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Correr más, sentir más: los 130km en Patagonia Run
Es sábado. Me despierto sin que suene el reloj y afuera llueve. Me levanto sin apuro. Estiro el cuerpo y veo la medalla sobre el escritorio. 130km. Hace una semana, a esta misma hora, estaba saliendo de Quechuquina. Ya pasó Patagonia Run. Los km ya se fueron; tanto me dejaron, tanto les dejé. ¿Hace cuantos sábados que no me levantaba después de las 6 porque iba a entrenar?
19:30 del viernes 8 de abril, estoy debajo el arco de salida. Todavía es de día. Ahí están mis amigos, los chicos del Team Los Correcaminos. Jorge me abraza, Flor me mima, Cynthia me cuidó toda la semana. Con ellos cerca todo es más fácil. El celular quedó en la cabaña. Como corresponde. Estas son mis horas para desconectar. Antes de salir hablé con mi familia, con todas las personas importantes que me dan fuerza para asumir el reto.
Peter está a mi izquierda, estamos rodeados de la elite del runnig. Cristian y Jorge A, unos metros más atrás. Hablamos poco. Estamos serios. Estamos tensos. Abajo del arco las ganas y los nervios se vuelven una misma emoción. Cuanto esperé este conteo. Cuanto me aferré a los pasos que ya vienen...
7, 6, y ya pasamos el 5. En mi cabeza pasan los recuerdos desde el día en que me inscribí. Vibro. Se me hace un nudo en la garganta. Ya pasaron y estoy acá. Miro al cielo, como siempre hago antes de salir. El cielo, el arco y mi objetivo delante. Llega el 1. Llega el primer paso de este Patagonia Run Montain Hardwear 2016. Avanzo. Sonrío y me siento sonreír. Y vuelvo a sonreír. Ahora, de hecho, mientras escribo sigo sonriendo.
Salimos del centro de la ciudad. 139 corredores. Es mi tercera ultra y esta vez no tengo planeado hacerla con algún compañero. La hinchada está alborotada. Por los laterales siguen los aplausos y las caras de amigos. Un paso tras otro, empiezo a marcar el ritmo. Los primeros 20km son en un terreno tranquilo, algunas curvas, pequeñas subidas para entrar en clima mientras la noche va llegando.
Avanzo sin mirar el gps, disfrutando lo que hago y dejándome llevar. Avanzo a un ritmo en el que me siento cómoda, sin agitarme, con resto: siguiendo esas pequeñas pautas que podemos considerar en las distancias largas. Y aunque en ese momento me sentía bien, hoy pienso que esos 8.24 kilómetros por hora más tarde me pasaron factura. Avanzo; y la noche también lo hace. Soy la misma persona que era hace unos días, pero hoy estoy corriendo. Estoy ahí, sola en la inmensidad de la montaña. No veo corredores cerca. Voy acompañada de los bosques, las estrellas que inundan el cielo; acompañada de la naturaleza, con la fuerza y la calma que solo ella puede transmitir. Me siento privilegiada. Y, a la vez, una arriesgada. Los corredores nos acostumbramos, pero esto que hacemos no deja de ser una hazaña. Allá, en el mundo, los problemas siguen. Estuvieron en mi cabeza por un rato, un par de horas, las necesarias para cansar a los fantasmas. Pienso en los recuerdos difíciles, en el dolor, en el pasado que marcó pero entre todos superamos. Mis pies andan, uno delante del otro, y el aire me renueva. Sin planearlo, me quedo en el presente. En este presente donde lo único que me preocupa es avanzar; es la subida que se viene, las raíces que aparecen en el piso. Será por eso que tanto me gusta correr. Porque el resto de las cosas se ponen en pausa. Miro al cielo y sonrío. Miro la oscuridad de la noche, esa luz que brilla no es más que mi frontal. Amo esto, amo hacer esto. La adrenalina y la paz a la que me llevan, el silencio y el ruido que le dan a mi cabeza. La renovación y el agotamiento. La sensación y el mismísimo hecho de darlo todo de mí.
El viento sopla más fuerte. La noche sigue avanzando y llevo más de 6 horas corriendo. Las ideas y el cuerpo se me van cansando. Las barreras se empezaron a romper. Paro en PAS Corfone por una sopa y algo de comida sólida. Estoy poco: solo lo necesario para recargar provisiones sin enfriar cuerpo y voluntad. A la salida me cruzo a Pauli y Alberto, mis amigos que van por 100k. Fue solo un grito para reconocernos en la oscuridad. Que pocas palabras, y cuanto nos dijimos en ese abrazo.
