Aquel día cambiaría su vida. Y la de toda la familia.
Gabriela Sabatini tenía 13 años. Cursaba en el Colegio San José, de Villa Devoto. Era muy introvertida. Siempre lo fue, al punto que sus propios compañeros y las autoridades del instituto recién se enteraron de que competía en el tenis, y muy bien por cierto, cuando vieron su foto en los diarios y algunas imágenes en TV. "Nunca nos había contado que jugaba al tenis", contó alguna vez la rectora Mabel Vetti.
Se despertaba promedio a las 6, cursaba, se entrenaba por la tarde y hacía las tareas escolares de noche. Su padre, Osvaldo, tenía la cabeza en "modo licuadora" de escuchar consejos sobre qué era lo mejor para su hija. Qué hacer con el estudio era una decisión sumamente compleja: ella ya competía, había ganado varios torneos internacionales venciendo a jugadoras mayores y saltaba a los ojos que era una adelantada. Gaby se lo simplificó aquel día en que todo cambiaría para siempre y, fiel a su estilo, fue en muy pocas palabras: "Pá, quiero jugar al tenis. Siento que me hace bien. Me da felicidad".
Al año, Sabatini fue campeona junior de Roland Garros , con 14, en una categoría en la que competía con mujeres de hasta 18 y del Orange Bowl, cerrando la temporada como 74° del mundo. A los 24 meses se convirtió en la semifinalista más joven de la historia del Grand Slam parisino, pero en mayores, cayendo con Chris Evert. En ese 1985 también logró su primer título, el Pan Pacific en Tokio, y peleó mano a mano el Olimpia de Oro con Hugo Porta. Era ya 12° del ranking y estaba lanzada a trascender en la historia del deporte argentino.
Cinco años después de aquella decisión, tomó otra que le terminaría de abrir la cabeza. "Vamos", le dijo a su padre. Tenía 18, dos semifinales más de Roland Garros encima, ya eran 8 los títulos como profesional y se había instalado en el top 5. El tenis volvía oficialmente a ser parte de los Juegos Olímpicos, condición que había tenido por última vez en París 1924, a causa del distanciamiento entre el Comité Olímpico Internacional (COI) y la Federación Internacional de Tenis (FIT). En el camino, dos veces fue deporte de exhibición: en México 1968 y en Los Angeles 1984. Pero eran 64 años sin presencia olímpica por las medallas. Una excelente oportunidad para aprovechar su buen momento profesional, su ángel especial y la curiosidad por descubrir un mundo nuevo. La esperaba Seúl, en Corea del Sur. Una experiencia fascinante que la marcó para siempre.
Como en los tiempos de la primaria en la escuela San Juan Bosco, Gabriela fue elegida para ser la imagen argentina más importante en Seúl 1988: le tocó ser abanderada. Una distinción, para comprender la magnitud, que en las últimas décadas le cupo a Manu Ginóbili , Luciana Aymar , Luis Scola y Camau Espínola, por citar a los más relevantes. "Me temblaron las piernas", nos contó dos semanas después, en una caminata desde el estadio hasta la Villa Olímpica, junto con su padre y el recordado periodista Eduardo Alperin. Ya era otra Gabriela. Que, además, llevaba encima e incrustada en el alma, la medalla plateada. Habían transcurrido 26 años desde la anterior para la Argentina: la del remero Alberto Demiddi, en Munich 72.
Steffi, su clásico
Semanas previas a Seúl, Sabatini había jugado su primera final de Grand Slam, en el US Open. El sueño de coronarse en Nueva York, su ciudad favorita, quedó postergado por Steffi Graf , la topadora alemana; el monstruo del mejor drive femenino de la historia que selló en Flushing Meadows su Grand Slam a la antigua, como los del australiano Rod Laver en 1962 y 1969, completando los cuatro títulos en la misma temporada. Llegaba Gaby con deseos de revancha y sabía a la perfección que Graf era la gran enemiga. Sin menospreciar a la Sra. de los courts, Chris Evert, que estaba en su mismo sector del draw. ¿Ausentes? Martina Navratilova, por ejemplo.
Los Juegos de Seúl tenían muchos factores especiales. No solo volvía oficialmente el tenis: también eran los Juegos del reencuentro después del boicot estadounidense (y aliados) a Moscú 1980 y de la devolución de gentilezas del bloque soviético a Los Angeles 1984. Corea del Norte ya era una amenaza para Corea del Sur y las medidas de seguridad abrumaban. Para ir a ver un partido de fútbol del seleccionado dirigido por Carlos Pachamé a Taegú o Pusán, a 300 y 500 kilómetros de Seúl, respectivamente, las combis de prensa eran escoltadas por motociclistas de fuerzas especiales, ida y vuelta. La organización no quería sorpresas. Aunque la mayor atracción estaba prevista para las 13.30 del sábado 24 de septiembre: la final de los 100 metros con el duelo entre Carl Lewis y Ben Johnson. Los 9s79/100 del canadiense para el oro que le duró 48 horas por doping. Seúl 88 es y será recordado por ese escandoloso desenlace.
