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Leo Mayer en el río: la intimidad y la esencia del mejor tenista argentino
Modesto y auténtico, el correntino es el líder del equipo argentino que disputará las semifinales de la Copa Davis; fanático de la pesca, superó diversos obstáculos en su vida, hasta encontrar la plenitud
La grúa de la guardería náutica extrae una de las tantas embarcaciones que descansan bajo el tinglado, casi en penumbras. El poderoso brazo mecánico carga una de las lanchas, de 5,20m de largo por 2,10m de ancho, como si se tratara de un pequeño juguete de lata y la acomoda en el agua, junto al tambaleante muelle de madera. "Fijate el detalle del nombre", advierte, pícaro, Leonardo Mayer, el correntino que se gana la vida a los raquetazos. Su apodo, "El Yacaré", se lee en la parte trasera, junto al motor de 115 caballos de fuerza. Preparado para el frío y el viento con campera inflable, se quita la mochila y la guarda en un rincón del bote; lleva anzuelos especiales para pejerreyes, tanzas y una bolsita con carnada –mojarras en sal–. Eso sí, olvidó el mate.
La lancha avanza buscando más profundidad en el río Luján. El GPS con ecosonda envía señales, una tras otra; el propósito es no encajarse en ningún banco de arena. "Por suerte el agua está planchada, planchada. Menos mal, eh", dice Mayer y acelera por el Delta, dejando atrás el Parque de la Costa, el Puerto de Frutos y San Fernando, hasta encontrar un buen sitio, donde nace el Río de la Plata, para apagar el motor y arrojar la caña.
"Vengo al río para tratar de despejarme un poco del ambiente del tenis, que es muy competitivo. Acá no competís contra nadie; bueno, en realidad sí, contra una caña y algún pez (sonríe). A veces se engancha algo, pero vengo más a disfrutar. Muchos días, después de entrenarme al mediodía, compro la comida en el club y me la traigo acá. Pongo las cañas, escucho música, tomo unos mates, me como una factura y me quedo tranquilo hasta que cae el sol. Y cuando tengo libre, me paso todo el día. Me encanta. ¿Dónde puedo estar mejor?", admite, con la fluidez que muchas veces no luce ante las cámaras de TV, el líder del equipo argentino que el mes próximo disputará las semifinales de la Copa Davis ante Bélgica, en Bruselas. Mayer es el antihéroe. Con antecedentes, en el tenis nacional, de figuras atiborradas de ego y dilemas, él es todo lo opuesto. Sumamente modesto, auténtico, sensible. Y querible, sobre todo por sus compañeros.
Vivir en la ciudad de Buenos Aires, en medio del ruido, del tránsito y la histeria, resultó un trauma durante años para Mayer. Le costó integrarse a ese ritmo furioso. Hasta que, poco a poco, logró hallar la estabilidad. Y el río, como para la mayoría de los litoraleños, representa su lugar en el mundo. Allí está su esencia; se siente libre, a salvo. La mirada se le ilumina. "Acá le pongo más ganas que en la cancha", se ríe. Además, heredó la pasión por la pesca de su familia, especialmente de su padre, Orlando, y de su hermano mayor, Gabriel (38 años). Dice que en Corrientes es más sencillo pescar que en Buenos Aires ("Acá muchas veces te vas cerapio", bromea), que disfruta comer pescados pero no de limpiarlos o cocinarlos, que tiene pendiente embarcarse en otro país buscando un "tiburoncito" y que su orgullo es haber atrapado un dorado de 15 kilos en su provincia, luego de una hora de tironeo. "¡Hay fotos, eh! Fue una pelea durísima. Fue más difícil sacarlo que ganar la final de Hamburgo del año pasado contra Ferrer –recuerda–. Me mató los brazos, pero fue muy divertido. Igual, lo que pesco lo devuelvo al río".
–¿Estás exagerando un poco?
–¡Nada! No miento en nada. Al revés, nos reímos de los que mienten.
Abruptamente, se oye un vip, vip, vip, vip. El GPS indica que el fondo está a solo 80 centímetros del casco del bote. "Está muy bajito", observa Mayer. Hay que recoger la caña y mover la lancha. "¡Viste! Te dije que había picado algo", maldice el tenista, al comprobar que falta carnada en uno de los anzuelos.
Leo se crió en una familia modesta del barrio correntino de Laguna Seca. Es el menor de cuatro hermanos (tres varones y una mujer). Su papá trabajó como empleado bancario. Y su mamá, Estela, todavía ejerce como profesora de educación física.
La música de los domingos por la mañana en la casa de los Mayer nacía de la TV, de las transmisiones de las carreras de autos. Es que Orlando fue siempre admirador del Flaco Traverso y les contagió la pasión. Es más, el Yacaré anda de aquí para allá con un simulador de Turismo Carretera en la computadora, está tratando de hacer espacio en su casa para colocar "uno de los grandes, de los verdaderos", y no ve como una utopía correr en una categoría menor el día en que se retire: "Hay cosas en común entre los deportes: concentración, rapidez en las decisiones, adrenalina, individualismo".
