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“Guillermo Vilas. El número 1″, una obra que analiza el fenómeno popular e irrepetible generado por un héroe deportivo nacional en los 70 y 80
El libro, escrito por el periodista Luis Vinker, muestra el valor que tuvo el hombre que popularizó el tenis en la Argentina
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Guillermo Vilas fue uno de los más grandes deportistas argentinos de todos los tiempos, en ese privilegiado sitio junto a los Maradona, Ginóbili, Messi, Fangio... Pero la huella de Vilas no refiere sólo a sus logros deportivos -inmensos y, hasta hoy, irrepetibles- sino a su legado (las excelentes generaciones que le siguieron en nuestro tenis) y a todo lo que significó como un fenómeno popular, en una década tan dura para la Argentina como la de los 70 y principios de los 80.
Vilas produjo una auténtica revolución deportiva al transformar un deporte, que hasta aquel momento no se encontraba entre los más populares, en un fenómeno de masas, paralelo a la construcción de una industria que se mantiene hasta nuestros días. Al mismo tiempo significó, para el tenis mundial, el surgimiento de una nueva era a mediados de los 70 cuando el juego pasó a ser dominado y acaparado por aquella trilogía que formaba junto con Björn Borg y Jimmy Connors.
Justamente el análisis de ese fenómeno y lo que significó Vilas para el deporte nacional es uno de los ejes de “Guillermo Vilas. El número 1″, el libro del periodista de Clarín, Luis Vinker, editado por Planeta y que acaba de lanzarse.
“Antes de Maradona o Messi (o de Federer y Nadal), mucho antes de internet y las redes sociales, cuando no existían esas comitivas en las que el deportista viaja rodeado de un séquito XXL, un hombre recorrió el planeta ganando partidos y torneos y le dio a este país un regalo que no esperaba: un amor por el tenis que no se ha extinguido hasta hoy. De la mano de los recuerdos de un periodista que acompañó a Guillermo Vilas en sus años de gloria y sus mayores batallas, esta es la crónica de una vida de película, de una personalidad plena de aristas y del talento y la determinación que hicieron de El Gran Willy un ícono perfecto: el gran héroe deportivo nacional”, presenta Planeta.
“No exagero cuando defino a las sensaciones que provocaba Vilas en la cancha como un aura mágica, similar a lo que generaba Maradona en los estadios de fútbol”, apunta Franco Davin, quien entrenó a los dos tenistas argentinos que heredaron los títulos de Willy en los Grand Slam: Gaudio en Roland Garros y Del Potro en el US Open.
“Alguna vez sostuvimos que nuestra aspiración en el tenis era que su mensaje y sus valores trascendieran los resultados deportivos. Entiendo que el tenis desarrolla un sentido de responsabilidad, es una actividad donde debemos aprender a convivir con las victorias, pero también con las frustraciones. El legado de Vilas como tenista también nos llega desde allí”, señala en el prólogo del libro Daniel Orsanic, capitán del equipo nacional que conquistó la Copa Davis.
Extracto de uno de los capítulos de la obra:
El 22 de abril de 1968 a las 13:43, en el West Hants Lawn Tennis Club de Bournemouth —ciudad costera del sur británico— el escocés John Clifton ejecutó el primer servicio frente a su rival, el australiano Owen Davidson. Clifton era amateur y Davidson, quien terminaría ganando, profesional. Fue un momento clave: el partido y el torneo —el British Hard Court Championships— inauguraron la Era Abierta del tenis.
Hasta entonces el deporte se había movido en la difusa frontera entre profesionales y amateurs. Los mejores exponentes de esta última categoría recibían compensaciones económicas, aunque no podían equipararse a las de los jugadores rentados. Estos, a su vez, no eran admitidos en las competencias más prestigiosas: los cuatro campeonatos que constituyen el Grand Slam más la Copa Davis. La situación se agudizó en la década del 50, luego de que Jack Kramer promoviera un nuevo y más dinámico circuito profesional y convocara a los mejores del mundo, liderados por su compatriota Ricardo Pancho Gonzales y la notable generación australiana de Laver, Rosewall y Hoad.