Una carrera de menos de 10 segundos que Gabriela siguió de cerca junto con muchos atletas argentinos. En Seúl 88 hubo 124 representantes de nuestro país: 98 varones y 26 damas. Entre las mujeres estaban Sabatini, Mercedes Paz y Bettina Fulco. El equipo de tenis se completaba con Martín Jaite y Javier Frana. Las chicas no tardaron en sumarse en los tiempos libres en la Villa al seleccionado femenino de hockey sobre césped: la comunión fue instantánea. Y la química con Gaby, más especial aún por su edad. Era la mimada.
Acostumbrada en los viajes a la compañía familiar de sus padres (Osvaldo y Beatriz) o de su hermano (Osvaldo), y de su coach (en ese momento, el español Angel Giménez), a ir de hotel en hotel y de tener autos de la organización de los torneos de tenis a disposición, de pronto a Sabatini se le abrió un mundo diferente. Quizá sin imaginarlo cinco años antes cuando tomó aquella decisión de vida, Gabriela llegó a Seúl ya como una profesional, con sus usos y costumbres: el individualismo del circuito, las miradas celosas, las grandes rivalidades, los vacíos de los que muchas veces son víctimas los deportistas. Eran, todavía, tiempos de un arraigado amateurismo en los Juegos. De pronto se encontraba en el comedor de la Villa y participaba de sobremesas de dos o tres horas con atletas de una realidad diferente a la de ella. Que realizaban un esfuerzo superior, con privaciones incluidas, para poder estar ahí, en la cita olímpica. Es cierto que Sabatini compitió en ese torneo sin que diera puntos ni premios, una rareza para lo que es el tenis, deporte híperprofesional. Pero conocer historias particulares, descubrir esa realidad paralela que caracteriza al atleta amateur, le hizo recordar mucho aquellos primeros tiempos en River con su profe Palito Fidalgo. Con una diferencia nítida: estaba mimetizada con la elite del deporte mundial.
Si Gabriela decidió jugar al tenis porque la hacía feliz, tanto o más feliz la hizo aquella experiencia olímpica de la que ya pasaron tres décadas. Por las amistades que cosechó, por sentirse querida y protegida. "Era todo muy lindo. Tenía gran relación con las chicas del hockey, con los chicos del voley. Me venían a ver, me alentaban. Después yo iba a ver los partidos de ellos y lo mismo. Siempre recordaré a Seúl como algo muy especial y muy lindo en mi vida", dijo Gabriela muchos años después, pero con los recuerdos a flor de piel. Sentidos. Como si estuviera reviviendo aquellos días de 1988. Durante un tiempo siguió viéndose con algunas de las integrantes del equipo de hockey (que todavía no eran las Leonas), como Gabriela Sánchez y Alina Vergara. Vínculos que trascienden y que marcan la relevancia de una experiencia singular.
Tiempo de medallas
Se iban los Juegos y la Argentina estaba seca en el medallero. Aunque quedaban dos cartas bravas: Sabatini y el seleccionado de voleibol, con aquella generación inolvidable de Hugo Conte, Waldo Kantor, Daniel Castellani, Esteban Martínez y Raúl Quiroga, entre otros. Ellos lograron el bronce, con un inolvidable 3-2 ante Brasil. La medalla más importante le tenía un lugar reservado a Gabriela.
Que tuvo algún sofocón en el camino. Tras ganarle a la yugoslava Sabrina Goles, en octavos se cruzó con la alemana Silvia Hanika. El problema no era la rival en sí, sino las 4h20m que había jugado el día anterior, en dobles, junto con la tucumana Mecha Paz, su gran amiga de la infancia y "hermana mayor" en las giras. Sabatini arrancó estática, sin reacción, y el primer set se le fue sin darse cuenta (6-1). Caminaba con dificultad, hasta parecía lesionada. Terminó ganando en 2h4m por 1-6, 6-4 y 6-2. "Me costó entrar en ritmo, pero no tenía nada. Estoy perfecta", expresó, para tranquilidad de la delegación. Con una sonrisa adicional cuando se enteró de que Evert había perdido con la italiana Raffaella Reggi. Un obstáculo difícil se apartaba de su ruta al podio.
