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Un argentino suelto en el Maratón de Boston
La prueba de 42,195 más longeva del mundo, año a año, suma nuevas historias y vivencias que la elevan como la carrera más emblemática y acaso codiciada por atletas y runners
(BOSTON).- Cuando comencé a correr en 2004 me entusiasmaban todas las distancias y disciplinas. Con el que fue mi primer entrenador tenía conversaciones sobre ese tema y más de una vez, al decirle que quería correr triatlón, carreras de aventura, en la pista y la calle, me proponía optar por un coach que pudiera darme todo eso. Con él tuve la chanche de aprender de atletismo puro y desempeñarme en la pista, el cross-country y la calle. En aquel tiempo veía el maratón como algo aspiracional, pero muy lejano. Una cosa es correrlo y otra muy distinta volverse fanático de la distancia.
En tiempos de internet, pero sin todas las posibilidades de acceso a las redes sociales y el streaming, era todo un hallazgo conseguir transmisiones en vivo o diferido de los 42K en el mundo. Las noticias no volaban como ahora, pero me encargaba de conseguir todo. El maratón de Boston siempre llamó mi atención. Su tradición, su mística, la necesidad de clasificar con un tiempo lo llenaban de un halo de grandeza por sobre los otros Majors que se imponen a fuerza de presupuesto y publicidad. Durante años, el tercer lunes de abril para mi, y un grupo de locos –amigos-, era "asueto" obligatorio porque nos ocupábamos, sea como sea, de ver Boston y comentar lo sucedido.
Cuando en 2010 me recibí de maratonista, comencé a soñar con algún día correr la distancia en todas partes del mundo. Boston, por supuesto, formaba parte de la lista, pero ni se me cruzaba en los planes. En todas estas temporadas logré el tiempo clasificatorio, pero el foco estaba puesto en otros asuntos, por lo que ni me ocupaba de averiguar sobre el tema. En más de una conversación con mis compañeros colombianos de GOODWILL Runners (GWR) los escuchaba hablar con desesperación de Boston y las marcas para entrar y no podían creer que en seis años nunca haya optado por entrar al evento.
Finalmente, como quien no quiere la cosa, Will Vargas me dio la noticia que en 2016 iba a formar parte del equipo GWR que viajaría a Boston a por los 42K. La noticia me emocionó hasta las lágrimas. Siempre digo que hay que tener cuidado con lo que uno desea, porque un día se cumple y llega el turno de hacerse cargo. Luego de la pretemporada, enero y febrero en Buenos Aires suele ser un horno con humedad. Hace tiempo había decidido no preparar más maratones en abril para evitar el calor y la humedad del verano porteño, pero Boston era la excusa máxima para romper la promesa.
Hace dos años que entreno a distancia con GoodWill Runners. Soy un poco solitario en los entrenamientos y con uno o dos amigos que me acompañen en algunos kilómetros, ya tengo suficiente compañía; no necesito más. Los días que cuesta encontrar el horario, formar parte de Boston 8 -que cuenta con atletas de Colombia, México y Argentina- fue la motivación extra para hacer lo posible para salir y no dejar una X en el plan. Los monstruos en Bogotá y la princesa en México, todos los días, me maravillaban con sus entrenamientos matutinos y eran el combustible para que yo pueda salir a última hora de la tarde o directamente de noche para evitar la ola de calor.
Con algunas molestias físicas y varios contratiempos, pasaron las semanas, y llegó el día de viajar. Arriba del avión se terminó un capítulo y llegaba la hora de vivir la gran experiencia. Pisar Boston el jueves previo a la carrera fue una victoria en sí misma. Las calles llenas de runners, los locales con carteles de aliento, la gente de la ciudad pendiente del maratón.
Acreditado como prensa, tuve la fortuna de ver la cocina del evento, todos los detalles que a los corredores le pasan por encima. Charlar con los organizadores, entrevistar a los atletas, visitar los lugares a los que poca gente tiene acceso fue como estar en Disney para un apasionado como yo.
