"Todos dicen que encontramos a este caballo roto y lo curamos. Pero no lo hicimos. Él nos curó a cada uno de nosotros. Lo hizo de una forma que nos permitió cuidarnos entre todos". La frase sintetiza el pensamiento del jockey John Pollard tras uno de los grandes triunfos de Seabiscuit, un pura sangre que llevaba una careta y logró llenar las tribunas de los hipódromos norteamericanos en tiempos en los que Estados Unidos atravesaba la Gran Depresión, su década más catastrófica, luego del colapso de la economía. Encierra la historia del caballo al que inicialmente veían holgazán y enlazó a un jinete frustrado que ocultó que no veía de un ojo, a un entrenador antisociable y en declive, y a un propietario millonario devastado por la muerte de su hijo adolescente. El vínculo generó una leyenda que, en su segunda adaptación cinematográfica 70 años después de haber nacido el caballo, tuvo siete nominaciones a los premios Oscar.
Seabiscuit nació el 23 de mayo de 1933 y se le adjudican 33 triunfos en 89 carreras desde 1935 a 1940. Su nombre hacía referencia a unas galletas con las que solían alimentarse los marineros en sus travesías. Toda una paradoja después de que millones de personas habían perdido su trabajo, sus ahorros, su hogar y quedaron al borde de la miseria. Un potrillo con ese nombre se convirtió en la gran esperanza de miles de norteamericanos justo cuando estuvo rodeado de gente tan barranca abajo como parecía estar él. Fue en 1936 cuando la suerte comenzó a cambiar para todos.
El potrillo que dormía y comía casi sin límites había sido menospreciado y utilizado como sparring en su primera temporada, al vérselo algo reacio a los entrenamientos, falto de atención y de mal carácter. Para Sunny Jim Fitzsimmons, su primer entrenador, Seabiscuit era un diamante en bruto al que él no pensaba pulir. Por el contrario, en el año de su debut, el preparador tenía espalda como para que su voz fuera un cheque en blanco: con Omaha logró la Triple Corona, una hazaña que apenas habían consumado tres ejemplares en 60 años en ese país. A Seabiscuit, Fitzsimmons lo usaba para ejercitar junto a su campeón, sin considerar la periodicidad de sus movimientos y que lo había convertido en una máquina de perder carreras.
Cuando Charles Howard lo adquirió en el verano de 1936 la factura de venta fue de 7.500 dólares, una cantidad elevada en esa época para un caballo que carecía de antecedentes positivos y que ya había corrido 35 veces, un número más asociado a una campaña completa que a los primeros pasos. Fitzsimmons lo cotizó porque intuía que alguien que le diera mayor dedicación podía descubrir el potencial escondido. Howard era un empresario automovilístico marcado en todo sentido por esa industria: en el terremoto de San Francisco de 1906 fue una de las pocas personas con movilidad y dos décadas después falleció su hijo Frankie, de 15 años, en un accidente con un camión dentro de su campo de seis hectáreas. Charles, arruinado emocionalmente, compró la ilusión para darle recreos a su pena y se lo ofreció al preparador Robert Thomas Smith, un vaquero testarudo que subsistía en el turf por inercia y había ingresado a trabajar en su cabaña dos años antes. Conocido como "El silencioso Tom", a Smith nadie lo tomaba en serio y los que lo trataban sostenían que se llevaba mejor con los animales que con las personas. Cada tanto, igual, se le escapaba una sonrisa.
Mi prima Kathy leyó el libro y me dijo que el personaje de Howard era para mí y recordaba que nuestro abuelo Fred iba a las carreras en tiempos de Seabiscuit. Su espíritu estaba allí en el rodaje
Acaso por esa actitud de vida de Smith, para montar a Seabiscuit pensó en Pollard. Era un jinete canadiense con experiencia principalmente en su tierra y en México al que se lo reconocía como resentido y frustrado antes de convertirse en el socio ideal del futuro crack, que llenaría hipódromos por cuatro años aun en esos tiempos de miseria. Howard se encariñó tanto con el colorado Red que fue el primero en perdonarlo cuando el caballo perdió un clásico que iba ganando fácil porque John no vio al rival que atropellaba abierto. Fue entonces cuando les confesó al entrenador y al propietario que había perdido la visión a principios de su trayectoria, cuando una piedra lanzada por un caballo que iba delante en un entrenamiento le había generado una lesión cerebral. Fue un secreto que mantuvieron en el tiempo para que no se le revocara la licencia.
En el último Gran Premio Nacional (G1), en Palermo, ganó For the Top, un potrillo que pertenece al stud S. de B., cuya chaquetilla roja y blanca con un símbolo en el centro está creada a semejanza de la que identificaba a Seabiscuit. El dueño del potrillo argentino, el empresario lácteo José Mastellone, vio en 2003 la película y la historia le gustó tanto que pidió permiso para modificar el modelo que identificaba a los suyos hasta entonces. Ya lleva 15 años festejando con el legendario diseño en cada uno de sus caballos.