Paradójicamente, la necesidad de derribar esas fronteras surgió del mismo templo del tenis tradicional: el All England Lawn Tennis Club, organizador de Wimbledon. Herman David, miembro de su comité, fue uno de los impulsores de la Era Abierta: “El circuito es una mentira, nadie debería creer que los mejores juegan solo por la gloria”, decía. En aquel momento, los grandes amateurs —Manuel Santana, Cliff Drysdale, Roy Emerson, Rafael Osuna, John Newcombe y Tony Roche, entre otros— recibían, en concepto de “viáticos”, cifras que iban de trescientos a mil dólares semanales por torneo. “Emerson y yo nos pusimos de acuerdo para pedir 1500 dólares”, contaba Santana. “Una vez en Australia no me quisieron pagar, así que me fui a casa. Por suerte llegó la Era Abierta y se acabó toda esa hipocresía”.
David se enfrentó a la férrea oposición de la Federación Internacional, que regía la Copa Davis y los Grand Slam. Una primera votación ratificó la división: treinta y tres países se negaron. Pero aunque solo diez votaron a favor, la semilla de la discordia estaba plantada. David, rápido de reflejos, se dirigió a los organizadores de los grandes torneos. Cuando Wimbledon decidió que a partir de 1968 su competición sería Open, la poderosa Asociación de Estados Unidos (USTA, por sus siglas en inglés), se plegó y su Campeonato Nacional se convirtió en Abierto. Roland Garros y Australia —que en un principio se oponían por temor a ser excluidos de la Davis— terminaron acompañando, y así quedó instituida la primera temporada de Grand Slam de la Era Abierta.
Bournemouth constituyó el primer torneo con esta modalidad. “La Era Abierta ha llegado y se le ha confiado a Bournemouth la tarea de sacudir al mundo”, se ufanaba su programa. Mark Cox, un tenista amateur local, fue la sensación. Su actuación demostró que los aficionados podían competir con los profesionales: antes que Laver detuviera su marcha en semis, había vencido a Gonzales y Emerson, estrellas de la práctica rentada. La final —que debió suspenderse por lluvia— fue entre dos potencias australianas, y Ken Rosewall venció a su compañero de giras Laver para llevarse los 2400 dólares del premio. En cambio, la británica Virginia Wade, campeona femenina que era parte del circuito amateur, decidió no aceptar los setecientos veinte que le correspondían: temía que la declararan profesional.
Seis años más tarde, Bournemouth sería escenario de una de las primeras actuaciones profesionales de Guillermo Vilas. En aquella ocasión, el torneo repartió 25.000 dólares y fue ganado por el sudafricano Bob Hewitt, que había dejado en el camino al favorito Ilie Năstase y a Jimmy Connors —como Vilas, aún un joven con poca experiencia— antes de vencer al francés Pierre Barthès en la final. Este, a su vez, había sido verdugo del argentino en la segunda ronda, a la que Vilas llegó después de atravesar la clasificación y ganarle al chileno Patricio Rodríguez en su debut. El partido fue una victoria inapelable para Barthès (0-6, 1-6, 2-6) pero significó, para Guillermo, sus primeros quinientos dólares como tenista. En 1975, ya como uno de los top del mundo, tendría su mejor actuación en el torneo cuando cayó en semis ante Manuel Orantes.
El campeonato de Roland Garros de 1968, disputado mientras en las calles vecinas arreciaban las protestas y los enfrentamientos que caracterizaron el Mayo Francés, fue el primer Grand Slam bajo la modalidad Abierta y repartió unos inusitados 50.000 dólares. La victoria fue, otra vez, para Rosewall, que quince años después de su primer triunfo en el polvo de ladrillo de la capital gala volvía a coronarse campeón.
A las pocas semanas, en Wimbledon, Laver se tomaba revancha de su derrota en la final de Roland Garros venciendo a Tony Roche y embolsando 8000 dólares. En tanto, dos estadounidenses —Nancy Richey en París y Billie Jean King en Londres— fueron las primeras campeonas de Grand Slam de la Era Abierta. Poco después, con la conformación de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP) en 1972 y la Asociación de Tenis Femenino (WTA, por sus siglas en inglés) en 1975, quedaría instaurado el sistema de circuitos que rige hasta hoy.
