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Francisco Comesaña con LA NACION: la libretita del frontón, el inglés como presagio, vivir solo con 16 años, miedo a ir preso y cómo recuperar la sonrisa
Una charla profunda con el tenista marplatense que este año ingresó en el top 100 y ganó sus primeros partidos en los Grand Slams
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Fue un sábado. Agustín Comesaña volvió a su casa, en el sur de Mar del Plata, después de jugar al pádel, entró en el garaje y vio a Francisco, uno de sus hijos, junto con uno de sus mejores amigos del colegio Gutenberg empuñando paletas playeras, dibujando garabatos en el aire. Habían armado una suerte de canchita de tenis con dos banquetas y un palo de escoba.
-’¿Qué hacen, chicos?’.
-’Me voy a jugar al tenis, pa. Me invitó Fran’ (los Comesaña vivían a pocas cuadras del Edison Lawn Tenis, el club creado por Horacio Zeballos padre; “Fran” era Francisco Arán, que ya iba a esa escuelita desde hacía un tiempo).
-’Bueno, bárbaro. Vamos que los llevo’.
Agustín subió a los chicos en el auto, acomodó unas prendas de ropa en el baúl (se dedicaba –se dedica- al rubro textil) y fueron al club. Los “Fran”, de seis años, entraron rápido en la cancha 1 y empezaron a imitar lo que les decían los profesores. Los padres, mientras, seguían lo que ocurría a la distancia, desde la terraza. El chico “nuevo”, Francisco Comesaña, hacía casi todo en forma natural y coordinada. Zeballos (p.) le tiraba pelotitas y él respondía; una y otra vez, de un lado y del otro. En un momento, el papá del actual número 1 del mundo en dobles giró hacia los padres y preguntó: ‘¿Los familiares del chico de camperita naranja están acá?’. ‘Sí, soy el papá’, respondió Agustín. ‘¿En qué club juega el nene?’, se interesó. ‘No… en ninguno’. Zeballos insistió: ‘¿Estamos hablando del mismo nene, del que tiene campera naranja? Pero jugó en un club, ¿no?’. ‘No, no; por primera vez tiene una raquetita verdadera en la mano, la que le diste vos antes de entrar a jugar’. Dicen que el Horacio mayor miró de nuevo al papá de Comesaña con desconfianza, creyendo que le estaba mintiendo.
Desde aquel sábado, el tenis se convirtió en la gran pasión del actual número 102 del ranking (87° en mayo), un jugador que llegó a julio pasado con cinco títulos individuales en Challengers (la segunda categoría profesional) pero sin experiencia a nivel ATP y, sin embargo, se destapó ganando sus primeros partidos en la elite directamente en Grand Slams: dos en Wimbledon y dos en el US Open. También jugó al fútbol, Francisco (en el club San Isidro de su ciudad); pero a los nueve años, después de que le pegaran una patada que lo hizo temblar, dejó. No quería que nada obstaculizara su vínculo con el tenis.
“Nací en Mar del Plata. Me crie en Punta Mogotes. Mis viejos (Agustín y Adela) siempre fabricaron ropa; hoy de nieve, antes de surf. Me encantó la competencia del tenis desde el principio y avancé bastante rápido. Pasaba muchísimas horas en el frontón del club, del Edison. Horacio padre nos daba una libretita en la que decía la cantidad de golpes que había que hacer: 200 drives, 200 reveses, 100 voleas de drive, 100 de revés… Empecé a competir en los torneos internos, pasé a los regionales y, a los 8-9 años, pasé a algún Grado 4. Si bien cada vez que perdía era un escándalo, porque lloraba, gritaba, rompía todo… me gustaba seguir jugando”, le cuenta Comesaña a LA NACION, con la sonrisa amplia y genuina que lo suele acompañar y marca el termómetro de su ánimo.
Hoy, a los 23 años, está disfrutando de un sueño que alimentó desde chico: “En la primaria, después de tercer grado, me cambié de colegio porque era doble escolaridad y salir tarde no me servía para el tenis. En el colegio nuevo, el Sagrada Familia, cerca del puerto, salía al mediodía, mi mamá me esperaba con la comida, comía en la camioneta y de ahí me iba al club a entrenar. Y los fines de semana iba desde temprano al club y ya me quedaba hasta tarde. A los 9 años dejé de jugar al fútbol. Me acuerdo del último día. Estábamos entrenando, un compañero me pegó una patada muy, muy fuerte, salí renqueando y, así de chico, le dije a mi mamá: ‘Hasta acá llegué’. No me servía salir lastimado y que me doliera para jugar al tenis, que era lo que más me gustaba hacer”.
El “Chino”, el “Nene” o el “Tiburón”, como le gusta que lo apoden ahora ya que el mote “reúne un poco de todo” (sus orígenes en la ciudad balnearia y el apodo de Aldosivi, club del que es hincha), fue incorporando horas de ensayos en el court (también en el frontón). A los diez años tuvo una curiosa reacción frente a la TV que serviría de presagio: vio el recordado spot de un partido benéfico en el que Roger Federer y Rafael Nadal se tentaban de la risa repitiendo la letra una y otra vez; ingenuamente, le llamó la atención que el español hablara en inglés y se los comentó a los padres. ‘Sí, Fran, ese es el idioma universal’, le respondió papá Agustín. ‘¿En serio? Entonces quiero empezar a estudiar inglés’, retrucó Francisco. A los pocos días lo inscribieron en un instituto de idioma.