El jugador, que en junio pasado alcanzó el puesto 21° del mundo, se crió en un ambiente deportivo. En la época de esplendor del paddle, sus padres recorrían la provincia jugando torneos. Leo los acompañaba y, en los descansos, entraba en la cancha, tomaba la paleta e intentaba pegarle a la pelotita. "A los 8 agarró la raqueta de tenis, casi por casualidad. Yo jugaba con uno, me cansé y me senté un poco. Él fue, la agarró y se puso a pelotear. Pucha, lo hacía bien. Y le dije a mi mujer, ‘A éste le vamos a tener que poner un profesor’. Y enseguida se empezó a destacar por la zona de Corrientes, Chaco, Misiones", recuerda Orlando. "Todo el día peloteaba contra las paredes. El ruido de la pelotita era continuo. Pero travesuras no hacía, se portaba bien. Era quieto, muy quietito", añade Estela, que colecciona en carpetas los artículos periodísticos en los que mencionan a su hijo.
Por lo general, para comprender la personalidad de un hombre, observar y escuchar a los padres es una excelente medida. La simplicidad y la austeridad, en el caso de los Mayer, sobra. "Lo llevaba para todos lados a jugar; al principio, con el auto de mi hijo, un Senda, porque yo tenía un Falcon Rural modelo 83 y motor 3.0, que tragaba combustible a lo loco. Después lo cambié. Necesitaba una reja en la calle y le dije a un primo ‘¿Vos seguís haciendo rejas? Bueno, haceme una y te doy el Falcon’. Después compramos un Chevette, que era un tractorcito y caluroooso, uf. Hasta que pasé a un diésel", detalla Orlando, con chispa. "Cuando Leo dejó de practicar con Rubén (N. de la R.: Ré, formador de la zona mesopotámica, fallecido en 2013) en Resistencia y empezó a vivir en Buenos Aires, al principio iba y venía a Corrientes, pero quizá sólo lo hacía por tres días. Extrañaba mucho, pero así la vida era imposible. Por el tema económico y el trajín. Y lejos de Corrientes sufrió mucho. No nos decía nada, no nos quería preocupar. Estaba sonriente cuando nos veía, pero sabíamos que no era la realidad", admite Estela. Orlando aporta: "Fue como cuando él jugaba y nosotros no le decíamos que nos estábamos rompiendo el alma trabajando para que pudiera viajar, tener una raqueta, unas zapatillas. Yo hacía un montón de horas extras. El tenis es muy caro".
En un deporte que suele latir con individualismo, Mayer aúna adulaciones y simpatía, incluso entre jugadores con filosofías disímiles. "Una se siente orgullosa por eso –apunta Estela–. Sobre todo porque gane o pierda sigue siendo el mismo. Es auténtico". "Ahora cuando anda por Corrientes todos le piden fotos y firmas, y él no tiene problemas con nadie. Es tranquilito. Se merece lo que tiene, porque pasó momentos difíciles, como cuando quiso dejar el tenis por los problemas que tenía en la espalda. Nos daba una pena enorme, porque se jugaba su futuro. El año pasado fue el primero que jugó sin dolores, ¿y viste como escaló? Se mantuvo entre los 30 del ranking", celebra Orlando.
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No es el mejor día para pescar. "Hay poco pique. Me parece que nos vamos cerapio", se resigna Mayer, sentado en la proa, sosteniendo una caña de varios metros, mientras se derrama el atardecer. Desde el nuevo lugar en el que el tenista detuvo la lancha se alcanzan a divisar algunos edificios de Vicente López, Núñez y hasta Puerto Madero; también los aviones que despegan y aterrizan en Aeroparque. Tiene una teoría, Mayer: que las vibraciones de la ciudad espantan a los peces. De todos modos, el propósito principal del paseo no es sacar especies del río: es compartir un momento con el actual líder tenístico nacional en el ambiente más adecuado para descubrirlo. Allí donde se olvida de todo. Donde suele ir con Milagros, su novia, y hasta con Nelson, un bulldog inglés de casi tres años que es una de sus debilidades.
"Soy el más chico de cuatro hermanos, pero muuucho más chico, porque el que me sigue tiene ocho años más. Por eso fui un poquito malcriado, en el buen sentido. Igual, era tranquilo, nunca hacía ca..., era relajado, no estaba en el lío. De chico, a mi viejo lo acompañaba al banco, me entretenía. A mi vieja no porque yo iba al mismo colegio en el que ella trabajaba. No la tuve como profesora, pero la cruzaba en los recreos. Mi hermana es bioquímica y mis hermanos trabajan en empresas, en una textil y en otra de montacargas", describe el hincha de Boca, que fue número 2 mundial junior y en 2005 logró el dobles de esa categoría en Roland Garros junto con Emiliano Massa. Después de haber jugado parte de la gira norteamericana en cemento –Washington, Canadá y Cincinnati–, desde el 31 del actual actuará en el US Open, último Grand Slam del año.
