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Cómo era seguir a Gaby Sabatini por el circuito, el amor del público y un don que la acerca a lo que es hoy Roger Federer
La chiquita era cosa seria. Con 14 años recién cumplidos, Gabriela Sabatini había ganado Roland Garros junior. Sí, la categoría que permite jugar hasta los 18. Con un pañuelo como vincha, pelo más bien largo, flaquita. Introvertida como pocas, de esas que esconden la mirada. Tres sets (6-3, 5-7 y 6-3) para doblegar a una de sus grandes rivales de esos tiempos: la búlgara Katerina Maleeva, la Maleeva del medio de tres hermanas tenistas (Manuela y Magdalena eran las otras). Fue el primer título junior del tenis argentino en el Grand Slam más preciado por los jugadores de nuestro país. Ese año, 1984, salieron campeones Ivan Lendl (le dio vuelta el partido y le ganó en cinco sets a John McEnroe) y Martina Navratilova (derrotó a su archirrival Chris Evert).
La revolución Gaby estaba en marcha. Su vida empezaba a cambiar drásticamente. Seguía siendo una adolescente, y no eran estos tiempos de libertades más elastizadas. La Argentina, con Raúl Alfonsín como flamante presidente, acababa de salir de la dictadura y se estaba desperezando en muchas cosas. Sus padres debían tomar decisiones. Una, la principal, fue acompañarla siempre por el mundo. Sean Osvaldo y Beatriz, o más adelante Osvaldo hijo. Gabriela tenía otra aliada de fierro: la tucumana Mercedes Paz, también tenista y cuatro años mayor. Todos contribuyeron en la contención, en la formación de un talento que asomaba. Sin dejar de ser Gabriela, la chica humilde y tímida de Villa Devoto, la de los golpes mágicos y frescura.
Al año siguiente, Sabatini pasó de la cancha 2 y 3 de Roland Garros y de ser vista por 200, 300 personas, a la central. Ya en mayores. Con frescos 15: casi siempre los cumplía en Europa (nació un 16 de mayo), en la gira previa al abierto francés. La gente ya no quería ver a la campeona junior de 1984, sino al "monstruito" que dos meses antes, todavía con 14 y en la arcilla de Hilton Head, un domingo le dio vuelta el interrumpido por lluvia partido de cuartos a Pam Shriver a la mañana, al mediodía le ganó a Manuela Maleeva y a las 4 de la tarde jugó la final con Chris Evert.
El jueves de la segunda semana de Roland Garros 85 ya no quedaban argentinos en los cuadros (arrancaron 12 representantes, entre ellos, Guillermo Vilas, José Luis Clerc y Martín Jaite, que llegó a cuartos). Salvo Gabriela, que ese día entró en la cancha central para jugar la semifinal con Evert, N° 2 del mundo, con 30 años y 16 títulos de Grand Slam ganados. Todos hablaban de Sabatini cuando todavía eran tiempos del clásico Navratilova-Evert. Cayó en dos sets ante más de 15.000 personas y la sala de prensa reventó de curiosos. La "chiquita" iba en serio.
Doce años después de aquel, su primer Grand Slam, y con 27 títulos ganados, incluidos el US Open 1990 y los Masters 1988 y 1994, Sabatini le puso final a su carrera siendo todavía muy joven: apenas 26. Había empezado a sufrir el tenis más que a disfrutarlo. Pero nunca se apartó de su esencia: el respeto, la introversión, la sencillez. Se fue haciendo mujer quizá sin tomar dimensión de lo que era como persona, como deportista, como ejemplo. Su entorno familiar fue criticado por cómo se cerró y la cobijó en su carrera. ¿Quién está preparado para guiar a un hijo que cambia tan drásticamente de estatus? Sus padres y su hermano fueron simplemente familia, actuaron como tal. Y Gaby nunca dejó de ser ella.
La final con Seles en Roma 92
Seguirla por el circuito tenístico durante aquellos años sin celulares ni redes sociales permitió comprobar la admiración, el cariño y el respeto que le tuvieron en cada lugar del mundo donde paseó su figura. Amada en Roma (en toda Italia, por su descendencia), transformó en "Gabylandia" la cancha central del Foro Itálico. Amada en Nueva York, en Londres, en Miami. ¡En Alemania, a pesar de que competía con la mismísima Steffi Graf! Si hasta su línea de perfumes era un suceso en tierra germana. El público no gritaba "Roger, Roger", como pasa hoy con Federer, pero cuando jugaba Gabriela había un magnetismo especial, algo que irradiaba desde la cancha. No fue carismática desde sus expresiones, pero lo que transmitía era bastante parecido a eso.
Una noche en Roma, tras vencer en gran actuación a la serbia Monica Seles en la final de 1992 (7-5 y 6-4), invitó a la cena de festejos al periodismo argentino que la seguía: es que Gabriela garantizaba presencia nacional en las instancias decisivas de cada torneo que jugaba. Y lejos de alardes, actuó como si fuera una invitada más. Sin dejarse llevar por la nube de elogios después de derrotar por segundo año seguido (6-3 y 6-2 había sido en 1991) en el Foro Itálico a la N° 1 del mundo. Se ponía tan colorada como el atuendo que vestía.
En las ruedas de prensa, luego de las preguntas en inglés, la charla con los argentinos transitaba por distintos niveles. Hubo un tiempo, sobre todo tras aquel fatídico partido con Mary Joe Fernández en Roland Garros 1993 que perdió increíblemente y tras el cual empezaron sus vaivenes deportivos, en el que su saque era un karma. Diez, doce, doble faltas por partido. Un tormento. Cuando se le preguntaba por ello, su expresión se desfiguraba. Pero enseguida surgía el colega del "escuadrón fraterno" que le tiraba una soga con un "Gaby, ¿ya fuiste de compras?".
Otra noche de Grand Slam, cuando uno tras otro los argentinos fueron saliendo despedidos de los cuadros y nuevamente Sabatini asomaba como la única que iba a pasar el primer fin de semana, una voz reflexiva soltó la frase: "¡Ya la van a extrañar cuando no esté!". Y si bien años más tarde irrumpió la Legión, instaurando una nueva era en el tenis argentino, nada más cierto que aquella sentencia de Osvaldo padre: aún hoy se la sigue extrañando. Dicen que "la chiquita" está llegando a los 50. Pero no debe ser cierto.
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