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La maratón del mundo: correr Nueva York, a su manera
Las diferentes experiencias de atletas de elite, de corredores aficionados y de corredores debutantes a través de los míticos cinco distritos, unidas por la misma sensación de placer
Uuuhhh, pero a mí me gustaría largar con ustedes, para correr entre la gente… ¡Me voy a aburrir corriendo sola!”, exclama Marita Peralta y no hay una milésima de impostación en su frase. Está a sólo horas de participar por primera vez en su vida de la Maratón de Nueva York, la maratón del mundo, y ya ha descubierto, sin saberlo, uno de los grandes secretos de esa carrera maravillosa, única.
El trote de descarga por el Central Park, exactamente un día antes de la largada, los tiene al frente a ella y a Mariano Mastromarino, que no sólo va a correr por primera vez en la Gran Manzana sino que también debutará en un Major. Detrás de dos de los atletas olímpicos argentinos en Río trotan, trotamos, centenares de aficionados entre los que se cuentan expertos en haber recorrido ya varias veces los cinco distritos neoyorquinos y también ávidos principiantes. Se cuentan por centenares y se suman a corredores llegados desde todos los puntos del planeta. La idea original de Amaison Producciones, de cumplirle el sueño a los olímpicos, parece ser la punta de lanza de una verdadera invasión argentina.
Sólo la fascinación por los diversos colores otoñales de los árboles del icónico parque desvía por segundos la atención de Marita de aquello que verdaderamente la emociona: “Es impresionante la cantidad de gente que corre… Salís a la calle y siempre te encontrás con alguien corriendo”.
Apenas 24 horas después, puntualmente a las 9.22 del domingo 6 de noviembre, ella estará en la primera línea de largada con la elite femenina, allá en Staten Island, junto con su compañero de aventuras –que saldrá unos minutos más tarde con la elite masculina– al frente de otros 55.000 que los seguirán, que los seguiremos, en cuatro oleadas de pasión empujadas por ese irresistible “¡Niúiork / Niuyióóóóóók!!” que se repite ante cada corral que se abre. Eso impulsa tanto o más que todos los entrenamientos juntos, desafiando el viento cruzado que azota los cables de acero del magnífico Verrazano, el primer puente de toda la travesía.
Una hora, 24 minutos y 28 segundos después, Marita estará cruzando en el puente Pulanski justo la mitad de la carrera: su alegría puede más que su dolor, aún cuando su pierna herida apenas si fue dada de alta para caminar.
A esa hora, a Calu Rivero le faltan quince minutos para largar y ya se entregó a una última meditación, que le permitió visualizar el arco de llegada como un portal de salida. Disfruta, en su corral verde, de un sol impropio para la época, junto con otros miles. “Desde que surgió la idea de correr una maratón, una maratón de verdad, de 42 km, decidí no escuchar nada negativo. Nada. ‘Es durísimo, no vas a llegar, en el kilómetro nosécuánto estás luchando con tu cabeza…’ Empezaban con eso y hacia off; parecían personas hablando sin voz. Seguramente es cierto, pero no. Nunca quise abandonar ni me pregunté qué estaba haciendo ahí. Nunca sufrí. Siempre disfruté”, contará después. Y con ese espíritu se internó en Brooklyn, donde la música de la avenida Lafayette la hizo sentir una rockstar y el silencio de la avenida Bedford, en el barrio judío, la llevó a ensimismarse en su música. Un rato después, casi sin darse cuenta, estaba cruzando el mismo Pulanski en 2h6m19, su mejor marca en media maratón.
Por allí también había pasado, momentos antes, Tommy Muñoz. Con la misma convicción y el mismo entusiasmo con el que en un momento decidió dejar atrás el peso de su propio cuerpo, que llegó a ser de 118 kilos, afrontó su primer Major, y recorrió sus primeros 21K en 1h56m02, más rápido de lo programado. Es esa la seducción que esta carrera propone y que resulta difícil de negar, aunque se sepa. La maratón de Nueva York es como Garrincha, aquel legendario futbolista brasileño de los años sesenta: todos sabían cómo era su gambeta, pero nadie lograba quitarle la pelota; aquí se sabe que hay que dosificar el esfuerzo en la primera mitad, porque la segunda es la que más exige, pero es tanta la energía que cuesta limitarla.