Para Pollard, ganarle al destino era moneda corriente. En plena ebullición de Seabiscuit, su pecho fue aplastado por el peso de otro animal al que conducía y sufrió fracturas de costillas y un brazo, lo que derivó en una larga cirugía de la que casi no sobrevive. Cuando se recuperó y estaba trabajando nuevamente cuatro meses después, quedó enganchado en el estribo de un caballo desbocado y sufrió una fractura expuesta en una pierna. Por aquellos días conoció a Agnes Conlon, una de sus enfermeras. Al tiempo se casaron y tuvieron dos hijos, Norah y John. Mientras Pollard estuvo al margen de las competencias, su lugar lo tomó George Woolf, un viejo amigo al que le confió cómo hacerlo emplear de la mejor manera.
Con triunfos y hazañas, Seabiscuit los rescató de las miserias a todos. Entre sus primeros puestos estuvieron varias de las grandes carreras de los hipódromos más célebres y algunos mano a mano memorables. Uno, ante el argentino Ligaroti, que era propiedad del actor Bing Crosby, en un evento organizado con fines benéficos. Otro, el más esperado, frente a War Admiral, el ganador de la Triple Corona de 1937, con Woolf siguiendo las indicaciones de Pollard: en el hipódromo de Pimlico, debía ir adelante y luego ser contenido para que Seabiscuit viera a su rival antes del esfuerzo final, como si necesitara de la confrontación para dar un plus. Pocos creían que fuera posible ganar dada la velocidad del potrillo y la condición de atropellador del retador, pero Smith lo había entrenado sin que casi nadie lo viera, con el sonido sorpresa de una campana en medio de la noche. Para aquel 1 de noviembre de 1938 de "la carrera del siglo" se fletaron trenes desde todo el país hasta Maryland, hubo aproximadamente 40.000 personas en el predio y se calculó que unos 40 millones la siguieron por la radio, incluyendo a Pollard en un hospital de la otra costa del país
Como si estuvieran mimetizados, en 1939 el jinete transitó su recuperación casi en simultáneo con la de Seabiscuit, que había sufrido una rotura de ligamentos en la mano izquierda. Caballo y jockey tuvieron que aprender a caminar de nuevo, y con la ayuda de un médico rural Pollard restableció la funcionalidad de su maltrecha pierna luego de volver a quebrársela para colaborar con su mejor rehabilitación. El uso de un aparato ortopédico para endurecerla le ayudó a montar de nuevo a Seabiscuit. Primero durante largas y pacientes caminatas. Luego con un entrenamiento que se fue intensificando, ante la preocupación de Howard por la salud de ambos. Tras un tercer puesto en la reaparición, donde fue insuficiente una remontada increíble, logró dos victorias más, entre ellas en el Santa Anita Handicap, una prueba ícono que le había sido esquiva antes y tenía un premio equivalente a un millón de dólares de la actualidad. Allí, Howard presentó a otro de los suyos, Kayak II, un argentino que había crecido en el establo a la sombra de Seabiscuit y que en una investigación periodística décadas después se dejó entrever que su jockey habitual (John Adams) no lo había querido correr esa tarde porque la instrucción era estar a la sombra del ídolo popular. Nadie quería ver perder a la leyenda. Menos, el propio empresario dueño de ambos.
El jockey norteamericano Gary Stevens, que anunció su retiro el martes anterior a los 55 años, tuvo un paso por la actuación, entre el cine y la TV. Entre los papeles que hizo estuvo el de George Woolf, que reemplaza a John Pollard en las riendas de Seabiscuit mientras el jinete titular está lesionado y que parte de su historia retrata la película estrenada en 2003.
Llevado a la reproducción a Ridgewood Ranch, Seabiscuit fue visitado anualmente por más de 50.000 personas hasta que murió en mayo de 1947, cuando todavía era el caballo que más ganancias había obtenido en el mundo. En su honor su construyeron estatuas de diversos tamaños en ese campo, donde el lugar de su tumba nunca fue revelado; en una biblioteca de Keeneland, Kentucky, y en el hipódromo de Santa Anita Park, California, esta última en tamaño natural. Desde 2009, un sello y sobre del servicio postal de los Estados Unidos lleva su semblanza, tras recibirse miles de firmas, entre ellas la de Joan Mondale, esposa del ex vicepresidente Walter Mondale, que acompañó en la fórmula a Jimmy Carter y lo vio correr siendo pequeño. Howard hizo construir un centro médico que llevó el nombre de su hijo y sigue abierto en la localidad de Willits, su pueblo; Pollard creó el gremio de los jockeys en 1940 y a Smith nunca se lo vio quitarse el sombrero.
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