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Los Pumas y un impacto conmovedor que rompe con una de las últimas utopías del increíble deporte argentino
Muchos nos habremos preguntado alguna vez: ¿nos moriremos sin haber visto...? Un orgullo familiar, la aparición de la vacuna contra el cáncer, la erradicación de la pobreza en el mundo, un lugar turístico soñado desde chicos, un equipo deportivo al que le falta un título o un logro. "Si no les ganamos aquella vez en Ferro, la de los 21 puntos de Hugo Porta, o la de la noche del Monumental, olvidate: nunca va a pasar". Casi un frase patentada.
Pero la utopía un día no fue tal y pasó. Los Pumas vencieron a los All Blacks, a los Hombres de Negro, a los mejores del mundo, a los que nacen con una pelota de rugby, a los que sienten este deporte como ninguno en unas islas del Pacífico Sur. El rugby argentino sabe de epopeyas, pero difícilmente olvide esta del año de la pandemia. Porque parecía de esas cuentas pendientes insalvables. Casi como la Copa Davis, esa que esquivó a grandes nombres de la historia del tenis argentino y cuyo sueño un día se concretó en la mágica Croacia en 2016.
Los Pumas entran en la historia grande del deporte argentino de todos los tiempos. Por si aquel Bronce en el Mundial 2007 no hubiera sido suficiente, sacaron chapa para toda la vida con una victoria inolvidable. Que se une a otros hitos que siempre nos conmoverá recordar...
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Porque esto de los Pumas es como aquel furibundo derechazo cruzado de Carlos Monzón que puso KO en Roma a Nino Benvenuti, en 1970, y cuyos 50 años se cumplieron el 7 de noviembre, hace una semana. Boxeadores y campeones mundiales la Argentina tuvo muchos: célebres, amados, admirados, como Pascual Pérez, Nicolino Locche, Horacio Accavallo, Ringo Bonavena. Pero aquel escopetazo de Monzón, un flacucho de 28 años por el que nadie daba nada, frente a una gloria mundial, marcó el comienzo de una época inolvidable. Bajo el nombre de epopeya.
También es como lo de Zagreb 2016 para el tenis argentino. Parecía otra utopía, entraba en el terreno del absurdo imaginarlo habiendo tenido muchos nombres ilustres que no lo habían conseguido y hasta despilfarrado chances muy favorables. Pero los obreros del bajo perfil (Guido Pella, Leonardo Mayer, Federico Delbonis) encontraron el aliado ideal: un fuoriclassi como Juan Martín Del Potro. Que había tocado fondo y casi que estaba más para comer corderos con los amigos en Tandil que para jugar al tenis a causa de la maldita muñeca sometida a una y otra operación.
Pero Delpo volvió con el podio olímpico y la medalla plateada en Río 2016, para coronar el sueño meses más tarde como bastión del grupo liderado por Daniel Orsanic que se abrazó a la mítica Ensaladera de Plata. Rúbrica que completa cada logro del hombre que cambió el tenis en la Argentina: Guillermo Vilas. Con sus 62 títulos, sus 4 Grand Slams, el Masters de Australia y ese N° 1 no reconocido y cuyos entretelones reflotó recientemente Netflix con su "Serás lo que debes ser o no serás nada". Vilas fue mucho más que una película y que un número en el ranking que lo terminó haciendo llorar: fue, es y será el tenis argentino mismo.
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O como aquel 29 de junio de 1986 en el Azteca. Un seleccionado que un mes antes del Mundial había perdido con Noruega 1-0 un amistoso y provocaba toda clase de bromas y ácidas críticas; incluso, hasta movidas gubernamentales desde la secretaría de Deportes para voltear al DT, Carlos Salvador Bilardo. El corolario fue perenne: campeón invicto, sistema táctico distinto al resto (3-5-2), victoria sobre los ingleses con un golazo insuperable y otro con un puñetazo del capitán, el único triunfo en una final sobre Alemania y también única conquista en el máximo torneo fuera del país. Con el mejor de todas las épocas en las canchas en su esplendor y hoy en su enésima rehabilitación por sus adicciones. Inolvidable Diego Maradona.
¡Lo que nos enorgullece ver imágenes y algunos videos del Chueco Fangio! Tiempos, aquellos de los años cincuenta, donde en la Fórmula 1 no se corría como hoy, cuando a los pilotos le avisan por radio hasta la temperatura del caucho y los riesgos de vida se han reducido drásticamente. El balcarceño y quíntuple campeón mundial selló en 1957, con Maserati, a los 46 años, su última consagración. Un registro que sólo pudieron igualar, 43 temporadas después (y luego superarlo), Michael Schumacher y poco más tarde Lewis Hamilton. Fangio, claro que sí, es un emblema del deporte argentino de todos los tiempos. Inquebrantable.
Lo mismo que la más cercana Generación Dorada de básquetbol, focalizada su grandeza en el oro olímpico de Atenas 2004, con victoria incluida en las semifinales frente al Dream Team, al que ya había vencido dos años antes en el Mundial de Indianapolis. Un grupo, liderado por Manu Ginóbili y Luis Scola, que enalteció la búsqueda de objetivos, representó con hidalguía al país en cada competencia, simbolizó lo que es jugar con el alma en la mano y durante más de una década se transformó en el auténtico Equipo del Pueblo, sin distinciones de simpatías o preferencias por camisetas.
Postales inolvidables del deporte argentino. Que también se asocian a las epopeyas de otros enormes campeones y figuras de la talla de Roberto De Vicenzo, Delfo Cabrera, Lionel Messi, Paula Pareto, Luciana Aymar, Hugo Conte, Juan Carlos Harriott (h.), Santiago Lange, Juan Curuchet, Carlos Reutemann, Gabriela Sabatini, Jeanette Campbell, Alberto Demiddi, Adolfo Cambiaso (h) y tantos otros. Nada les quitará su lugar en la historia.
Cuando se busca el porqué de los milagros deportivos argentinos, habrá que hurgar en la rebeldía, en la capacidad de sobreponerse a las adversidades. Un país que, social y económicamente, no debiera generar fenomenales impactos como el que se consumó este sábado en Sydney de la mano de unos increíbles Pumas que hicieron llorar a muchos, incluidas leyendas del deporte. O aquella vez en Roma hace medio siglo. O en Zagreb, acá nomás en el tiempo. Un deporte argentino que sabe construir desde las entrañas, el dolor y el esfuerzo para simplemente ser.
"¿Nos moriremos sin haber visto a los Pumas ganarle a los All Blacks?". Bueno, el cielo puede esperar.
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