Mis pasos siguen, el terreno avanza con subidas y ya falta poco para empezar el primer ascenso. Voy tomando agua, voy también mezclando con isotónica. Algunos chomps, barritas. Como poco, pero seguido, sin saber la mala pasada que se vendría después. En hidratación Corfone, veo que Cristian, otro amigo de Los Correcaminos Team, se acerca. También va por 130 y hacemos unos km juntos, charlando, riéndonos de lo que ya pasamos y de lo que se vendrá. Compartir compensa la introspección, me conecta con lo exterior, con el disfrute, con el desafío, con la carrera en sí. En el camino, habrá más compañeros de ruta, otras historias para contar, más personas con quien reír. Lo sé y me anima. Es hora de subir del primer ascenso fuerte, de encarar el Cerro Colorado. Continuo con mi ritmo, avanzo en mis pasos.
-"La 47 empieza a subir" - Alguien de la organización me saluda y avisa por radio. Veo que improvisó una fogata, se tapa con la campera. ¿Quién estará más complicado, yo teniendo que correr o él parado ahí con esta temperatura? Sonrío y avanzo, el sonido de la voz se pierde a lo lejos.
El camino al cerro Colorado es angosto y por un terreno de piedras. En 5k hay un desnivel positivo de 500 metros aproximadamente. Es una subida constante, que se pone muy resbalosa si llueve o nieva. Por suerte el clima ayudaba en ese sentido, pero la noche empezó a volverse muy oscura. Las estrellas que habían iluminado el primer tramo desaparecieron en un cielo nublado que no dejaba ver. El viento soplaba más fuerte y el frío de la cumbre se hacía notar. Aproveché a ponerme mi campera Ansilta, busqué mi segunda linterna, me la enganche en el brazo y la usé como apoyo para iluminarme el terreno. Pasos por delante me cruzo con otros corredores, con quienes luego descendimos en una trabada, pero bien iluminada fila india.
En el km 58, ya superado el Cerro, me encuentro con el puesto Colorado 1. Estar ahí significa que el primer tramo de la carrera ya había pasado. En mi cabeza divido esos 130km en tres: arco a Colorado 1, Colorado 1 a Quilanlahue 2, Quilanlahue 2 a meta. Aprovecho el PAS para tomarme un poco de tiempo. Busco en las bolsas algunos geles extra que había dejado, como una empanada, un poco de membrillo y me saco los capuchones de los pies, que se habían desacomodado. Me limpié un poco, agregué Hipoglós para evitar ampollas, y solo me cubrí algunas uñas con cinta. Mientras tanto charlo con el staff de la organización, me ayudan a juntar las cosas, ellos mismos me limpian los pies y me contagian energía para avanzar.
Aunque faltaba menos, la noche todavía seguía. Debían estar cerca las 5am cuando Colorado quedaba atrás. El cuerpo empezaba a sentir molestias, las risas, la reflexión y el desafío se mezclaban en los pasos. Las emociones salían, todas ellas, mientras la distancia avanzaba. Recordaba los meses de entrenamiento, los sí y los no, los sacrificios por entrenar, el placer de hacerlo. Recordaba lo que pasaba fuera de las zapatillas, y sobre todo, recordaba como este Patagonia Run había estado ahí. Había estado para sostenerme en los vaivenes de los días, con esa fuerza, con ese compromiso con el hacer que dan los objetivos. Porque cuando los problemas me tapaban la cabeza, los 130km estaban esperando que salga a correr, esperando que llegue a esos 100 km semanales. Porque cuando el ánimo me tiraba, cuando la realidad se me hacía pesada, cuando parar era llorar, tenía una rutina de sentadillas para cumplir, unas estocadas para hacer. Porque al costado de una cama de hospital, también se pueden hacer ejercicios, porque concentrarse, porque agarrarse fuerte a una meta nos ayuda a seguir. Porque un objetivo, porque esta ultra, ahí estaba: esperando que hiciera algo, dejando que el resto de las cosas descansen un poco, como aire para mi cabeza, como ese tiempo para mí. Y en la montaña, meses después, pensaba y dejaba de pensar. Porque es corriendo donde yo logro esta conexión, donde los objetivos me impulsan y me centran, donde los problemas se suspenden. Con los ojos en lágrimas, con el alivio de lo superado, corría, otra vez, una vez más, y abrazaba mi objetivo. Valorando eso, deseando eso: tener muchos objetivos que siempre me sostengan y guíen. Corría, en el llano de un mallín, entre un puesto y otro, sin mirar el gps, bajando el ritmo, sin defensas a mis miedos ni mis penas.