Hasta principios de los 70, el tenis argentino se concentraba en los clubes. Se trataba de una actividad recreativa de similar impacto a otras disciplinas tradicionales que tenían poca proyección profesional, y no un camino viable hacia el estrellato. Como emergente de una época en la que las cosas estaban cambiando para su disciplina, Guillermo Vilas fue un exponente de las posibilidades que se le abrían al país. Un deportista de su calibre suponía un impacto internacional enorme, con la posibilidad de ampliar el interés popular hasta construir una industria que fomentara el desarrollo sustentable en cuanto a la formación de talentos y el influjo económico para que estos surgieran. Sus triunfos de 1974 tuvieron una inédita repercusión mediática, y su importancia es difícil de mensurar. Pero, como definiera Juan José Vásquez, “en el tenis argentino hay un antes y un después de Vilas”.
La clave del éxito de Vilas, y de su proyección a la categoría siempre difusa de ídolo popular no estribó tanto en su talento como deportista —aunque, por supuesto, este fuera fundamental— sino en una parte habitualmente poco valorada de su carácter. Fueron su carisma, su fotogénica figura y su historia de superación las que lo convirtieron en un personaje magnético. Su revolución no fue ser tenista: su acto transgresor fue serlo mientras le permitía al público argentino relacionarse con su personalidad de una manera íntima, casi fraternal.
Así el tenis llegó a disponer de amplios espacios en las secciones deportivas de diarios y revistas. Surgieron programas exclusivos en radio y televisión que mostraban la actualidad de la disciplina, libros de divulgación que la explicaban y medios especializados que diseccionaban sus particularidades. El impacto sobre la industria fue vertiginoso: se construyeron complejos de canchas, se abrieron centros de enseñanza municipales y privados, y proliferaron los negocios que vendían artículos para la práctica del tenis, lo que posicionó a esta rama de la indumentaria deportiva como la primera en ventas a nivel país. La inversión publicitaria creció de manera exponencial, y así empezaron a surgir los primeros espectáculos —como por ejemplo torneos amistosos— que tenían como centro la visita de estrellas internacionales del deporte.
A mediados de la década siguiente, junto con Claudio Aisenberg encaramos una investigación para el diario Clarín que reveló los números de aquel suceso. Se calculaba que en los 80 entre un millón y medio y dos millones de personas jugaban al tenis en Argentina, mientras que la construcción de espacios para la práctica había aumentado en un 1000% en los diez años anteriores.
Solo en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires se levantaron unos 220 complejos privados, que se sumaban a las 1200 canchas ya existentes en los clubes y a 65 que se encontraban en centros municipales. De las cerca de cien empresas dedicadas a la indumentaria, las firmas líderes en calzado deportivo estimaban la venta de cuatro millones de pares de zapatillas de tenis al año.
Roberto Machado resumía el fenómeno en cifras. “Hace quince años vendíamos tres raquetas. Ahora vendemos doce por día. En el mejor año de la campaña de Vilas, recuerdo que nos quedamos sin stock. Fue impresionante”. “Es posible que el boom hubiera llegado de todos modos como consecuencia del auge internacional del tenis. Pero el proceso se aceleró”, afirmaba Oscar Leoncini, director de la empresa que comercializaba la marca Head.
A partir del boom Vilas surgió una industria que aparecía como una de las más potentes del deporte argentino. A principios de los 70 el tenis comprendía un 10% de las ventas de una casa de deportes. Diez años después, ese índice trepó entre el 55% y el 70% en Capital y Gran Buenos Aires. Con un agregado elocuente: la apertura de locales dedicados solo al tenis. Algunos, incluso, a rubros específicos como el encordado de raquetas.
