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Una ultramaratón de 107 km en la altura: la carrera más exigente del país, en primera persona
Un periodista de LA NACION y corredor amateur participó de la competencia en el cerro Manchao, en Catamarca
“Al Manchao hay que tenerle respeto, hasta los caballos se apunan cuando suben”, fue una frase que al menos 5 personas me dijeron antes de correr los 107 kilómetros de la carrera más dura y agreste en la que participé hasta el momento.
Pero antes de hablar de las 35.25 horas que estuve junto con mi compañera de equipo mixto en la montaña, quiero enviar mis condolencias a la familia de Kito Mamani que murió a poco de haber arrancado la carrera en su hogar y cerca de su gente.
Si tengo que definir con una palabra lo que fue la carrera elijo “subibaja”, no solo por los 13 mil metros de desnivel acumulado, sino por las sensaciones físicas y anímicas que se vivieron entre las 2 de la mañana del sábado y el mediodía del domingo en un cordón montañoso que, por momentos, parecía devorarte en su inmensidad.
Los primeros 37 kilómetros fueron los más complejos desde lo físico porque allí estaba el ascenso hasta la cumbre del Manchao a 4550 MSNM. Las marcas (algo que era clave en cerros vírgenes sin camino alguno) estuvieron impecables y perderse o desviarse era casi imposible a pesar de que el apunamiento comenzara a nublar los sentidos.
Hasta los 4000 MSNM y el kilómetro 35 el cuerpo respondía, pero en ese punto y cuando faltaban 500 metros de ascenso repartidos en 2.5 kilómetros apareció “el muro”, ese del que tanto hablamos en las maratones pero que sumaba a la fatiga física la falta de oxígeno y la reacción de las piernas.
Quien me conoce, sabe que soy abstemio, que nunca tomé bebidas alcohólicas y por consiguiente no sé (o sabía) lo que era estar borracho.
En esos 2.5 kilómetros que nos tomaron a mi compañera, llamada Lenka, y a mí hacerlos en 2.30 horas, me sentí cada vez más ebrio.
No podía mantener el equilibrio, si miraba un punto fijo me mareaba y cuando quería apoyar la mano en alguna piedra esta “se movía” y mi destino final era el piso.
La paciencia (que no es una de mis cualidades) y la cabeza fueron la clave en ese punto para ir por metas cortas y ascender pasando de una marca roja a la otra, que estaban a 20 o 30 metros unas de otras. Con Lenka subíamos dos, descanso y dos más, así hasta que la cima del Manchao nos recibó entre las nubes y rayos de sol cuando ya iban 11.23 horas de carrera. Fuimos los quintos de los 30 que competían en los 107k en llegar a la cumbre. Solo lo haríamos 6 de los 30 porque al resto los agarraría el corte en los puntos de control de de más abajo.
En la cima, firmamos el libro de visita, dos personas de la organización nos dieron oxígeno, sacaron la foto de rigor y comenzó el descenso que también fue lento hasta que estuvimos por debajo de los 3500 MSNM.
La diferencia de temperatura entre el día y la noche era de 20 grados y lo mismo se repetía con la altura, donde el sol pega fuerte por encima de los 4000 MSNM, el viento es helado y cuando las nubes tapaban el sol, el frío se sentía.
Falta de marcas y dormir bajo las estrellas
Los cerros de Catamarca soy muy duros, empinados con pajonales donde se enredan los pies y mucho mucho túnel de vizcacha o chinchillón o tucu-tucu que hace madriguera en la tierra blanda donde se entierran los pies. Los cactus en plena floración y arroyos cristalinos.
El objetivo era llegar al puesto de control del kilómetro 45, tras no encontrar las marcas, recién dimos con el puesto cuando el reloj marcaba 50 kilómetros.
Allí habíamos dejado provisiones. Tras una breve charla con los baqueanos que ya estaban levantando el puesto de control seguimos camino hasta la siguiente marca, Casa Cubas donde comenzaría otra carrera.
Pasadas las 19 y, cuando aún era de día, íbamos por la montaña trotando junto con un perro que nos acompañaría hasta el final de la carrera y la voz de dos mujeres hicieron que detuviéramos la marcha.