El domingo, a un día del maratón, finalmente estuvimos todos juntos. Fue un placer compartir esas horas con el grupo, comer, pasear por la expo (que había visitado ya en tres oportunidades) y pasar las horas a la espera del disparo. PataCoach, que también corría, nos pasó el plan de carrera y luego respondió las dudas de cada uno. Recién a la noche, cuando llegué a mi habitación, abrí mi bolsa y tuve el kit oficial que adidas Colombia nos tenía preparado. Contar con la indumentaria, igual a la de los elite, estampada con el logo de Boston 8, hizo que me termine de conectar con lo que estaba por suceder un par de horas más tarde.
Sin dudas, mis compañeros se encargarán de describir la previa a la largada en detalle. Por mi parte comentaré que la logística y seguridad por parte de la B.A.A. va más allá de lo que uno pueda imaginarse si sólo ha competido en eventos sudamericanos. Igual, dicho por veteranos con más de cincuenta maratones a lo ancho de todo el planeta, lo de Boston en descomunal y nada lo supera.
A las 10 el corral cinco de la primera ola, en el que me encontraba, comenzó a moverse tímidamente. Al minuto ya estaba trotando y 60 segundos más tarde pasaba por la alfombra y comenzaba a recorrer mi primer Major. Es desopilante correr a 4m12s y que malones de gente te pase como si estuvieras parado. ¡Detenido! El entusiasmo y la bajada hace que todos salgan a full y es el momento en el que toca controlarse para no gastar de más. Pensaba correr con una primera capa sin mangas debajo de la musculosa, pero decidí descartarlo debido al tímido calor que se comenzaba a sentir. En la milla ya me estaba arrojando agua en la cabeza y así fue hasta pasados los 30K.
Sin tanto mirar el reloj, enfocado en las sensaciones y el esfuerzo, fui superando alfombra tras alfombra cada 5K, a sabiendas que mis seres queridos estarían pendiente de mi paso. El aliento del público es un arma de doble filo; te brinda ese punch extra en los momentos difíciles pero logra desconcentrarte de a ratos. Es imposible no emocionarse al ver, pueblo tras pueblo, a miles de personas alentando a cada uno de los maratonistas como si fueran de su familia.
Los 30 mil corredores, cada uno con su estrategia, al llegar a la loma rompecorazones, sienten algo distinto al resto de los puntos clave del circuito. Algunos ya llegaban tocados y la caminaban, otros agachaban la cabeza y bracean. En cada uno de los repechos no terminas de saber si alcanzaste a superarla. Ya por el K33, arriba de la colina, toca la parte "fácil". Correr 9K hacia abajo con los que queda en las piernas. En ese punto evalué mi estado de forma y los cuádriceps acusaban recibo del desgaste previo. Mantuve el ritmo y unos cuantos metros más adelante tocó tomar la decisión de intentar mantener.
Los últimos kilómetros, agitados por el viento dentro de la ciudad de Boston, fueron los más difíciles para mí. Necesitaba concentrarme, un poco de silencio, y la hinchada no paraba de gritar y alentar a todos. A pesar de haber superado el muro y no tener calambres ni molestias fuertes, el ritmo comenzó a mermar. Quedaba poco, pensaba en el sueño que estaba cumpliendo, en los amigos, la familia y especialmente en mi madre que ese día cumplía años y no podía estar con ella, pero tenía una meta por delante y una medalla para regalarle.
A pesar de ir más lento, cada vez pasaba más corredores. Como no podía ser de otra manera, el último kilómetro te regala la última subida, un par de curvas y una avenida repleta de gente y banderas de todo el mundo con un arco pequeñito a la distancia que zancada tras zancada se vuelve más grande. Avanzar por la línea azul es un momento que no quieres que se acabe más, hasta que finalmente atravesé el famoso arco en Boylston Street.
La emoción me invadió, un grito de furia salió desde dentro de mis entrañas. Las lágrimas caían al mismo tiempo que una voluntaria me colgaba la medalla. Un sueño cumplido en 3h22m53s.
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