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En Amsterdam 1928, el nadador Alberto Zorrilla consiguió la única medalla para nuestro país en esa especialidad, pero las circunstancias en las que logró el oro bien pueden resumirse en un dicho popular: "A río revuelto, ganancia de pescador". Es que el argentino, que protagonizó uno de los primeros batacazos olímpicos, sacó provecho de la gran rivalidad que existía entre dos de los grandes nadadores de la época (el tercero era el famoso Johnny Weissmuller, que interpretaba a Tarzán y no participó en los 400 libres para defender el título que había logrado cuatro años antes).
El australiano Andrew Charlton y el sueco Arne Borg tenían una competencia aparte y eran favoritos excluyentes en la final de los 400 metros libre. Pero se preocuparon tanto por cuidarse uno del otro, por medir cada brazada de su oponente directo, que no tuvieron en cuenta la estela que dejaba el hombre de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires en el andarivel número 6. Ese 9 de agosto de 1928, Zorrilla sorprendió a todos y se quedó con un triunfo resonante con un tiempo de 5m1s6/10. El hermano del rey de Suecia no pudo coronar a su compatriota Borg. Las flores y la medalla dorada fueron para un argentino que aprovechó su gran día para quedar en la historia con sólo 22 años.
El 7 de agosto de 1948 se cumplían 16 años de la gran conquista de Juan Carlos Zabala en la maratón olímpica de Los Angeles. Ese día, en Londres, en la mente y el corazón de tres argentinos latía el secreto deseo de homenajear al Ñandú Criollo con una hazaña similar. Eran Delfo Cabrera, Eusebio Guíñez y Armando Sensini. Pero el sinuoso recorrido de la carrera londinense no hacía prefigurar a ninguno de ellos como gran candidato: los indiscutibles favoritos eran el belga Etienne Gailly, los finlandeses Viljo Heino y Mikko Hietanen y el local Jack Holden.
Durante el viaje en barco a Londres, Sensini había sido el que se mostró en mejor estado; tal vez por eso se excedió en la confianza y se sobreentrenó en los días previos, mientras Cabrera y Guíñez mejoraban progresivamente. Fue este útimo quien enseñó el camino en los primeros tramos de la maratón, hasta que lo quebró el avance de Gailly.
El momento clave llegó en el kilómetro 37. Delfo, intacto, alcanzó a Guíñez y le arrebató el quinto puesto. "Negro, ganá vos. Yo ya no puedo", le dijo aquél. Esas palabras llenaron de fe el corazón de Cabrera, que comenzó su arremetida. A Wembley llegó primero Gailly, pero totalmente exhausto. Cabrera, a paso firme, le dio alcance lentamente y lo superó cuando faltaba una vuelta a la cancha, en medio de una ovación. El pecho del argentino cortó la cinta de llegada antes que ninguno, pero además, Guíñez finalizó quinto y Sensini, noveno, en la más notable marca del atletismo argentino en los Juegos.
La historia conoce sobradamente de infelices intromisiones de cuestiones políticas en el deporte. Una de ellas le costó una amarga frustración a la Argentina.
Uno de los mejores representativos de nuestro país para Melbourne 56 era la posta de natación masculina de 4 x 200, que poco antes había quebrado el récord sudamericano. Para esa cita, el entrenador Alberto Carranza seleccionó a los nadadores Domingo Arietti, Pedro Galvao, Pío Rey Pardellas, Federico Zwanck y Jorge Vogt para designar la posta. Aunque era difícil esperar un triunfo, había chances de que el equipo nacional fuera finalista, como en Los Angeles 32, Londres 48 y Helsinki 52. Pero a último momento, una oscura cuña desde el poder político de entonces terminó derrumbándolo todo.
Esos nadadores, como otros deportistas, habían recibido ayuda y regalos del ex presidente Juan Domingo Perón, que les obsequiaba motocicletas Siambretta y artefactos domésticos; además, formaban parte de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios), una entidad adicta a Perón. Algo muy mal visto por la Revolución Libertadora, entonces en el poder, que instruyó al Comité Olímpico para que les impidiera viajar. Para justificar la caprichosa decisión, adjujo que eran atletas profesionales. Poco antes del viaje, el equipo completo de natación –lo completaban Héctor Domínguez Nimo (iba a competir en los 200 m pecho) y Vanna Rocco (100 m espalda)– fue definitivamente separado. Por un absurdo, ellos y el deporte argentino veían frustrada una posibilidad de hacer historia.