Dentro de una cueva de piedras metida en la ladera de la montaña estaban las dos corredoras de 50 kilómetros que se habían perdido y estaban dispuestas a pasar la noche allí hasta que amaneciera y seguir camino. Ya se habían quedado sin comida y agua, según nos contaron.
Con mi compañera decidimos invitarlas a seguir camino con nosotros para no dejarlas solas. Sin embargo, el cansancio de ambas y la falta de señalización hicieron que solo avanzáramos unos cientos de metros. A las 21 llegó el momento de optar por pasar la noche en la montaña con la ilusión de poder ver las marcas durante la mañana.
Fueron 7 horas, hasta las 4 de la mañana, que los 4, junto con el perro, permanecimos envueltos en nuestras mantas térmicas y con todo el abrigo obligatorio que llevábamos en la mochila. La noche estuvo completamente despejada y a la medianoche el viento y el frío se hicieron sentir.
A las 4.30 retomamos camino con Lenka. Les dejamos parte de la poca comida y bebida que nos quedaba a las corredoras y les dijimos que volvieran a la cueva cuando amaneciera. El perro se levantó con nosotros y los tres volvimos hasta la última marca para tratar de encontrar el rumbo.
Fue ahí, en la oscuridad y la inmensidad de la montaña con pastizales de 50 centímetros de alto, que el animal se transformó en nuestro GPS. Como si supiera lo que tratábamos de buscar, él se adelantaba unos 100 o 200 metros. Giraba y por las luces de nuestras linternas frontales sus ojos brillaban y, al lado de sus ojos se veía el reflectivo de la siguiente marca.
Continuamos camino mientras amanecía, pasadas las 6 de la mañana, y las marcas seguían siendo escazas o desaparecían por dos o tres kilómetros. La estrategia fue seguir el cauce del río Ambato que desemboca en la ciudad de El Rodeo.
Mientras descendía por la ladera de una de las 5 montañas de recorreríamos camino a la meta, de la montaña de enfrente un grupo de corredores hizo sonar un silbado, otro de los elementos obligatorios. De cerro a cerro y ayudados por el eco que generaba la quebrada, nos dijeron que estaban perdidos y que subirían esa montaña para intentar divisar a El Rodeo. Con Lenka continuamos con nuestra estrategia de seguir el río. Eran las 8.30.
Una hora después de cruzarnos con estas personas llegó el primer contacto con el grupo de rescate. Juan José Carrizo venía subiendo en sentido contrario al nuestro, con una radio en busca de las personas perdidas. Le indicamos dónde habían quedado las dos corredoras de 50K y el grupo de atletas que habíamos visto una hora antes.
Con unos 25 kilómetros aún por recorrer, seguimos el descenso. En algunos tramos con marcas, en otras con caminos y, por momentos, detrás del perro que nunca nos abandonó. Desde el contacto con el organizador a las 9.30 pasó casi una hora hasta que cruzamos a dos de los rescatistas que subían en caballo a buscar a las mujeres que habían quedado en Casa Cubas.
El contacto con personas, y el cruce constante del río Ambato que refrescaba los pies y recordaba las ampollas adquiridas por la dura travesía, hicieron crecer las fuerzas y ganas que llevaron a correr casi sin descanso los más de 20 kilómetros que faltaban hasta la meta.
Cerca de las 13, recién quedó atrás el cauce del río. Se ingresó a un campo que, 4 kilómetros después nos depositaría en el arco de llegada para poner fin a 35.25 horas de aventura, convivencia y estrategia.
Entiendo que cada corredor tuvo una experiencia distinta y esta es la que me tocó vivir a mí junto con mi compañera. Más allá de la experiencia vivida y las responsabilidades por las marcas que no estaban, haber sido consciente y respetuoso de los elementos obligatorios fue lo que me permitió poder afrontar las dificultades que me puso la montaña.
Correr carreras de aventura no se parece en nada al running. Acá el espíritu de supervivencia, de lucha y la calma son las que claves para poder enfrentar a la naturaleza y aprender de ella.
*Periodista, corredor amateur y creador de TrailFederal.com.ar
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