Sabatini se aseguró una medalla al eliminar a la bielorrusa Natalia Zvereva (6-4 y 6-3) y se garantizó la plateada al vencer en semifinales a la búlgara Manuela Maleeva (6-1 y 6-1) en 1h7m. La esperaba...Graf, obviamente, que en 45 minutos había despachado a la estadounidense Zina Garrison (6-1 y 6-0). Bien a lo Steffi.
Los números no acompañaban a Gabriela: 13-2 marcaba el historial para Graf. Aunque sus dos victorias las había conseguido ese año en Boca Ratón y Amelia Island, en marzo y abril. "Me ganó más veces, sí, pero sé que no le gusta nada jugar conmigo, que la incomodo. Quiero el oro", anticipó. Ese día se le iluminaron los ojos cuando se le remarcó que la Argentina llevaba 36 años sin victorias olímpicas, desde Helsinki 52, mediante los remeros Tranquilo Capozzo y Eduardo Guerrero.
Casi ni quedaban tenistas en el complejo olímpico: los eliminados se fueron yendo porque tenían compromisos profesionales la semana siguiente. Tanto Sabatini como Graf contaron con un colaborador de lujo en la puesta a punto: Javier Frana. De los pocos que aún permanecían en Seúl. "Steffi se enojaba mucho cuando perdía un punto en las prácticas. Me llamó la atención", recuerda el rafaelino. "A Gaby la vi tranquila".
Ese sábado 1° de octubre de 1988, hace hoy 30 años, Sabatini se levantó en la Villa Olímpica con una gran ilusión. La esperaban para desayunar en el comedor sus amigas del hockey, sus hinchas N° 1 de cada día; las mismas que la fueron a buscar después del cotejo para abrazarla una y otra vez. Jugó un buen partido que no refleja el 6-3 y 6-3 de la derrota final. Pero un buen partido y una Gran Willy que enloqueció a los 9000 asistentes no alcanzaban para vencer a esa endemoniada Steffi Graf, que coronaba algo único: el Grand Slam Dorado. Al momento de la entrega de premios, Gaby estaba tocada como pocas veces. Al borde de las lágrimas. Distinta a como estaba, por ejemplo, Juan Martín del Potro cuando obtuvo la misma medalla en Río 2016 o la de bronce en Londres 2012. No le gustaba perder. Menos con Graf, su clásico.
La caminata con Osvaldo llevando los bolsos hacia la Villa fue a paso lento. La congoja iba aflojando. "Ya hablé con mamá. Me felicitó y me dijo que no me preocupara, que lo que había hecho era muy importante y que estaba orgullosa. ¡Y que volviera rápido porque quería darme abrazos y besos! Y tener en sus manos la medalla para ver cómo es. Terminé lagrimeando un poco", confesó. Y enseguida se le filtró una sonrisa.
Cuando estaba en el podio y vi subir la bandera me emocioné. Sentí algo extraño, como un escalofrío, y tuve pena por no haberla podido hacer acompañar con el Himno
Le preguntamos por el momento del podio. Bajó la cabeza. Caminó unos 10 metros. La levantó y siguió el relato: "Cuando estaba en el podio y vi subir la bandera me emocioné, pensé en lo que representaba, no tanto por mí, sino por todos los argentinos. Sentí algo extraño, como un escalofrío, y tuve pena por no haberla podido hacer acompañar con el Himno. Sí, me emocioné mucho".
En la despedida, la pregunta: "¿Y ahora qué, Gaby? ¿Con qué te vas de los Juegos?". Lo miró a Osvaldo, el guía de su vida y a quien extraña cada día, y parecía otra persona: "Siento que fue otro paso importante para mi carrera. Distinto. Ver tantos atletas, conocer sus historias, verlos entrenar cada mañana al lado tuyo. Me voy con unas ganas de entrenar y jugar increíbles".
Ganó un US Open (1990, y a Graf). Estuvo a dos puntos de ganar Wimbledon (1991). Fue 3 del mundo (1989, 1991 y 1992). Logró 27 títulos. Y como calculaba a los 16 años cuando se le preguntaba sobre el futuro, se retiró a los 26. Cuando el tenis ya no la hacía tan feliz como aquella vez que tomó su primera gran decisión. Una deportista ejemplar y adorada en el mundo. Ovacionada aún hoy. A 30 años de la medalla plateada en Seúl, Gabriela sabe que esa experiencia la terminó de moldear para todo lo bueno que vendría. Profesional y sobre todo humanamente, donde el oro le cuelga del cuello desde siempre.
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