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Maratón de Berlín: derribar el otro muro
Si correr por primera vez los 42,195 kilómetros es de por sí un hecho mágico, hacerlo en la capital alemana no tiene comparación; las sensaciones de un debutante de 50 años, en esta crónica
Lo natural, por el lugar y por la circunstancia, hubiera sido utilizar la expresión "se me aflojaron las piernas". Pero no, todo lo contrario. Justo al pasar entre las columnas de la majestuosa Puerta de Brandenburgo, debajo de la imponente escultura que refleja a la Diosa de la Victoria en un carro tirado por cuatro caballos en dirección a la ciudad, el muslo derecho pareció volverse del cobre que está hecha la estatua y obligó a respirar hondo una vez más.
La meta estaba casi doscientos metros más adelante, pero era allí mismo, en esa plazoleta tantas veces transitada turísticamente y tantas veces observada históricamente, que uno sentía que había llegado.
Desde ambos lados, miles y miles de personas alentaban al último esfuerzo, a correr lo que faltaba para completar esos 42,195 kilómetros. Y lo lograron. Escuché "¡¡¡Dääänielll!!!" por enésima vez, y aunque ya sabía que no era que me reconocieran sino que llegaban a leer mi nombre debajo del N° 4083, me provocó el mismo impulso que a lo largo de todo el maravilloso recorrido.
Sólo que, esta vez, al aire le costó llegar a los pulmones, ya no por el cansancio sino por ese nudo que lo detenía en la garganta. Miré mi reloj. Hacía más de cuatro horas y un cuarto que estaba corriendo. Nunca, nunca a lo largo de toda la carrera, me había hecho la pregunta que todos me habían dicho que me iba a hacer: "¿Quién me mandó a meterme en esto?" Nunca me la hice. Más bien me había repetido, una y otra vez: "Gracias por esta acá", aún cuando el dolor no me dejaba casi ni pensar en palabras. Iba a llegar. La felicidad ya la había alcanzado.
Si bien se dice que cuando uno pisa las calles de Atenas o de Roma apoya sus pies sobre la historia antigua, cuando se lo hace en Berlín se vuelven inevitables las sensaciones de la historia reciente. El Muro cayó hace demasiado poco, en 1989, y fue lo suficientemente significativo en el devenir del mundo como para no tenerlo como una referencia constante en esa ciudad que tuvo nombre compuesto, Berlín Oeste y Berlín Este, hasta hace poco menos de veinticinco años. "¿De qué lado estamos?" se vuelve pregunta recurrente, con respuesta a veces ayudada por la evidente arquitectura y otras por la presencia concreta de esa pared estremecedora, que donde ya no está erguida se continúa en una línea de doble adoquín, sobre el piso, cada tanto firmada con una placa de hierro que reza "Berlin Mauer. 1961-1989".
Derribar el famoso muro que propone el correr una maratón justamente en la ciudad del Muro fue un sueño lanzado al aire hace poco más de un año, apenas cumplidos los propios 49, como una forma de celebrar los 50, a cumplir el 5 de septiembre, 24 días antes de la edición 2013 de la Marathon Berlin, que celebraría ella también, pero sus cuatro décadas de vida.
El entrenamiento empezó entonces, como un desafío. Quién corre sabe que hay mucho de catarsis en esta actividad y quién no lo hace es bueno que lo sepa: corro cuando estoy mal, para estar bien, y corro cuando estoy bien, para estar mejor. El exceso de entusiasmo suele ser el peor adversario del corredor y por eso escuché atentamente cuando me recomendaron que, para debutar, mejor era hacerlo de local. Pero apenas tres meses y medio antes de los 42K de Buenos Aires, y tres de los de Berlín, una invitación de Adidas apareció como una señal del destino. Mi debut sería en Alemania, en la carrera habitualmente más veloz del mundo, y a pesar de que el rival más traicionero, el entusiasmo, se cruzó en el camino: me llevó engañado a correr demasiado rápido aquellos 15K de Palermo, a principios de agosto, que me dejaron lesionado y 20 días parado, privándome de dos fondos de 30 kilómetros, por lo menos, aconsejablemente necesarios antes de la gran carrera. Sólo una vez había corrido esa distancia y jamás, por supuesto, los 42.
La ciudad se dejó invadir amigablemente por los runners desde varios días antes de la maratón. Se los reconoce fácil. Dos días antes, por el uniforme de campera y zapatillas de correr, combinadas con jeans ajustados. Un día antes, por la bolsa plástica celeste y blanca, retirada en el ritual de la Expo, allí instalada en el viejo aeropuerto de Tempelhof. El día de la carrera, obviamente, por el peregrinaje hacia la largada, desde todos los rincones de la ciudad, abrigados pero ya vestidos de… corredores. Y después, por esa versión rara de turista que baja como momia las escalinatas hacia los subtes, aferrándose a los pasamanos y con una pierna pidiéndole permiso a la otra.
