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Ser jockey: cómo viven y qué sienten los que compiten poco o no ganan seguido
Sin el ángel ni los triunfos de las grandes figuras de la fusta, una amplia franja de jinetes que corre poco y trabaja en la preparación del caballo o fuera del turf no pierde la esperanza
Súper competitivo y exitista, en el turf argentino los errores, limitaciones o descuidos de los jockeys no generan rencor, pero tampoco se los olvida. Si bien hay carreras casi todos los días del año, las exigencias crecen al ritmo del parque caballar y el pan hay que ganárselo a fuerza de éxitos y una constancia inquebrantable para estar en la vidriera. Es un camino tan palpable para las grandes figuras como empinado para muchos de los más de 200 jinetes habilitados, la mayoría sin un sueldo. Algunos pasan meses sin ganar en una actividad donde la recompensa es únicamente el 10% del premio obtenido por el ejemplar que montan, lo que supone una ganancia de entre $ 3000 a 15.000, según el nivel de las carreras básicas.
"Mis objetivos y mis aspiraciones de vida no van de la mano. Hay que aceptar la realidad", sintetiza Agustín Mascazzini, cuya vocación por los pura sangre va cambiando del arte de guiarlos al de entrenarlos. A los 34 años, una edad en la que el jinete aún tiene mucho camino por recorrer, el platense evalúa seriamente el plan B. "Comencé a preparar caballos en 2013, durante una convalecencia por una rodada; gané 7 carreras y le tomé el gusto. Ahora tengo casi 10 caballos a cargo", detalla.
Aquel porrazo lo dejó fuera de las pistas dos años y medio, complicado por una fractura de tibia y peroné, y un posterior desgarro. "Hasta que tuve el alta médica para volver me cubrió el seguro", explica. Se trata del pago por día inactivo equivalente a la monta perdida, que es una bonificación por no haber terminado en los puestos con premio, los primeros cinco o seis de cada prueba, según el hipódromo. "Sufrí desde lo emocional. Había quedado con miedo después de la caída y así no se puede seguir. Esto es muy competitivo como para dar ventajas. Por eso, si todo me sigue saliendo bien como cuidador creo que voy a dejar de montar a fin de año. Mientras tanto, entreno y corro algunos míos, gracias al apoyo de amigos", profundiza.
Con abuelos jockeys y varios entrenadores en la familia, Agustín lleva las carreras en el ADN. A los 18 años egresó de la Escuela de Capacitación de La Plata y se recibió meteóricamente al conseguir los 120 éxitos necesarios. Desde su regreso ganó sólo una de las poco más de 30 veces que compitió, en diciembre pasado. Todo un contraste. "Mis viejos me bancaron hasta que me pude administrar y luego me fue bien. Incluso, en algún momento compramos con unos amigos equipos de sonido e iluminación para fiestas. Hay que buscar opciones. No se puede perder el tiempo", afirma.
Para las figuras, las posibilidades se renuevan cada 25 minutos, el tiempo estimado entre carrera y carrera. Otros, están a la espera de una oportunidad. La tiene nuevamente Rodolfo Davancens, desde que volvió a Tandil, su ciudad natal, tras las últimas fiestas navideñas. "Me costaba mucho mantenerme en peso. No podía bajar de 57 kilos y dejé. Estuve un año atendiendo un kiosko en Caballito, sin ir a ningún hipódromo y mirando sólo a veces las carreras de los caballos de mi papá. Hasta que volví a los pagos y me picó el bichito otra vez", repasa el jinete, de 27 años, al que le faltan alrededor de 10 victorias para graduarse.
Disfruta de una nueva etapa. Sostiene que "el cuerpo se reacomodó" y ahora no le demanda tanto esfuerzo estar liviano. "Estoy en 52 kilos. Volví a cuidarme, a comer mejor, a trotar... El peso dejó de ser un problema", asegura, sonriente. Las oportunidades, no obstante, no sobran. Para contar los éxitos recientes alcanza una mano. Antonio Lamas y Rosa Martínez, dos entrenadores de su ciudad, le tendieron la otra y se agarró fuerte. También su padre, del mismo nombre, y un socio, que le pagan por cada caballo que monta en las frías madrugadas tandilenses. "Son una buena ayuda para los viajes, aunque a veces son a pérdida", dice, sin bajonearse. No es día para hacerlo. Sobre todo porque en San Isidro llegó segundo en la única carrera que corrió y eso le implica un premio de casi 1600 pesos, casi el doble de lo que le cuesta el pasaje ida y vuelta. "Llegué esta mañana y ahora me voy a Retiro. Mañana hay que entrenar temprano. Esta vez resultó una buena inversión el viaje", agrega Rodolfo. Le brillan los ojos. Parece que hubiese ganado la Copa del Mundo.
Otras veces, si compite en días seguidos, pasa las noches en las habitaciones que hay en las villas hípicas de cada hipódromo. "Me crié en el turf, entre caballos. Todo sea por la posibilidad de correr", afirma. Para muestra, valen más detalles: hace nueve años dejó de ser alumno en la escuela del Jockey Club y hasta 2014, cuando faltaban las montas en Buenos Aires, sacaba boleto y viajaba los domingos a Misiones, San Luis, Córdoba o Entre Ríos para ganarse el sustento. "Eran carreras extraoficiales, a veces con caballos de otra raza, como los cuartos de milla", confiesa, y pronto le viene a la memoria que debe agendarse un compromiso en Olavarría para el fin de semana. Suficiente para mantenerse motivado en una semana huérfana de convocatorias por los escenarios principales del país.