“Arranqué de chiquito a estudiar inglés. Quise hacerlo porque sabía que era fundamental y veía a los tenistas hablándolo cuando les hacían notas. No me costó aprender. En el colegio era aplicado y prestaba atención porque no me gustaba sentarme a leer; entonces, escuchaba y no perdía tiempo. Además, tenía muchas ausencias por el tenis y si encima me iba mal y tenía que estudiar… era menos tiempo para ir al club. Mi familia incentivó que hiciéramos deportes, pero sin obligarnos. Mi hermano (Valentín) pasó por varios deportes, pero ninguno lo apasionó y se dedica al arte, a bailar, a cantar”, relata Comesaña durante un soleado mediodía porteño, en la academia del entrenador Sebastián Gutiérrez en el Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA), grupo de trabajo al que se unió desde hace un año y medio y que lo potenció (allí también se entrenan Sebastián Báez, Solana Sierra y Bautista Torres, entre otros).
A Comesaña nunca le afectó la invasión turística que recibía su ciudad durante los veranos; al contrario, la disfrutaba yendo a las nutridas playas con sus amigos. A los trece años, en febrero de 2014, totalmente involucrado en el tenis, fue alcanzapelotas en la serie de Copa Davis en la que Italia venció 3-1 a la Argentina en el Patinódromo marplatense (“Fue increíble escuchar los mismos cantos que veía por la tele, pero estando adentro de la cancha, con los jugadores”). Fue en 2017, con 16 años (todavía en edad de junior), cuando dio un paso fundamental en su búsqueda de ser tenista profesional: se mudó a la Ciudad de Buenos Aires para vivir en el CeNARD y, en junio de esa temporada, empezó a competir en profesionales, en los (ex) Futures.
“Mudarme acá para tener rodaje y contacto con más jugadores fue un indicio de lo que quería. Siempre fui bastante independiente, no soy de extrañar y no me costó el desapego. Además, en el CeNARD, al haber tantos chicos de mi edad y en la misma sintonía, el ambiente era bueno. A veces los fines de semana eran más complicado porque muchos se iban para sus casas. Pero igualmente nunca me pasó de llorar y querer volver a Mar del Plata. Aguanté bien”, describe.
Claro que la pandemia interrumpió su evolución. “En 2020 jugué hasta marzo, pero se cortó y nos tuvimos que ir todos del CeNARD. Dejé de entrenar con el Toto Cerúndolo y volví a Mar del Plata. Si bien vivimos momentos complicados, en casa teníamos un mini gimnasio en el que pude seguir entrenando fuerte en lo físico”, rememora Comesaña. Cuando se empezaron a abrir las fronteras se sumó al viaje por Francia que habían planificado Seba Báez y Gutiérrez para jugar partidos y entrenarse. En septiembre volvió a jugar oficialmente (en un Future en la República Checa), pero se lesionó en la muñeca derecha y no pudo regresar a la competencia hasta marzo de 2021. Hoy celebra haber jugado un puñado de ATP en el año y hasta el cuadro principal de dos Grand Slams, pero no siempre fue así, claro; su desarrollo en el profesionalismo tuvo obstáculos y experiencias tragicómicas que lo hacen valorar mucho más el presente.
En agosto de 2019 jugó un torneo en Irpin, que después sería una de las ciudades de Ucrania asediadas por los rusos en su intento por rodear Kiev desde que estalló la invasión desde el Kremlin en febrero de 2022. “Fuimos con Andy Dellatorre (como entrenador). En esa misma gira fuimos a Ystad, en Suecia. Son lugares en medio de la nada, que mueren a las seis de la tarde. En Ystad nos alojamos en una casa compartida: teníamos la habitación y pasaba un tren al lado; pegado, pegado... A las 6-7 de la mañana se sacudía toda la habitación”, sonríe Comesaña. Y sigue: “No tenía ni señal de teléfono. Encima puede pasar que llegás hasta ahí y perdés en primera ronda; te querés morir, la pasás muy mal y hay gente que no se levanta, eh... Hay que estar fuerte de la cabeza”.
De todos modos, Comesaña pocas veces sintió tanto temor como en agosto de 2021, cuando cruzó caminando la frontera desde Serbia a Rumania (junto con su buen compañero de ruta, Mariano Navone, actual 42° del mundo). “Jugamos un torneo en Serbia, un auto nos dejó en la frontera, hicimos migraciones, agarramos la valija, caminamos 200 metros, estaba la frontera de Rumania, hicimos migraciones... pero hubo un problema -relata-. Mis firmas del pasaporte y del documento no eran iguales y mi foto era de 2012, de cuando tenía once años. Me decían que no era igual, que no era yo. Me hacen firmar una hoja en blanco y tampoco coincidía con la del documento. En el pasaporte estaba la firma de mi mamá, no sé por qué. Cuando hacen la comparación de las firmas eran todas distintas. Un policía me hacía señas como que iba a quedar preso. Pero ahí me salvó Navone, que saltó y dijo: ‘Cuando sos menor de edad en Argentina firman tus padres’. Recién ahí dijeron ‘ok’ y pasamos”.
