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Desventuras de un entrenador no correspondido
No soy entrenador de running. Ni siquiera profesor de Educación Física. Soy apenas un exempleado de malvadas corporaciones que -contrariamente a lo que se suele pensar de ellas- no tienen como objetivo primordial sustentar al capitalismo sino restarles tiempo a las personas para que no corran.
Sin embargo Diana, mi querida amiga, cometió la irresponsabilidad de pedirme que la entrenara para el Maratón de Nueva York 2016. Al duro desafío de correr 42,195 km en un circuito con puentes y pendientes se sumaba el hecho de que Diana jamás había corrido un maratón.
Luego de consultarlo con mi almohada sin obtener respuesta alguna, decidí aceptar el reto.
Podría decirse que soy un corredor experimentado, es cierto. Pero ningún 10K, carrera de montaña o incluso 42K me generó tanta adrenalina como entrenar a Diana a lo largo de un año.
Es que el plan de entrenamiento, que sesudamente yo trataba de fraccionar en segmentos semanales, eran para mi amiga algo así como fragmentos de la revista Hola, para ser leídos de soslayo mientras le hacían las manos en la peluquería; mis consejos sobre alimentación, descanso, elongación y otros cuidados eran recibidos con la mirada comprensiva que se les dedica a los dementes y mis arengas para tratar de estimularla dibujaban en su cara la expresión del anfitrión que sostiene la mirada de sus invitados a las 4 de la mañana, esforzándose para evitar un bostezo.
Cuando le indicaba hacer pasadas, Diana parecía alejarse de su espíritu de abogada para abrazar en cambio los misterios de la física: para ella, el tiempo era relativo, por lo que en 12 pasadas podía establecer 12 tiempos distintos, a veces con diferencias entre sí de hasta un 15%.
Las inclemencias climáticas del último invierno, en cambio, sacaron a relucir el apego de mi entrenada al derecho: si llovía, hacía mucho frío o había demasiado viento, Diana seguía derecho hasta su casa y ni aparecía por el parque a cumplir con su entrenamiento.
Los fondos, esa parte esencial del entrenamiento del maratonista no exenta de algunos de los ritos del maratón en sí, eran para mi amiga paseos dominicales que incluían paradas de 30 ó 40 minutos para sumarse, cafecito de por medio, a alguna reunión de runners en los barcitos cercanos al parque. Allí también apelaba a otros conceptos novedosos de la física, que afirman que 30 kilómetros equivalen a una distancia menor a 30 km, o sea 30-X=30, siendo X igual o mayor a la unidad.
Pasaron los meses y, aunque Diana lucía más atlética, más rápida y con un ritmo cardíaco mejorado, no parecía acercarse al estado óptimo para afrontar un maratón con 5 puentes, con muchas pendientes y en su condición de debutante. Y para colmo, con las leyes físicas tradicionales, las que se usan en Estados Unidos y en todo el mundo.
La mañana de su último entrenamiento en Palermo, mientras yo la acompañaba en bicicleta y le taladraba la cabeza con recomendaciones que no la hacían bostezar sólo porque no es fácil hacerlo mientras se corre, nuestros amigos aparecieron de la nada, tal como lo habíamos planeado, para hacer una última vuelta simbólica alrededor del lago, en medio de gritos de aliento a modo de despedida. Diana se puso tan contenta que a los pocos metros frenó para saludar a todos y decidió que “ya estaba”, que su entrenamiento había terminado.
Llegó el día del Maratón de Nueva York
Sus amigos nos juntamos a comer pizza, mirar la carrera por internet y seguir a Diana con la app que nos permitía “verla” por satélite, en tiempo real, como una hormiguita desplazándose sobre el mapa de Nueva York.
Cada vez que paraba a tomar agua se nos paralizaba el corazón; cuando perdíamos la conexión de internet nos angustiábamos; cuando veíamos que se acercaba a un puente, sufríamos.
Pero la hormiguita seguía avanzando por Nueva York, mientras yo me preguntaba si no iría por la Primera Avenida estirando el cuello entre la multitud para mirar vidrieras o se estaría revisando el estado de sus uñas, que para la ocasión había pintado de celeste y blanco.
A la hora del mate, cuando la app nos contó que Diana había atravesado la meta, estallamos en gritos de celebración, en una escena que evocaba los tiempos en que nuestros abuelos festejaban pegados a la radio los triunfos deportivos de argentinos en el exterior.
Diana atravesó la línea de llegada, se colgó su medalla de finisher y se recibió de maratonista. Podrá decirse que su coraje, su garra, su convicción y su fortaleza mental la llevaron a la meta. Y creo que todo eso es cierto. Pero también lo es que, así como quien corre un maratón ya no vuelve a ser el mismo, después de esta experiencia ya no serán lo mismo la Física, el Derecho y sobre todo la Fisiología.
Por Sergio Cocú, periodista y corredor amateur
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