En eso pensaba en el corral de largada, con la maratón de Chicago tan reciente en tiempo y en sensaciones: sólo 29 días antes estaba escuchando al locutor de la ciudad de los vientos decir que estábamos ante “el día más maravilloso de la historia de esta maratón” y ahora debía lograr que el “¡Niúiork / Niuyióóóóóók!!” no me llevara más rápido de lo que debía. Sobraban las razones esta vez; ya no eran sólo los consejos sabios de Luis Migueles, sino cuidar el cuerpo ante un esfuerzo poco común. El mantra, entonces, pasaba por el deber, el poder y el querer: “Entre lo que (no) se debe, lo que (sí) se puede y lo que (sobre todo) se quiere, sólo hay 42,195 km”, repetía. Y tal vez por eso llegué al Queensboro, el temible tercer puente que lleva de Queens a Manhattan y de la fiesta ruidosa al drama silencioso, con aire y piernas suficientes para relatar -¡por Facebook y en vivo¡- el paso por ese lugar de quiebre de la carrera, a los 25K, gracias a la locura de Sergio Zilberman, un joven veterano de mil maratones neoyorquinas que esta vez fue espectadorcronistaacompañante de cuanto argentino pasara corriendo por allí.
Para Mastromarino, en tanto, la interminable subida de la avenida Manhattan, desde la desembocadura del Queensboro hasta la entrada en el Bronx, por el puente Willis, el cuarto de la lista, tuvo la sensación de traición que sólo transmiten los “falsos llanos” pero combinada esta vez con la soledad, también traicionera. Igual llegó a los 35K, ya otra vez en Manhattan, en 1h55m41, dentro de un plan de carrera que le iba a pemitir arribar a la meta 16°, en 2h20m08, como el mejor latinoamericano en la maratón del mundo.
Para Marita, cruzar el puente Madison y sumergirse de nuevo en Manhattan fue como cruzar la tristeza de Rio y sumergirse en la alegría de Nueva York. “Cuántas lágrimas derramé de dolor y tristeza; hoy corrí con el corazón, gracias a todos los que confiaron en mí”, escribiría después, al llegar a la meta en 2h58m57 y antes de poner esas piernas a descansar, porque le esperan un par de maratones todavía.
Para Calu, fue tranquilizar a su coach, Coco Suárez, aunque ella misma no lo necesitara. “Me faltaba 1k y me reia, me reía… Estaba en shock. Ni miré el tiempo: 4h36m33. Llegué y me largué a llorar. Sólo escuchaba la frase de todos los que te esperan, te cuelgan la medalla y te dicen: ‘Estoy orgulosa de vos’. Y, lo juro, no suena como una frase automatizada; están orgullosos de vos, realmente te admiran”, contaría, tras su debut, registrado en 4h36m33.
Para Tommy, fue volver a desafiarse a sí mismo, como cuando se vio en TV y dijo “Yo no puedo estar así”. No pudieron entonces los prejuicios, no pudieron ahora los gemelos agarrotados: los últimos kilómetros por ese Central Park que sube y que baja, para finalmente girar a la derecha al llegar a la esquina más turística de la Quinta Avenida y volver a girar hacia la derecha para ascender a la Tavern on the Green, no se corren solo, no se corren solos. Miles de manos empujan hacia el arco de llegada, enmarcado por dos tribunas que disfrutan tanto como los que llegan, como llegó Tommy en 4h11m58.
Para uno, la sensación final es la misma que la de Chicago, 29 días antes, o que la de cualquiera de las otras maratones recorridas: las irreferenables ganas de volver a correr otra. Aunque el tiempo (3h58m18) no haya sido el mejor. Aunque ninguna maratón sea como esta maratón, la que recorre Staten Island, Brooklyn, Queens, Bronx y Manhattan, los cinco distritos de Nueva York, de cinco maneras y en cinco tiempos bien diferentes.
En realidad, es como si la hubiéramos corrido todos juntos. Los atletas de elite, los aficionados con pretensiones, los debutantes… Como quería, y quiere, Marita Peralta.
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