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Sobrevivir al horror, y el deporte como aliado
Fred Sasakamoose tenía seis años cuando en 1940 fue separado de su familia en la reserva india Ahtahkakoop Cree, provincia de Saskatchewan, en Canadá. Tres hombres blancos lo tiran dentro de un camión. En la escuela religiosa St. Michael’s, en Duck Lake, su nuevo destino, le recortan trenza y le cambian la ropa india. No es más Fred. Es el número 437. Cada vez que habla Cree, su lengua india, los sacerdotes lo desnudan y lo dejan atado. Lo golpean con cinturones, puñetazos y patadas. Supuestamente, es violado por los mayores. Fred Sasakamoose es uno de los 150.000 niños que Canadá arrancó de sus familias entre 1880 y 1990. Asimilación forzada. En los dos últimos meses, se descubrieron más de mil tumbas en tres escuelas residenciales que administraba la Iglesia Católica durante el período colonial británico. Los niños indios muertos serían por lo menos quince mil. Fred Sasakamoose es un sobreviviente de aquel horror. Hizo historia como supuesto primer jugador aborigen de la NHL, la poderosa Liga Nacional de Hockey sobre patines de Estados Unidos. A Fred lo salvó el deporte.
En 1946, el equipo de hockey de niños indios formado en la escuela por el padre franco canadiense Georges Roussel y liderado por Fred gana el campeonato de Sub-13 a los niños blancos de Saskatchewan. La escuela celebra. Fred no. “¿Cómo podíamos sentirnos victoriosos en ese lugar? Nos habían cubierto de cicatrices. Habían destruido una parte de nosotros. Mi única victoria verdadera en St. Michael’s fue haber sobrevivido. Volver a casa”. Volvió casi una década después. Comenzó a trabajar en el campo para un hombre blanco. Tres dólares al día. Hasta que una tarde aparece el padre Roussel con otro hombre blanco, grandote, George Vogan. Le prometen al padre de Fred que en dos semanas estarían de vuelta. Eran más de cien niños a prueba en el equipo de Canucks, en Moose Jaw. Todos blancos. “Y yo avergonzado de ser indio”.
A las dos semanas exactas, Fred se escapó. Caminó cuarenta y cinco kilómetros. Vogel lo detuvo en la ruta. Le dijo que le daría cincuenta centavos por día (“podías comprar un refresco y dos helados”) y que, si el club no daba el okey, a las dos semanas lo llevaría a su casa. “¿Ves ese arco iris?, le preguntó Vogel. “Caminaremos ese arco iris juntos. Al final hay una olla de oro. Eres tú”. Fred jugó cuatro temporadas en Canucks. En 1953 fue fichado por Chicago Blackhawks. El ingreso a la NHL. El arco iris.
Su condición de “jugador indígena” ya había sido aprovechada en Moose Jaw. Ceremonias que en rigor eran puros trucos publicitarios. La ley prohibía a los indios menores de veinte años salir de Canadá sin escolta. Su escolta en Chicago es un entrenador blanco. En Nueva York lo llevan a un estudio de radio. Le regalan puros, una radio a transistores y le piden que diga alguna palabra en Cree. En Toronto, lo entrevista el célebre Foster Hewitt, cuyas trasmisiones él seguía los sábados por la noche en la escuela St. Michael’s. “Foster, le dice Fred, mi nombre es Sa-sa-ka-moose”. Foster jamás logra pronunciarlo bien.
La franquicia tiene su peor temporada. A Fred, camiseta número 21, no le pasan el disco. Y a los once partidos, sin goles, sin asistencias, y final de temporada, decide volver a casa. “No importaba el dinero ni la gloria, quería mi hogar”. El club le dice que no puede irse. Que es su propiedad. “St. Michael’s también me había considerado su propiedad. Los Hawks me estaban tratando como un niño de una escuela residencial. Allá era el número 437, aquí el 21”. Fred se va igual. Se enamora de Loretta (su pareja desde hace casi setenta años) y no vuelve más de Saskatchewan.
En los Juegos Panamericanos de Winnipeg 1967, adolescentes aborígenes de escuelas residenciales corrieron ochocientos metros con la antorcha, pero fueron frenados justo al llegar al estadio. El tramo decisivo fue para un niño no aborigen. La periodista canadiense Laura Robinson me contó la historia en 2002 en Copenhague. De niños, esos corredores habían sufrido en las escuelas tortura y violaciones. Aislamiento y pérdida. “No eran escuelas residenciales, eran prisiones”, escribió ayer mismo en The Guardian la poeta Erica Violet Lee. “¿Qué pueden hacer la Iglesia Católica y el Estado canadiense para reparar lo irreparable?”. Familias partidas. Y tierra apropiada.
En 2015, una Comisión de la Verdad y la Reconciliación creada por el gobierno estableció que en esas escuelas hubo un “genocidio cultural”. Las tumbas descubiertas en los últimos meses sacudieron definitivamente la buena conciencia de los canadienses. Día a día saltan nuevas denuncias. Abusos sexuales de las autoridades religiosas. Horrorosos experimentos de los médicos. En las últimas semanas una veintena de iglesias fueron vandalizadas. Se derribaron estatuas de las reinas Victoria e Isabel II. “Canadá -escribió Tara Sutton- ha perdido su halo”.
Después de más de siete décadas, Fred Sasakamoose, ya distinguido en los últimos años, contó su historia en un libro (“Call me Indian”) y él también declaró, mínimo, ante la Comisión gubernamental. La Comisión elevó al gobierno casi un centenar de recomendaciones. Una de ellas se refiere al hockey: dice de qué modo el deporte puede ayudar a la reconciliación.
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