahí también eran otros tiempos, de recursos más caseros.
A diferencia de hoy, donde los caballos son asistidos con ventiladores grandes que les tiran agua refrigerada, 30 años atrás las soluciones de emergencia eran diferentes. Cada jugador solía tener entre dos o tres petiseros, pero para las finales se sumaban 5 o 6 más que iban para dar una mano. Cada palenque era una aglomeración de gente que iba y venía. Y con 39°, ¿cómo se recuperaban los caballos? A baldazos de agua y aplicándoles esponjas en la nuca. No mucho más. De esa forma se buscaba que recuperaran la temperatura corporal.
Veía caballos mareados cuando caminaban. No encontrabas aire. ¡En un momento metí la cabeza en la heladerita de las bebidas para ver si reaccionaba
"En cada final de chukker se veía ir gente de un lado a otro. Yo calculo que dentro de la cancha había unos 45 grados. Veía caballos mareados cuando caminaban, que se ladeaban. No encontrabas aire, te transpiran las botas. ¡En un momento metí la cabeza en la heladerita donde teníamos las bebidas a ver si reaccionaba! Fue lo más parecido a jugar en el calor de Malasia que me pasó. Encima, contra Chapaleufú sabíamos que no habría tregua. Para ganarles a esos pibes tenías que jugar a fondo todo el partido. Ellos nunca bajaban el ritmo, te acomodaban a su velocidad. Parecían no sentir el calor", afirma Ernesto Trotz, back de La Espadaña.
"¿Mis caballos? A ver, los días posteriores son duros, tardan en recuperarse. Esa vez tardaron más, lógicamente, porque las condiciones no eran las ideales. Pero nosotros en realidad tuvimos más problemas después de la final del 86, también con los Heguy. Algunos caballos nunca volvieron a ser los mismos después de esa otra final. Recuerdo una frase de Alfonso Pieres en el 87, cuando me ofrece una de sus mejores yeguas, la Turca. '¿La querés? A mí ya no me sirve para lo que necesito'. Pasa, como decimos los polistas, que pierden el amor propio. El caballo luce bien, pero no está igual".
Hace unos años, en 2014, La Dolfina y Ellerstina también disputaron una final de Palermo con un calor insoportable: 34°. Pero las condiciones ya eran distintas, en cuanto a los tiempos que disputan los caballos y las metodologías que existen para su inmediata recuperación. Además, comparativamente fue un partido mediocre y sin ritmo. La definición del 88 difícilmente pase al olvido porque, además de la hoguera que fue la cancha 1, La Espadaña y Chapaleufú brindaron un partido extraordinario, jugado a un ritmo increíble. Con un alto costo, a no dudarlo.
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