Walter Maximiliano Marrades es tucumano, tiene 26 años, se crió y formó en las cuadreras, casi jugando durante la infancia en esas competencias informales en calles de tierra, con gateras que rechinaban al hamacarse los caballos adentro. "De chico disfrutás, es un divertimento. Después, todo cambia. Había momentos en los que no tenía plata y quería comer. Otros, hacía unos mangos, pero trabajaba tantas horas todos los días que no quedaba tiempo para darse gustos. Pasé de correr 14 o 15 carreras por día a 3 o ninguna. Ahí es cuando la cabeza comienza a trabajar mal, sentís el desarraigo, rompés todas las dietas... Si una semana no corría y me invitaban a un asado, no lo pensaba dos veces. ¡Claro que iba!", describe, sin titubear.
Marrades, al que los amigos llaman Maxi, creció de golpe cuando viajó a probarse en Buenos Aires. "Nunca lo pensé. Pero me hice jockey rápido, gané bastante y no me desesperé cuando vino la mala época porque la invertí. Siempre tuve claro que cuando hay necesidad, la gente se aprovecha de la ilusión y pocos te dan algo", comenta. "Tengo dos taxis en Tucumán y un camión para trasladar caña de azúcar al ingenio. Lo manejan choferes. Es lo que me sirve para vivir", detalla el jinete, inmediatamente después de una de sus dos victorias recientes, las primeras en años.
"No tengo muchas expectativas. Me había vuelto a la provincia y en el verano tuve que venir por unos trámites personales. Como llevaban un tiempo, volví a montar y ver qué pasaba. Y ahí apareció Sir Melody, un caballo de gente amiga con el que ya había ganado allá y estuvo invicto en las dos primeras acá", continúa el relato. "Allá" es Tucumán, donde la familia sigue esperando por él, y "acá" es San Isidro y La Plata, donde en ese orden se impuso por varios cuerpos. "Por ahí esto me hace demorar el regreso", apunta, risueño. El 24 de septiembre se corre el Batalla de Tucumán en el Jardín de la República. Es una cita marcada a fuego. Mientras hace caja en Buenos Aires, palpita que ese día buscarán juntos la gloria en casa.
Para Jonatan Oger, correr o ganar poco no lo condiciona. Encontró un modo de hacerlo más llevadero mientras aparecen las posibilidades. "Ahora estoy con Hugo Pérez. Estoy de galopador. Tengo un sueldo. Y estoy viendo si también voy a Palermo algunos días", apunta el rosarino, de 27 años, que no ha perdido el fanatismo por Rosario Central aunque lleve casi una década viviendo entre Villa Adelina y Boulogne. Comenzó en el hipódromo del Parque Independencia y luego de 10 festejos cambió de provincia. "Ahora dicen que está mejor Rosario, pero en aquel momento cobraba apenas 12 pesos por cada monta perdida". Poco premio por participación para quien en la infancia les pidió a los padres que le regalaran una yegua mestiza para andar y le tomó tanto el gusto que se convirtió en jockey. "Hice la escuela allá y luego, en San Isidro. Al principio sólo podía correrles a cuidadores del interior. No ha sido sencillo. Hay que ponerle el pecho", recuerda.
En tiempos en los que hay pocas posibilidades, no pierde la calma. "Estuve yendo a Entre Ríos, donde los premios son bastante más bajos, pero los entrenadores o los dueños de los caballos te dan algo más. De paso, me mantengo en estado", acepta Jonatan, que el año pasado terminó de cursar la secundaria, en turno noche. "Me va a servir para el futuro", sostiene, entre picaditos de fútbol, mediodías de trote o bicicleta y tardes de asado, fernet y pesca por San Fernando o Zárate "para pasar el tiempo y mantener la cabeza ocupada cuando no hay montas". A los que corren poco o no ganan, la Gremial a la que están afiliados les brinda una colaboración mensual de 4000 pesos. Eso también ayuda a calmar la ansiedad.
Otro ejemplo de sacrificio entre tantos es José Bone, que hace seis meses quiso renovar su patente y volvió a montar, en La Plata. "Las cosas no estaban saliendo, andaba con problemas de columna y necesitaba reposo. Por eso, dejé casi dos años y me puse a trabajar en una empresa de aires acondicionados. Cuando volví a correr me independicé y ahora alterno entre el turf y eso. Me doy maña", relata, humilde, este bonaerense nacido hace 33 años en 25 de Mayo, allí donde el abuelo Carlos tenía caballos que entrenaba para las cuadreras y José utilizaba algunos mestizos para hacer diariamente los kilómetros que separaban su casa de la escuela.
Bone está lejos del prototipo de jockey. Mide 1,77m, apenas dos centímetros menos que Facundo Campazzo, uno de los bases de la selección argentina de básquetbol. No ha sido un escollo insalvable. "Los caballos estuvieron presentes en mi vida desde que nací. Fui petisero de polo cuando tenía 7 y 8 años. Siempre hay amigos que siguen incentivándome para que no afloje y me hacen entusiasmar. [El cuidador] Ernesto Donadío me dio una mano grande", recuerda. También tiene el respaldo incondicional de Mirta, su madre, y lo tenía de Carlos, su padre, que estuvo ocho años en la espera de un trasplante de riñón que nunca llegó. "Me apoyaba en todo lo que fuera relacionado a los caballos. Me vio correr en Mar del Plata, antes del cierre del hipódromo, y estuve alejado de la actividad un año y pico porque quería ser su donante", confiesa.
Competir implica tener la mente al 100% en la carrera para asumir los riesgos de la profesión, lanzándose a 60km/h parado sobre un par de estribos y sujetado por unos centímetros de riendas. Bajarse del caballo hasta que aclare es, en ciertos casos, síntoma de fortaleza, y respeto a la vida propia y de los compañeros. Eso también es dar la talla y el peso.
cd
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