El viernes entré junto con los primeros a la Expo, a retirar mi kit, acompañado por un equipo latinoamericano: Valerie Nosser, peruana, de Adidas, y Luis Edgar Gutiérrez, también peruano, atleta, ganador de la Carrera de Naciones Mi Ciudad 2012, de Adidas, título que le dio el premio de estar allí. Con ellos, José Quirino Gutiérrez, de México, periodista de la revista Runner, triatleta y maratonista debutante, y Margoth Monasterios, de Venezuela, de Soymaratonista.com, con una docena de 42K sobre sus espaldas.
Nos perdimos en aquel mundo fantástico, el aeropuerto de Tempelhof, una verdadera foto de la Segunda Guerra Mundial intervenida por el bullicio y el colorido del mundo running, desde los más variados y novedosos productos para corredores hasta propuestas para participar de maratones en los lugares más atractivos o insólitos del planeta.
La ingesta de carbohidratos ya había empezado, junto con la cuenta regresiva. El sábado, el descanso pleno empezó con un paseo en el último piso del ómnibus turístico, a pleno sol, y por muchas de las calles que después se correrían: tan relajante como motivador. Y terminó con una "Pasta Party" en el hotel Steigenberger, con más pasta que party. A las nueve de la noche ya fue buena hora para dormir.
El domingo, el día indicado, fue fácil encontrar el modo de llegar a la zona de la largada de la carrera, en pleno Tiergarten, cerca del Reichstag. Sólo se trataba de seguir, como si de un camino de hormigas se tratara, el peregrinar de decenas, de cientos de atletas, con su bolsa celeste y blanca al hombro. En nuestro caso, desde la estación del Zoologischer Garden hasta la Hauptbanhof, la vidriada terminal de Berlín, no había más que tres paradas. Hacia allí rumbeamos, alrededor de las 7 de la mañana. Minutos después estábamos cruzando el puente peatonal, sobre el río Spree, en busca de la carpa asignada, por número, para dejar la bolsa con la ropa.
Me tocaba, por mi N°4083, la carpa III, sector 35. Y tenía asignado también, por mi condición de debutante, el corral H para largar. El último, empezando desde el A. Había una multitud conmigo y otra todavía más grande delante nuestro. En total, 47.614 corredores, desde los candidatos a batir el récord del mundo hasta… nosotros. Para tanta gente, los baños químicos nunca son suficientes; pero el Tiergarten, desplegado con su verdor boscoso a ambos lados de la gran avenida 17 de Junio, la continuidad de la famosa Unter den Linden, donde estaban instalados los corrales de largada, sí. Sin distinción de sexo, sirvió para el último alivio.
Hombro con hombro, alrededor de las 8.15, oímos como allá adelante, a más de trescientos metros, presentaban uno a uno a todos los récordman mundiales presentes.
A las 8.30, la primera señal de largada, con una suelta de globos que vimos subir hacia el cielo. A las 8.45, la largada general.
Ahora empezamos a caminar, pensé. Pero no. Pasó todavía un cuarto de hora más para que la masa se moviera hacia delante, primero con lentitud, luego más rápido y con espacio. Fui zigzagueando, buscando huecos con la mirada hacia abajo. Cuando volví a levantar la vista, estaba en un lugar insólito: delante de mí, tomados de las manos, vestidos con sus camperas azules y verde fosforescente, sólo oficiales de largada y la avenida 17 de Junio, libre hasta la rotonda de la estatua de la Victoria, unos cien metros más allá. A los costados, centenares, miles de personas alentando. Encima de mi cabeza, el arco de largada, con el reloj en funcionamiento, ya pasando los 15 minutos. ¡Estaba en la primera línea!
Los corrales son corrales en serio, y se van largando de a uno. Había llegado el turno, según le entendí al anunciador oficial, que imponía su voz sobre la música, "¡del grupo preferido, el de los debutantes!".
De pronto, se calló. Y empezó a sonar la música. Primero, Carrozas de Fuego. Enseguida, enganchado, el tema de Flashdance. Imposible no bailar. Tan imposible como no salir disparado cuando los oficiales se fueron corriendo hacia un costado, liberando la calle, en señal de largada… Varios debutantes partieron cual Usain Bolt y no fue difícil imaginarlos desplomados, o caminando, cosa que en muchos casos se concretó, unos pocos kilómetros más adelante. Demasiado rápido. Demasiado como para no dejarse llevar, aunque sea un poco. Pasé el kilómetro 1 en 4’32 y empecé a comprobar lo difícil que me resultaba frenarme hasta los 6’ por kilómetro previstos para mi primera mitad de carrera. Me vinieron a la mente los consejos de Cristian Grosso, doble colega, periodista y runner: "Sólo concentrate en la cabeza, arma vital en esta distancia. No subestimes nunca, pero NUNCA, y cuando digo NUNCA es NUNCA, esta distancia. Pero ni en el km 41,5! NUNCA!!!!! Por bien que te sientas, jamás abandones tu plan de carrera. NUNCA. Es una distancia traicionera si percibe que la ninguneas". También los de mi entrenador, el gran Luis Migueles: "Tranquilo, corré tranquilo. Y vas a llegar". Y los de mi médico, Alberto Intebi, otro maratonista aficionado: "Dividí la carrera en seis bloques de 7 kilómetros". Eso hice y cerré mi primera etapa en 40’24", justo después de pasar una de las dos mínimas cuestas que tiene un circuito que parece en bajada, que lleva hacia adelante como cinta bajo los pies.