El caso de la indumentaria merece un espacio especial. Con la ayuda de una tendencia global en la que la ropa deportiva comenzó a usarse como moda de tiempo libre, creció la venta de remeras, shorts, polleras y pantalones. Pero también se registró un auge en la compra de vinchas, portarraquetas, medias, canastos y carros para pelotas, máquinas lanzapelotas, encordados y grips, sugiriendo que la práctica deportiva iba en franco aumento.
Sin embargo, el artículo de mayor éxito en aquel momento fue el calzado: durante 1986, una firma líder facturó 80 millones de dólares en zapatillas. Cincuenta de ellos correspondieron al tenis. En ese momento, cuando la carrera de Vilas declinaba, la aparición de Gabriela Sabatini —otra figura fresca, talentosa y carismática— potenció el desarrollo del deporte y acercó aún más a la mujer a jugarlo.
“Me dicen ‘esto es gracias a vos’, y yo no soy tan consciente de eso. Supongo que debo haber influido, pero como la gente me lo dice tanto, debe tener razón”, le decía Vilas al periodista Jorge Búsico. “Cuando empecé a ganar no estaba acá. Entonces la construcción de canchas me parecía algo normal”. Tuvo que pasar un tiempo para que el ídolo, ya afincado de vuelta en su país, pudiera ver el impacto que había generado ese éxito cosechado a la distancia: “De repente cuando uno empieza a ir por todos lados y ve canchas en lugares donde nunca se iba a imaginar que llegaría el tenis, y llegó, razona un poco más”. En 1988, el propio Búsico situaba la cifra de argentinos que jugaban al tenis en tres millones, casi un 10% de la población de entonces.
Ya pasó mucho tiempo y la industria sufrió los mismos vaivenes que la economía y los cambios sociales del país que la alberga. Sin embargo, y aunque la oferta deportiva también se diversificó, la vitalidad del tenis no decrece. Los organizadores y promotores de grandes espectáculos —otra industria que se fue transformando— oscilan, de acuerdo a la época, entre dos ítems centrales: la situación económica y el nivel del tenis nacional.
Vilas instaló al tenis argentino en el más alto plano internacional. Tuvo un destacado escudero, José Luis Clerc, que acompañó sus últimos años. Cuando ambos se marcharon, una nueva generación con Martín Jaite, Guillermo Pérez Roldán y Alberto Mancini como principales exponentes se acercó al top ten. Pero la explosión la protagonizó Gabriela Sabatini, que ayudó a popularizar el tenis femenino en nuestro país. Pero si ellos pudieron ver, y en algunos casos acompañar, a Vilas, una camada posterior lo tuvo como ícono. Fue entonces cuando “La Legión” puso tres de sus representantes en semifinales de Roland Garros (Gastón Gaudio, Guillermo Coria y David Nalbandian en 2004), gritó en el Masters (de nuevo Nalbandian, en 2005) y el US Open (Juan Martín del Potro, en 2009) ante la leyenda Federer y coronó, en noviembre de 2016, el sueño de todas las generaciones del tenis argentino con la conquista de la Copa Davis en Zagreb.
El nombre de Guillermo Vilas fue inspirador para todos ellos. También para millones de aficionados, esos que simplemente jugaron y juegan por placer, aquellos que eligieron el tenis como su pasatiempo, tal vez imaginándose ante cada golpe que son, un poco, “el Willy” de las grandes batallas.
Anticipando su retiro en El Gráfico, Ernesto Cherquis Bialo ya lo había imaginado en ese rol: “Él es Guillermo Vilas, algo más que un jugador: un precursor. En la esperanza y en la frustración lo guiará su amor por el tenis, impulsado por la misma obsesión que lo acercó a la gloria. Un domingo cualquiera, bajo un cielo lejano, enmudecerán por un instante las redacciones y preguntarán los aficionados ¿quién ha muerto? Responderemos: nadie ha muerto, un grande del deporte, un maestro del tenis, decidió que su anatomía se retirara de las canchas a pedido del cansancio de sus huesos. Pero su espíritu, su alma, seguirán allí. Mientras tanto, que juegue todo cuanto quiera. Quienes construyen sus amaneceres son dueños de sus crepúsculos”.
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