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El jockey que le ganó a un cáncer, al corralito y se mantiene al lado de los caballos por la honra de sus ex rivales
Juan Zárate fue el mejor aprendiz de 1986 y, a los 62 años, subsiste como ensillador luego de superar los dolores del cuerpo y del olvido
La historia de Juan Zárate no es de las que conmueven por la resiliencia, por levantarse de una caída y seguir en el buen momento que se abandonó por fuerza mayor. Lo suyo es una cuestión de supervivencia, pero sin alejarse de lo que propulsó su sangre hace tres décadas y en lo que fue bueno. “Fui aprendiz de moda en 1986, después me hice jockey”, dice ahora, a los 62 años, con el mandil y la montura que lleva a los boxes de exhibición del hipódromo de Palermo. Su frase es bien burrera, de la tribuna. Desde tiempos inmemoriales identifica al jinete novato que gana y gana, a favor del descargo de kilos.
“Estuve muy mal, con cáncer”. Se apura a contar el final del interregno entre aquel tiempo brillante, que se hizo oscuro desde 1999. Con las luces de Libertador iluminándolo rumbo a Dorrego. La enfermedad cruel lo tomó cuando ya no podía subirse a un puro de carreras y competir. “Aquel año me operaron del túnel carpiano en las dos manos, se me habían amontonado los tendones acá –se señala las muñecas– y no me dejaron correr más en los hipódromos. Fue por el gran esfuerzo, tenía mucho trabajo”.
Hace 31 años, había sido un ejercicio de paciencia entrevistar a Juan en las canchas de entrenamientos de San Isidro. El aprendiz más ganador es muy requerido siempre y él, sin desmayo, subía y bajaba de los caballos, de un entrenador y de otro. Dura tarea. Los triunfos eran un incentivo, los músculos no tenían tiempo de relajarse.
Zárate, nacido en Coronel Suárez, empezó de grande en una profesión en la que a los 18 ya se está presto. “Arranqué en las cuadreras, en la zona de La Pampa, Tornquist, Bahía Blanca. Gané clásicos en Córdoba, en todos lados. Había escuela de aprendices aquí, pero debuté a los 30 años y no pude entrar. En la calle me largué a los 18, con mi papá y Luis Crosato.” Menciona a Adán Ubaldo Zárate y a un entrenador. Uno le enseñó todo, como ex piloto; el otro le dio las oportunidades imprescindibles.
En el momento en que los antebrazos dijeron basta, Zárate llevaba 399 victorias. No le había sido difícil llegar a las 60 conquistas que lo graduaron como jockey, en el 86. “Me enfrentaba con los monstruos, había que correr ¿eh? La plata no servía para nada, el austral… y tuve la mala suerte de que el esfuerzo de tres años me lo agarró un corralito… Fue cuando devaluó Menem”.
Zárate vivía en el stud de su papá, donde hoy está el restaurante Rosa Negra, frente a las canchas de San Isidro. “Con las operaciones tuve cobertura por un año para el tratamiento y después me sacaron el subsidio, me quedé sin nada. El hipódromo y el gremio [de Profesionales] tampoco me ayudaron. Desaparecieron todos”.
Sin poder montar en los hipódromos, en 2000 su cuñado, peón en el stud Vacación, le ofrece trabajar allí. “Estuve hasta 2011. Después trabajé con Valdivieso y seguí con Maldotti, que me hizo entrar en Viejo Tombo hasta que me enfermé, en 2014. Cáncer de intestino grueso y colon. Me operaron tres veces en dos meses, dos en cinco días. Ahí se portó muy bien el sindicato de Vareadores, pagó todo, los remedios eran carísimos. Zafé, gracias al doctor Larrosa. Hice tres meses de quimioterapia”.
Fiel a su carácter, lo único que sabía Zárate era trabajar. “No quería molestar a nadie (pidiendo trabajo) y un día Elvio Bortulé me dijo que le ensillara sus caballos; después vino Pedro Molina, Udaondo, Frenkel, Carlitos Borda”. El Gringo y Pedro, hoy cuidadores, honraron al compañero de los buenos tiempos con el que rivalizaban sobre un caballo a 60 km/h. “Gracias a Dios todo el mundo me quiere y estoy agradecido por las manos que me dan cada día. Esto me da de comer, se paga a voluntad. Tengo la casita en Benavidez, la compramos con mucho sacrificio con mi señora, Nidia Trinidad Lombardi”. Allí pasa las horas en que no está en el hipódromo con su hija Estefanía, de 25 años, y su nieta, Jazmín Belén, de 8.
Es hora de que el “ensillador” continúe el camino que interrumpió el cronista, rumbo a los boxes de Dorrego. Pasan unos propietarios, claramente del interior, y lo saludan efusivamente, lo abrazan. “El abuelito siempre me da caramelos, hoy le dije que le jugara al de Bortulé y ganó”, se ríe Juan. “Mi tarea es llevar la montura, algunos caballos los ensillo yo (reglamentariamente es tarea del entrenador) tengo el permiso de Guillermo Frenkel. Trabajo también con mucha gente del interior a la que le corría. Gracias a Dios”. La invocación de Dios es más que una muletilla.
–¿Extrañás subirte a un puro?
–(Resopla largamente, es más que un suspiro) Todos los días, eso no se pierde. Hasta que me enfermé iba todos los domingos a correr cuadreras, Lobos, Suipacha, 25 de Mayo, Florencio Varela; me iba bien, ganaba mucho en la calle. Cuando uno se porta bien, las chances llegan.
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