Las horas avanzaban, y los pasos seguían. El recorrido me unió a una corredora muy simpática con quienes tiramos varios km juntas. Hablamos de correr, de historias y carreras. Al tiempo descubrí que era Vale Cha, una gran corredora de elite, que además reviste humildad. Era un lujo y placer compartir ese paseo, que ya después de Quechuquina no la pude seguir. Para ese entonces el sol ya había salido, con un poco de retraso y el cielo lleno de nubes. Llevaba varios km sin poder casi comer. Me obligaba a ingerir algo, pero estaba con el estómago cerrado. Después del km 90, ya me costaba sostener el ritmo, sentía las molestias y el terreno me marcaba una subida pronunciada. Empezaba el ascenso al cerro Quilanlahue, una subida que ya conocía y sabía mi cuerpo la iba a sentir, sobre todo en las articulaciones. Me crucé corredores conocidos, y otros tantos que iba conociendo. La charla me mantenía la cabeza ocupada, y el tramo se llevaba mejor. Disfruto mucho esos momentos de carrera, cuando aparecen caras nuevas, cuando se cruzan historias de km, cuando reconocemos una cara que sólo teníamos de Facebook y salen las risas. Seguía con mi paso. Para ser sincera, corto y algo lento. Pero seguía, hasta llegar a esa cumbre del cerro que esperaba a 1650 metros sobre el nivel del mar. Por el mal clima modificaron el descenso, asignando el mismo camino por el que habíamos subido.
El sol no brillaba y el cielo estaba cubierto pero la tercera parte de la carrera estaba en marcha. Después del PAS Quilanlahue, ya pasado el cerro, llevaba 105km recorridos: ya había superado mi mayor distancia que eran 100km. Estaba cansada, sin recuperar el ritmo o el apetito. La tarde resultaba más fría que la noche, con viento y llovizna como compañía. Las articulaciones me reclamaban. Eran solo tres puestos hasta la meta, era el tramo más corto, pero cada km costaba mucho más. El bosque se hacía monótono, lo que vendría después no era mucho mejor. Andaba entre los troncos que quedan en el piso, casi acomodados para hacernos saltar, cuando me di un golpe fuerte en la rodilla. Fue en ese momento cuando la palabra "dolor" me empezó a resonar. Sin filtros, sin disimulo, sin poder esquivarlo: el dolor me dolía. El dolor me dolía en las rodillas, en el cuerpo, pero sobre todo me hacía tomar consciencia del dolor. ¿Cuánto dolor estamos dispuestos a tolerar? ¿Cuál es el riesgo al que somos capaces de someternos a nosotros mismos? Pensaba no en el cuerpo, no en la carrera; sino en las situaciones a las que nos exponemos en la vida misma. Daba un paso, daba otro, apoyaba el bastón y sentí una lágrima amarga que me caía en la mejilla. ¿Cuántas veces el dolor se vuelve nuestra zona de confort? ¿Por qué nos acostumbramos a sufrir? ¿Por qué estar mal si podemos estar bien? La frase de mi amiga Soraya se me vino a la cabeza. Seguía avanzando. Es el cuerpo, son las ideas que el cansancio trae las que en la montaña sí debemos vencer. Las ultras duelen, uno lo sabe, y se tratan de aprender a administrar ese dolor del cuerpo. Corría, caminaba, avanzaba, seguía el camino a ese arco por el que había decidido ir.
El PAS Colorado 2, en el km 113, fue un oasis en medio del desierto. En cuanto crucé a las primeras chicas del staff me puse a hacer chistes y eso me renovó el ánimo. Pare poco en el puesto. Solo para comer algo sólido y cambiar las pilas del GPS. Salí rápido y continué la marcha. Lo que seguía era un campo abierto, donde el viento no se cansaba de soplar. A pocos km escuché unas voces que me resultaron conocidas. Me di vuelta, y confirmé que mi oído tenía razón. Levanté los bastones y empecé a agitarlos: venían Kari, Pauli y Alberto con quienes seguí varios km. Hablábamos poco, lo necesario para marcar el paso y avanzar. Todo era andar y seguir, continuar el camino que había empezado. Andar hacia delante, pensando, sin pensar, soportando las molestias y sobre todo visualizando el arco de llegada.
Cada subida, cada bajada, cada piedra en el camino se hacía notar. Eran los últimos km del recorrido y el circuito se acercaba al lago. Escuchaba los pasos de otros corredores, de tanto en tanto cruzábamos palabra. Faltaba poco, no quedaba nada… casi nada. Poco en el recorrido, poco en mí. Todo era llegar; llegar para reír, llegar para llorar, para dormir y para descansar. Las palabras de mi profe seguían resonándome: -"La primera parte correla con el cuerpo, la segunda con la cabeza y la tercera con el corazón". Corazón y voluntad era todo lo que me quedaba.
Hoy es sábado, ya se pasó el mediodía. Miro la medalla y sonrío. En casa, la memoria sigue andando. Veo el arco, todavía lo recuerdo, todavía lo siento ahí nomás de mí. Veo el arco y a Jorge, mi profe, esperándome con la bandera del Team. Faltaban menos de 600 metros, cuando se acercó para abrazarme. En ese momento sentí que ya había llegado. Lo abracé mientras andaba y lloré. Lloré con lágrimas de emoción, con lágrimas de alivio, lágrimas de dolor y de alegría. Lloré por lo que tenía y lloré por todo lo que en la montaña había dejado. 131,5 km donde correr fue el motivo y la excusa, donde encontré preguntas y hallé respuestas. Donde el cuerpo estuvo, y las emociones tuvieron su lugar.
Por Yasmín Jalil
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