Aunque ya habían mostrado las garras más de una vez, las chicas del seleccionado de hockey arrastraban una monótona serie de cuartos puestos (en el Mundial de Utrecht 98 y en la Champions Trophy del año siguiente, también en Holanda) cuando llegó Sydney 2000. Todas, en buena medida impulsadas por la psicóloga Nelly Giscafré, integrante del cuerpo técnico, buscaban apoyarse sobre alguna motivación extra para dar el salto. Y la idea surgió en una reunión: crear un símbolo que les infundiera identidad y fuerza a la vez.
El logo elegido fue una leona, diseñada por Inés Arrondo. ¿El motivo de la elección? Su asociación con el brío y el instinto de protección mutua. A Sydney fueron, entonces, con el dibujo estampado en la camiseta. Pero nadie lo sabía, aún.
Hasta que llegó el momento crítico, en la primera etapa de los Juegos: la impensada derrota ante España 1-0. El sistema de definición obligaba a la Argentina a ganar siempre, de allí en más, para acceder a la final. Y en el partido siguiente, ante Holanda, junto con el logo afloró la mística ganadora. Fue un triunfo por 3 a 1, al que le siguieron los éxitos ante China (2-1) y Nueva Zelanda (7-1). Sólo las doblegó Australia en el duelo decisivo, pero la medalla plateada alumbró un apelativo destinado a perpetuarse: las Leonas.
¿Quién podría imaginar hoy una delegación olímpica dividida al punto de que los grupos enfrentados lleguen a tomarse a golpes? Sería difícil. Pero eso ocurrió con el equipo argentino que fue a Los Angeles 1932, y se debió apelar a una intervención diplomática para superar el problema.
La representación llegó a la sede de los Juegos ya perturbada por el conflicto interno. Un grupo –esgrimistas y tiradores, entre otros– apoyaba como su presidente al Dr. Gaudino; el otro –boxeadores y atletas– sostenía al Dr. Viñas. El equipo de natación era un caso insólito en sí mismo: los nadadores de estilo pecho estaban con Viñas y los integrantes de las postas, con Gaudino.
Durante los días de conflicto la tensión fue tan alta que más de una vez hubo insultos cruzados y grescas. Desde Buenos Aires, la Confederación Argentina de Deportes, conectada con la delegación con los precarios medios de la época, vivía en estado de alerta permanente. "El equipo no tiene ahora ni disciplina ni espíritu de cooperación", decía el despacho del enviado especial de LA NACION.
Después de marchas y contramarchas, días en los que sobrevoló la posibilidad de retirar el equipo y el riesgo de una sanción por parte de la organización de los Juegos, se resolvió poner al frente de la delegación al cónsul argentino en Los Angeles, Dr. Niese. Paradojas del destino: ese equipo cosechó tres medallas doradas, la cifra más alta, junto con Amsterdam 1928 y Londres 1948, lograda por nuestro país.
Juan Carlos Zabala no debió ganar la medalla dorada en la maratón de Los Angeles 32. Si es amante de la historia del deporte argentino no se enoje, pero es absolutamente cierto. Alguna vez lo contó el mismo Zabalita. "El reglamento prohibía la participación de los menores de 20 años, y yo tenía 19. El presidente Agustín Pedro Justo hizo que me falsificaran la documentación".
Antes de los Juegos, Zabala pudo realizar una extensa gira por Europa gracias a una campaña para recaudar fondos que realizó LA NACION. En aquella gira en 1931, logró algunos récords y estuvo a punto de ganarle al genial finlandés Paavo Nurmi. "Yo era un caradura, un atrevido. En un cross country estaba a punto de ganarle, me di vuelta para sacarle la lengua y me pasó".
Pese a que desde la Argentina partió como un gran candidato, en los Estados Unidos pocos consideraban que Zabala podía ganar en la carrera del 7 de agosto de 1932. Su físico, extremadamente delgado, no parecía apropiado para la prueba, pero sorprendió a todos cuando tomó la delantera desde la largada. "No especulé nunca dosificando el paso –le gustaba contar a Zabala–. Y me fastidiaba mucho que en las apuestas nadie me tuviera en cuenta. Por eso le pedí a Alberto Zorrilla (el nadador que había ganado el oro en Amsterdam 28) que apostara todo mi dinero por mí. Le di todo lo que tenía, 500 dólares, y me terminaron pagando a razón de 20 a 1".
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