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Si “la pelota no se mancha”, gana el fútbol
“A veces, cuando ganas, realmente pierdes. Y, a veces, cuando pierdes, realmente ganas”. Gloria Clemente (Rosie Pérez) habla con su novio, Billy Hoyle (Woody Harrelson). Billy acaba de ganar, pero Gloria está enojada. Le había avisado que no debía jugar más. Remata su reflexión: “Ganar y perder es un fármaco del que uno extrae la sustancia que necesita”. La frase, una de las más citadas en la historia del cine y deporte, corresponde al filme “Los hombres blancos no saben saltar” (White Men Can’t Jump, 1992). Billy “ganó”, pero pierde. Gloria lo deja. Ron Shelton, guionista y director, usa al deporte para hablar de la vida. Fue jugador. Y sabe que, cuando comienza la acción, el cine ya no puede competir. Es lo que sucedió el domingo pasado en la definición del campeonato. El fútbol como narrativa única. Un drama en vivo y en directo. Superior y más creíble que cualquier trama de Hollywood.
Sin embargo, terminada la acción, el guión del fútbol real pierde credibilidad. Porque engaña a ganadores y perdedores. Boca fue otra vez campeón, pero sabe que será difícil seguir acumulando títulos jugando así. Y Racing, que vivió descenso, quiebra, gerenciamiento y 35 años de sequía, sabe también que el domingo, como afirmaron algunos, no sufrió exactamente “la mayor vergüenza de su historia”. Que un penal fallado (eso fue lo que definió el título entre uno y otro) no anula de ninguna manera su búsqueda por un fútbol mejor. Su intento permanente de protagonismo en medio de tanto repliegue colectivo.
Boca fue superior con menos. En ningún lado está escrito que el fútbol debe ser justo. Gana el que hace un gol más que el rival. Y así lo hizo Boca. Si su vestuario era un cabaret, terminó siendo una roca. Veteranos que dejaron lastimados la batalla llorando y pibes que los reemplazaron dispuestos a comerse al rival. Boca Made in Riquelme. Cinco títulos nacionales sobre siete posibles. Reserva bicampeona. Mujeres campeonas de la Liga y finalistas de la Libertadores femenina. La Bombonera a sus pies (y la Libertadores pendiente).
Hollywood buscó alguna vez explicarnos al deporte moderno a través de “Moneyball”, una película de 2011 que cuenta la historia de Billy Bayne (Brad Pitt), un gerente que, aliado con un economista de Yale, construyó el éxito de su equipo (Oakland Athletics) utilizando estadísticas heterodoxas para fichar talentos desconocidos a bajo costo. “Nunca permitas que la realidad te joda una buena historia”. La frase, célebre en viejas redacciones de diarios, sirve para contar que, en rigor, la bonita historia de “Moneyball” omite justamente estadísticas que desmienten el “genio” de Bayne. No hay libritos únicos que garanticen triunfos. Boca, más allá de ironías al “mate y asado”, se aferra a un viejo concepto de presencia, pertenencia e identidad con el club. Y de resistencia al marketing que exigía refuerzos. Agustín Rossi reemplazó a Esteban Andrada. Y Luca Langoni a Ezequiel Zeballos. Debutan 31 pibes más. “Moneyball” en Boca Predio.
Al guión del domingo no le faltó nada. Mejor aún, el juego real fue una respuesta hermosa al juego hablado. No creo que esa fecha final erija al fútbol como modelo, porque la pelota también tiene historia difícil y demasiadas zonas grises. Pero, cuando el juego aparece en toda su magnitud, el fútbol suele ofrecernos una versión más generosa del mundo. No hablamos de belleza. Y tampoco hablamos solo de la emotividad. Hablamos de dignidad. La de Independiente que hizo temblar a Boca en la Bombonera. Y la de River contra Racing. Los cuatro a la altura. “Clubes grandes” no por sus títulos, sino porque tuvieron grandeza. Para ganar y para perder. El grupito que pidió “ir a menos”, algunos con micrófono incluido, quedó expuesto. ¿En serio la grandeza del River de Gallardo podía opacarse si terminaba dándole el título a su eterno rival? ¿Y la de Independiente si se lo daba a Racing? ¿Por qué reproducimos semejante estupidez? El fútbol no es patrimonio de ese grupito, por ruidoso que sea. Y tampoco es patrimonio de un club, por grande que sea. Diego Maradona lo graficó mejor que nadie: “La pelota no se mancha”.
En “Los hombres blancos no saben saltar”, Woody Harrelson y Wesley Snipes, protagonistas centrales, sobreviven como pueden con su arte de básquet callejero y estafa. Shelton, el director, también hizo “Bull Durham” (1998), según Sports Illustrated, “la mejor película deportiva de todos los tiempos”. El retiro de Crash Davis (Kevin Costner), un beisbolista que amaba al béisbol más de lo que el béisbol lo amaba a él. Shelton (“un hombre pasa toda su vida tratando de llegar a un acuerdo con su padre”) nos habla del béisbol que “repara nuestras pérdidas”.
Para nosotros es el fútbol. Racing, “el gran perdedor del domingo”, sufre porque además tocan tiempos de discursos individualistas que vomitan odios y desprecian el bien común. Y olvidan que el fútbol, como dijo alguna vez el sociólogo inglés David Goldblatt, sigue siendo ese viejo “lugar raro y precioso” de “rituales colectivos y conversaciones públicas” que “trata de nosotros, no de yo”. Haber preservado el domingo ese espacio común valió mucho más que un título. Fue la gran victoria del fútbol.
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