Las anécdotas recuperadas del baúl de los recuerdos difieren con lo que está viviendo ahora. Haber jugado en Wimbledon (y llegar a la tercera ronda eliminando, entre otros, al ruso Andrey Rublev, sexto preclasificado) fue un deleite. “Tuve un ratito para sentarme, mirar a mi alrededor y decir: ‘Mirá dónde estoy’. Pero no pude emocionarme mucho porque estoy trabajando en sentirme parte de ese lugar y quiero estar muchos años ahí”, dice, enfocado. Pero confiesa: “Nunca había jugado en césped. Recién la semana anterior había pisado una cancha así por primera vez, en Eastbourne. Me pareció divertido; no fui pensando en que no podía jugar. Lo tomé como un desafío. Perdí en la primera ronda de la qualy pero me sirvió para aprender a moverme, ya que era muy distinto (al polvo de ladrillo): había que moverse con pasos cortos, estar en una posición más baja... Llegué a Wimbledon sintiéndome bien, sacando bien, pegando bien el revés con slice… me gustaba. Estaba entrenando cuando se hizo el sorteo del cuadro y me salió Rublev. Al principio me puse nervioso. Pero esa semana, estar en una casa con Guti y con todo el equipo, me sirvió; hizo que todo fuera más dinámico. Nos cocinábamos, jugábamos al fútbol en el patio y la fuimos llevando”.
“Sabía que contra Rublev iba a estar en una cancha grande -apunta-. Nos pusieron en el estadio número 2. Cuando nos llamaron para el partido, justo antes de entrar, se largó a llover, entonces nos quedamos en un mini vestuario hasta que parara. Pude mantenerme enfocado y después, bueno… gané un partidazo (6-4, 5-7, 6-2 y 7-6 [7-5]). El público, al principio, teniendo en cuenta que ni me conocía, fue medio frío, no había muchos aplausos. Después la gente se prendió más y terminé ganándomela, je. Un público muy distinto al del US Open, obviamente. En el Louis Armstrong (cuando el mes pasado perdió con Taylor Fritz en la tercera ronda), por ejemplo, estaba por sacar y escuchaba a la gente hablar a los gritos. Un bullicio impresionante. Pero lindo también”.
En el último Abierto estadounidense, precisamente, se dio el gusto de invitar a sus padres con pasajes, estada y entradas y, además, de festejar el éxito en la segunda ronda (ante al francés Ugo Humbert) el mismo día del cumpleaños de su mamá: “Había hablado con mi papá de que si entraba en el cuadro principal quería pasar el cumpleaños de mi mamá en familia. Entré a último momento, hicimos una llamada sorpresa y se emocionó cuando le dije. Y después justo coincidió que en su día jugué la segunda ronda, un partido durísimo, lo gané... Me tiré al piso, pero me puse rápido de pie porque la miré a mi mamá y estaba llorando, como siempre, je. Saludé a mi rival y le fui a dar un abrazo a ella”.
Quienes rodean a Comesaña aseguran que se caracteriza por ser muy alegre, con una expresión simpática. “En un momento de mi vida la sonrisa se me borró, pero desde hace un año y medio, aproximadamente, recuperé esa alegría que me hace jugar mejor al tenis y volví a disfrutar más allá de que muchas veces sufrimos en la cancha y no es lindo perder”, argumenta el marplatense que, desde el lunes próximo, será uno de los máximos favoritos en el Challenger 75 de Buenos Aires, en el Racket Club (luego, en la semana del 7 de octubre, tiene planificado actuar en el Challenger 100 de Villa María, Córdoba).
Todavía necesita sumar puntos que le permitan garantizarse el ingreso en el Abierto de Australia, en enero próximo. Pero encara el proceso bien cimentado. “Miro hacia atrás, me miro ahora y siento que hice un cambio grande desde la madurez. Aprendí a expresarme sobre lo que me pasa dentro y fuera de la cancha. Antes no tenía un lugar para sentarme a charlar cosas más profundas, como ahora; era la pelotita de tenis y nada más. Y muchos partidos se ganan charlando de cosas personales. Me falta mucho todavía, pero me siento distinto”, explica Comesaña, que comenzó la temporada siendo 124°. “En los torneos grandes no me sentí lejos de mis rivales. ¿Qué quiero de ahora en más? Jugar los Masters 1000, los Grand Slams, los ATP… seguir jugando al tenis como ahora, disfrutando, sonriendo adentro de la cancha. Habrá que bancarse los momentos difíciles. Pero quiero seguir jugando al tenis así. Me gustaron los desafíos grandes y me quedé con ganas de jugar mucho más a este nivel”.
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