Demasiadas motivaciones alrededor. La mano extendida de un nenito para chocar las palmas al paso es una inyección de velocidad, como el "¡¡¡Dääänielll!!!" que se escucha, nítido, apenas se lee el nombre en la pechera. También el recorrido, casi turístico. De aquella estatua de la Victoria, hacia el oeste, el giro hacia el norte y el este, pasando por el Reichstag, el Berliner Dom, Alexander Platz por el Karl-Marx Allee, un nuevo cruce del Spree… La cabeza se va en pensamientos, incorpora experiencias importantes y otras no tanto: "¿Por qué no corrí con una camiseta argentina?", por ejemplo. Es que el aliento, alrededor, identifica las nacionalidades.
La cabeza se pone en blanco, también. El cuerpo reclama la hidratación, que llega en vasitos de plástico, cada 6 km, intercalando agua, PowerBar y también frutas.
Cada cual vive la carrera como quiere. Están los que paran para sacarse fotos con los familiares que, desde el lugar acordado, los alientan, y estamos los que corremos concentrados en no frenar ni un metro. Están los que paran para hacerse masajes, en camillas al costado del circuito, y los que se toman cada aprovisionamiento como una parada en boxes. Inevitable pensar donde estarán los keniatas al pasar el kilómetro 21, la media maratón, en 2h05m25s. Kipsang, claro, hacía poco más de dos minutos que había llegado, destrozando una vez más el récord del mundo. De su paso, y de los que son como él, sólo quedaban en el camino los vestigios de las zonas de aprovisionamiento exclusivas para la elite. Pero, con orgullo, por ese mismo asfalto íbamos (Ver La madre de todas las carreras).
Si, como todos dicen, la verdadera carrera empezaba en la segunda mitad, entonces había que sostener el ritmo, y apurar un poco, sólo eso, para completarla en 4 horas.
¿Por qué no? El Muro, el famoso Muro, parecía estar sólo en el piso: fue estremecedor, de pronto, a la altura de Prinzestrasse, pisar la doble hilera de adoquines del Berlin Mauer. El otro famoso muro apareció, inevitable, en el kilómetro 32, a la altura de la Russian Orthodox Kirche: tuvo forma de ahogo, después de haber experimentado, en tres horas y casi diez minutos de carrera, los más variados dolores, desde el empeine izquierdo hasta la rodilla derecha pero evitando, insólitamente, el gemelo izquierdo lesionado y recuperado, que sólo se hizo notar en el ¡kilómetro uno!, aunque seguramente sólo para avisar que estaba allí, acompañando en la aventura.
Lo peor, sin embargo, llegaría en el kilómetro 35, justo frente a la célebre Wilhelm Kirche, a la altura del hotel Steigenberger donde estábamos alojados, punto del recorrido sobre el que tantas veces bromeamos ("Entramos, nos damos una ducha y seguimos"), y después de haber cumplido religiosamente con la ingesta de geles y gomitas. Un calambre nítido, con forma de puñalada, en el vasto interno, el músculo que está justo sobre la rodilla, la izquierda. Un golpe al ánimo, a sólo 7km y un poquito de la llegada.
¿Rendirse? ¡Jamás! En todo caso, bajar el ritmo (a 6’07, a 6’14, a 6’29) y bajar la orden desde la cabeza al cuerpo: no duele, se afloja, no duele, se afloja. Y apareció en el pensamiento gente querida que empujó desde el aliento y gente no querida que empujó desde la rabia. Así es, aunque suene innoble. Agradecimiento y resentimiento como combustibles que se mezclan, pero no se inhiben.
El calambre pasó del vasto izquierdo al cuádriceps derecho, pero ya nada pudo frenar la marcha. Sólo la ralentó un poco. Ya no sería posible hacer la primera maratón en cuatro horas (objetivo íntimo e inconfesable antes), pero allá adelante estaba la Puerta de Brandenburgo y sólo se trataba de llegar. Lo lograría, finalmente, en 4 horas, 17 minutos y 43 segundos de tiempo neto, ubicándome 19.771 entre la multitud de 47.614 participantes. Nada mal. Nada mal llegar.
La multitud, justo al pasar entre las columnas, dio el último empujón, a pesar de un nuevo calambre. Es que el nudo ya no estaba allí, en la parte posterior del muslo derecho, sino en la garganta, en el cuello. Allí donde alguien, con una amabilidad extrema y una felicitación que sonó sincera, se ocupó de colgar la medalla, que dice "40" por la cantidad de ediciones de esta fabulosa prueba, y que dice, además, "Run once, run forever". Corrés una vez, corrés para siempre. Así fue, así será.
Crónica del maratón de Berlín correspondiente al 1° número de LNCorre que salió en 2013.
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