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Ezequiel Morales: de profesional a amateur
Dejó su familia, su tierra y se lanzó a la aventura de ser triatleta profesional en Brasil, ganó todo lo que soñó, ya retirado la llama continuó viva y volvió a competir, pero como amateur; una travesía a través de dos décadas de experiencia para descubrir varias vidas
¿Vamos dos décadas atrás? El verano de 1997 se despedía de la Argentina y Ezequiel Morales corría —aún sin saberlo—, su último triatlón como amateur. Al siguiente verano largaría como profesional y en veinte años ganaría todo lo que un triatlea argentino ha podido ganar (las más significativas carreras del país, campeón nacional, los más importantes competencias de Sudamérica, fechas del circuito mundial, clasificación a la final del mundo en Hawaii). Ganó todo y en 2015 se retiró: pensó que nunca más iba a correr. Pero el deportista dentro de él no murió.
Río de Janeiro, última sede olímpica, ciudad del carnaval y el maracaná. Con el sol posado sobre las olas encrespadas y una bruma vistiendo el mar, se larga la última fecha del circuito de triatlón carioca . Dos décadas después, Ezequiel Morales está en la línea de largada, nuevamente como amateur, como veinte años atrás, cómo pasa el tiempo: “Boludo, estoy en 40-44 años”, se sorprende Morales como quien olvida los cumpleaños. “¡Y el año próximo largo una categoría más arriba!”.
El día previo a la carrera Morales no sentía nervios, ni emoción, ni nada: “soy bastante frío”, declara. La energía que durante tantos años alimentaba sus entrenamientos, ahora la consume en sus alumnos, los casi doscientos que componen el EZK Team. Sigue entrenando, bastante menos, —un tercio de lo que hacía como profesional—, pero ya no siente culpa cuando falta, “si no tengo ganas no entreno”, reconoce. “Antes como profesional ni llegaba a tener culpa”, explica Ezequiel “directamente jamás faltaba”.
Pero ahora son las 6:30 de la mañana y está inmerso dentro del traje de neoprene, con las antiparras apuntando a la primera ola. Por delante tiene 750 metros de natación en un mar agitado, 20 kilómetros de ciclismo por la avenida costanera de Recreo —una de las zonas más caras de Río de Janeiro—, y 5 kilómetros finales de pedestrismo para poder atravesar el arco de llegada: esta distancias se llaman “sprint”. Y así se largan al océano cuando la chichara explota el aire: sprintando.
Cual Mich Buchannon en la serie Baywatch , galopan por la arena unos metros para lanzarse a un mar frío de madrugada. “Sí, estaba muy fría”, reconoce Soledad Omar que también compitió. Esposa de Morales y compañera desde hace 22 años. “Tanto que al final, del frío, se te trababan los brazos”, explica la Concordiense, madre del único hijo de la pareja: Philipe. Ella también fue triatleta profesional y ambos viven en Brasil desde hace trece años. Al margen de esta presentación familiar, ¡a no dormirse, que la carrera está en marcha!
Sale uno del agua, no es Morales, sale otro, tampoco es. Un par más atrás aparece el hombre de Lobos, ciudad aferrada a 100 km de Buenos Aires y a la que —cual Papá Noel—, vuelve cada navidad. Se van sacando el traje a medida que corren, como amantes ansiosos. ¡Y sale a tensar la cadena!, pero sin hacer locuras. “Ahora ya no me la voy a jugar como antes en cada curva”, aclaraba Morales en la previa a la carrera “ya no conozco a nadie de los que corren y no sé cómo manejan, no voy a arriesgar el físico”.
No obstante la carrera tuvo pocas curvas y se partió el protagonismo. Adelante, el puntero, Pedro Abud, se jugaba el triunfo en solitario. Atrás, un pelotón de cuatro con el lobense a la cabeza, lo perseguía resuelto. “Fui hablando al pelotón para buscar al primero”. Los años le enseñaron a Morales que hay que mirar para adelante, no importa que el que tengas al lado después pueda ganarte. A decir verdad, esta vez, ninguno del pelotón le ganó, “todavía tengo algunas mañas”, sonríe Morales.
Se baja en segunda posición de la bicicleta, pero cuando la va dejar para salir a correr (hay un lugar exacto con su número para cada corredor), pasa de largo y no lo encuentra. “Esas cosas cuando eran profesional no me pasaban”, lamenta nostálgico. Pierde tiempo, el resto lo sobrepasa, pero al final larga esa maldita bicicleta y sale a correr en tercera ubicación.
Cruzan raudos frente a la carpa de su running team, donde todos sus alumnos esperan para alentarlo. Pero acá nada de gritos y aplausos: se alienta con infraestructura. Uno fue disfrazado con una cabeza gigante de conejo que luce bajo los 25 grados del invierno carioca. Otro le hace chistes con un megáfono. El de al lado conecta dos bocinas de camión a un compresor de aire y las suena como despertar a todo el barrio —cuando ya son las 7:15 del domingo—. Sí, un compresor de aire eléctrico de 40 kilos, con rueditas, llevado exclusivamente para el apoyo sonoro.
Galopa perseverante sobre el asfalto caliente, pasa al segundo, busca al primero. Para entonces ya sabía que Abud iba demasiado lejos, que no ganaba. “Pero seguí esforzándome” explica Morales “porque me gusta”.
Minutos más tarde eleva la cinta sobre su cabeza. El locutor grita “¡Morales vice-campeão!” y nuestro protagonista sonríe rutilante. “Lo lindo de correr como amateur es que no tenés presión”, admite Ezequiel “antes corría por cien mangos para poder ir el lunes al almacén”.
También esa presión genera otra explosión cuando por fin puede expulsarse, al final de la carrera. “La alegría del podio también es menor”, reflexiona Morales “al tener menos presión. Disfruté más la alegría de los alumnos”.
Veinte años. En verdad parece otra vida: una cuando larga su primer triatlón para ver de qué se trataba y hasta Soledad Omar —que en ese momento ni lo conocía— le ganaba. Otra vida cuando se animaba a la aventura de ser profesional y vivir fuera de su país. Y una tercera ahora, ya de vuelta, disfrutando como la primera vez. Varias vidas para un solo par de piernas. Cómo pasa el tiempo. A esta altura Morales no duda, y asegura “a la próxima, lo traemos a Philipe”.
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