–Estando acá en el río, ¿no te da la sensación de no estar en Buenos Aires? Es otra cosa. Hay paz.
–Sí, es verdad. Y fue, precisamente, el bullicio y las distancias lo que te hostigaron en tus primeros años en la ciudad, ¿verdad?
– Sí, me jodía. Me mataban las bocinas, los autos. Vine a los 19 años a Buenos Aires, empecé con Emiliano Redondi. Viví primero en un hotel, en Belgrano, y después en un departamento en Núñez. Estaba bien ubicado, pero las distancias me mataban. Los días se me hacían largos, no tenía amigos, era una vida nueva, que de a poco la fui haciendo, pero me costó. Me gustaba la vida en Corrientes, más pausada.
–Tenés un perfil muy bajo. Pero en el último año tu popularidad creció muchísimo. ¿Te abruma?
–Hay mucha más gente que me sigue ahora; cuando ando caminando en mi ciudad me piden fotos. Pero no me molesta, aprendí a tomármelo así, como que no tengo otra, que es parte del trabajo. Ahora ya me lo tomo mucho mejor.
–No hace mucho tiempo te incomodaba hablar en la televisión.
–Sí, sí, todavía me incomoda, pero lo tengo que hacer. Fijate que no voy a los programas; sólo fui a uno de autos, a Sigue Girando, porque lo miro siempre, y nada más. No miro mucha televisión, sólo resúmenes del fútbol o autos. Cuando estoy afuera del país sigo las carreras; me bajé todos los programas para verlas y hasta acomodo algún entrenamiento para no perdérmelas.
–¿Hay otras cosas que te pongan nervioso?
–No me gusta viajar en avión. Sufro mucho. Estoy cansado de los aviones, me pongo mal, me imagino un montón de cosas. No tomo ningún calmante porque me duermo rápido, pero me levanto enseguida si se mueve. Lo sufro. Prefiero hacer una gira en Europa yendo en auto o en tren. Nunca me pasó nada grave, el avión es seguro, pero no me gusta.
–¿Jugar la Copa Davis te tensa más que hacerlo por el circuito ATP? Te convertiste en una bandera del equipo nacional.
–Es muy diferente. Estás en equipo y te ponés más nervioso porque querés que todos estén contentos. Con Brasil fue duro (N. de la R.: Mayer venció a Joao Souza en el single más largo de la historia de la competencia, en 6h43m). No suelo tener problemas en las noches. El tema es cuando llego al club, se acerca el partido y me quedo en el vestuario. Me pongo tenso.
–¿Qué hacés para distenderte?
–Escucho música. De todo tipo, variada. Trato de relajarme y de pensar que estoy en el baile y que tengo que salir a bailar. No me queda otra.
–Aunque casi nada se debe comparar con los dolores que te generó el osteofito (mezcla de cartílago y hueso) en la espalda y que te llevó a evaluar el retiro, ¿no?
–Sí, perdí mucho tiempo. Miro para atrás, tengo 28 años y cuando me empecé a lesionar tenía 21. Los años se van volando. La espalda me frenó. Una vez me quedé duro en mi casa: como antes Nelson no se aguantaba y me ensució todo el balcón, me levanté, fui a limpiar antes de irme y me quedé tirado. Ni pude agacharme. Fue en el 2013, cuando Nelson era chiquito. Ahora, por suerte, no hace más nada adentro de casa (sonríe).
–¿Cómo protegés la espalda?
–Es lo que más me cuido. Los bolsos y las valijas las levanto poco; en las giras me ayudan. Cuando llego a algún lugar después de un viaje, ese día no entreno fuerte, hago algo muy light, aflojo para que al otro día pueda estar bien, porque si no en la primera ya me duele la espalda y me mata. Hice un montón de cosas, como acupuntura. Ahora hago RPG (Reeducación Postural Global) y me va muy bien. Trato de mejorar la postura, la respiración, la elongación. La espalda nunca me avisó cuando me lesioné, fue traicionera, por eso no canto victoria nunca. Me pasó de no poder dormir durante días por el dolor. Se me caían las lágrimas.
–¿Pensás competir hasta que el cuerpo te acompañe?
–Me gustaría hasta los 32. Pero si me queda nafta, lo haré. Y si no, no. Sufrí mucho de la espalda y no sé cómo estaré a esa edad. Ojalá que llegue.
Las últimas pinceladas rojizas de sol se reflejan en la lancha y en el cuerpo de Mayer. El frío aprieta, los faroles de la costa se empiezan a encender. Es hora de recolectar la línea, guardar la caña y emprender el regreso por el río; sin pejerreyes, silbando bajito. Es lo de menos.
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