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Pasó Francia 2023 y dejó a salvo el elemento más sagrado del rugby
Después del Mundial, en el rugby se empezará a revisar aspectos que estuvieron en discusión o que abrieron interrogantes durante los muchos días de competencia en Francia. De ahora a Australia 2027 estará en juego la política –¿quién tomará el control de World Rugby?– pero también se pondrá sobre la mesa elementos del juego mismo: cómo desde el reglamento se puede beneficiar más a los ataques que a las defensas, cómo unificar criterios en el arbitraje, de qué manera premiar a quien consigue más tries que penales y qué hacer para que el rugby no siga transformándose en un deporte en que el uso del pie sobreabunde al de las manos.
En el balance, Francia 2023 reveló además situaciones destacables. Una, y más allá de las discusiones que generan las sanciones en las situaciones en las cuales se producen choques con las cabezas, es que mejoraron sustancialmente los protocolos de cuidado de la salud de los jugadores. Las conmociones requieren que el jugador vaya al vestuario, se someta a un protocolo y, si no lo supera, descanse 15 días. Seguramente haya que seguir trabajando y estudiando el tema, pero, sin dudas, se ha avanzado.
La otra cara virtuosa es el mensaje brindado, sobre todo en el nivel de hiperexigencia que genera un Mundial, de naturalizar el resultado de un partido. No se dramatiza la derrota y no se magnifica la victoria. Se gana y se pierde, porque de eso se tratan el deporte y la vida. Si se temía que el profesionalismo desvirtuara esta situación, quedó ratificado que la revalorizó.
Para la película final de Francia 2023 hay decenas de imágenes: los tackles de Du Toit, las lágrimas de Sexton, las embestidas de Etzebeth, las habilidades de Dupont, las destrezas de los All Blacks, la identidad sudafricana, la garra uruguaya, la audacia portuguesa, la cultura fijiana, el orgullo inglés, el liderazgo de Farrell, el color único de la hinchada argentina, el tackle de Moroni, la intercepción de Sánchez y tantas otras como se quiera elegir. Pero el elemento más sagrado del rugby es el de los abrazos, los saludos y la calle de todos los jugadores cuando se termina la batalla. Sin grandilocuencias, el ganador va a consolar al perdedor. En tiempos en que lo único que se mide es el éxito y lo efímero, el rugby hizo un culto, otra vez en este Mundial, a la verdadera camaradería más allá de cualquier resultado.
Lo fue en la mismísima final. Tras 80 minutos de una dureza inusual, de una fiereza increíble en la zona de contacto en busca de la pelota, sudafricanos y neozelandeses dieron una imagen de la salud que brinda el deporte. Los ganadores festejaron sin euforias desmedidas y los perdedores aceptaron la derrota sin quejas ni histerias. Damian de Allende charlando como si estuviera en un café con Sam Whitelock y sus hijos unos minutos después de la superfinal es un foto-símbolo del rugby en su más pura esencia. También la de Aaron Smith, en su último partido, con su hijo en brazos yendo a recibir su medalla plateada, luciéndola orgulloso. No es que no importe perder, sino que se lo entiende como una parte del juego, y no como el todo.
El rugby profesional puede haber resignado el tercer tiempo como se lo conoce, sobre todo aquí, en el rugby voluntario argentino, pero las de las bebidas compartidas en el vestuario por ingleses y uruguayos, por argentinos y chilenos, son imágenes que seguramente se generan en otros deportes pero que el rugby cuida y fomenta como ningún otro. El ganador va al vestuario del perdedor y allí se comparte lo que “Veco” Villegas sostenía como el tiempo más importante del rugby, el del encuentro de los protagonistas después del fragor de la lucha.
Esa virtud sigue acompañada por el respeto a los árbitros por parte de los jugadores. No hay quejas ni gestos ante una sanción, simulaciones ni pedidos de tarjetas. El valor del juego.
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