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La determinación es un signo distintivo en él. Pablo Abal siempre fue así. El, uno de los grandes nadadores que tiene hoy nuestro país, lo demostró desde chico. Como cuando a los diez años, en su primer torneo como federado, terminó segundo, sin tener experiencia. O como cuando, hace seis años, le ofrecieron dejar su tierra y sus afectos para tener la posibilidad de estudiar Ingeniería en una universidad de los Estados Unidos. No lo dudó, y se fue. Y venció.
Es pura determinación. Cuando se lanza al agua y mejora día a día. O cuando habla. Siempre con la misma seguridad. “Soy muy competitivo, y siempre intento ser el mejor en lo que hago. Desde chico me gustaba mucho la sensación de ganar. Me daba mucho placer. Quizá si en aquella primera carrera no me hubiera ido tan bien como me fue, no habría seguido compitiendo”, explica, casi sin pausas, en uno de sus fugaces pasos por Buenos Aires, para visitar a su abuela Angélica.
No es común la historia de este muchacho de 25 años que vive en Phoenix, Arizona, que nació en la pampeana ciudad de Santa Rosa, pero que se crió en Mar del Plata. Sus padres (Horacio y Estella Maris), ambos porteños y dedicados a la matemática, consiguieron trabajo en 1976 en La Pampa, donde nació Pablo. Pero al año volvieron a migrar, esta vez a La Feliz. Allí creció el pequeño Abal, que a los ocho años aprendió a nadar y, dos años después, a competir. Y empezó a mejorar, con la ayuda de su entrenador, Alfredo Fascinato, y de sus padres. “Mis viejos me ayudaron mucho en esa etapa, en especial para que no dejara de estudiar. Me iban a buscar y me llevaban a todos lados. Ellos me apoyaban y tienen mucho que ver en lo que soy hoy”, cuenta orgulloso.
Así pasó su adolescencia. Entre el estudio y las muy buenas actuaciones en los torneos argentinos e internacionales. Se empezó a destacar. Luego terminó el secundario y, en 1995, comenzó la carrera de Ingeniería en Alimentos.
–¿Y ahí te siguió yendo bien?
–Para nada. En la natación me fue mal; y en la facultad, peor. Estaba frustrado conmigo mismo, y no quería elegir entre una u otra cosa. En ese momento conseguí una beca para irme a España, pero se cayó. Venía todo mal.
Pero el destino le brindó una oportunidad. Y él no la desaprovechó. Fue en el Sudamericano de Porto Alegre, en 1996. “Conocí a un nadador ecuatoriano y a otro venezolano, que estaban en Estados Unidos. Nos ofrecieron a mí, José Meolans, Cristian Soldano y Agustín Fiorilli que nos fuéramos a estudiar allá. Los cuatro dijimos que sí, que nos íbamos. Pero José y el Rana (Fiorilli) no estaban convencidos de dejar el país, y Cristian tenía problemas para juntar la plata. Al final me fui solo.”
En lo que restaba de 1996 se dedicó a estudiar inglés y, hacia fines de diciembre, viajó a integrarse a la Arizona State University. Había juntado la plata para pagar los gastos del primer semestre de Ingeniería Química, pero tenía que conseguir una beca porque no iba a poder costearse el resto de la carrera. “Para mí, fue un fin de año tristísimo. No conocía a nadie. Las primeras dos semanas fueron terribles”, confiesa. Pero luego todo fue mejorando. Rápidamente se incorporó al equipo de natación de la universidad, obtuvo buenos resultados en los torneos y excelentes calificaciones en las materias. Le ofrecieron una beca parcial, primero, y otra total, luego.
“Competí durante cuatro años –que es el máximo permitido– para la universidad. Siempre me fue bien. Lo que me costaba era convencer a los dirigentes de la Confederación Argentina de Natación de que me estaba yendo bien de verdad. En realidad, nunca sentí que tuviera apoyo.”
Pero se empeñó en lo suyo y no fracasó. Primero, integró el equipo que participó en los Juegos de Sydney. Al año siguiente, se metió en las semifinales en el Mundial de Fukuoka. Y este año, en Moscú (en el mismo torneo en el que Meolans se consagró campeón mundial y Georgina Bardach ganó un bronce), él se metió en la final, con los mejores. Claro que, en el medio de sus constantes avances, continuó sus estudios y se recibió de ingeniero industrial, en diciembre del año último.
“Antes del Mundial de Moscú, decía que ése sería mi último torneo. Pero me di cuenta de que, a mi edad, puedo seguir mejorando, puedo seguir bajando mis tiempos. Y no me dieron ganas de cortar”, advierte. No será sencillo. Desde que se recibió, no percibe la beca de la Universidad y, entonces, da clases de natación para mantenerse. Cobra una beca de la Secretaría de Deportes, pero los $ 700 perdieron valor para él con la devaluación.
Pero eso no lo preocupa demasiado. “Ahora quiero entrar en una final, meterme entre los cinco mejores en el Mundial de Barcelona (a mediados de 2003). Y en los Panamericanos de Santo Domingo voy por una medalla.” Su voz suena más convencida que nunca. Habrá que darle crédito a Pablo Abal; habrá que creerle al hombre que fue, vio y venció. Le sobra determinación para su objetivo.
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