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El debate que viene: cómo usar los millones de dólares que entran a la UAR
La Unión Argentina de Rugby (UAR) cerró 2019 con ingresos por unos 25 millones de dólares, un número poco frecuente para el deporte argentino. El monto viene rondando esa cifra desde 2016, cuando se produjo el acceso de Jaguares al Súper Rugby, pero ya ofrecía balances de más de 10 millones cuando en 2012 comenzó la participación de los Pumas en el Rugby Championship. Como siempre sucede, sobre todo a comienzos de cada temporada, la discusión está en cómo se reparte ese dinero. El 70 por ciento, o sea unos 17 millones, va a solventar la estructura profesional, y el 30 restante, unos 8 millones, se destina al rugby de base compuesto por los clubes.
Los ingresos de la UAR provienen de los derechos de televisación, de los auspiciantes, de las localías de los partidos de los Pumas y de la venta de entradas por los dos campeonatos de la Sanzaar. Se decidió separar lo que viene aportando World Rugby para la compra y la construcción del Centro Nacional de Rugby, que, según la dirigencia, estará destinado a los sectores profesional y amateur.
La estructura profesional argentina alcanza a no más de 300 personas en todo el país, entre jugadores (a los 30 contratados se agregan en 2020 otros 30 que inaugurarán, actuando por la franquicia Ceibos, la Súper Liga Sudamericana y que no jugarán en sus clubes), entrenadores, preparadores físicos, médicos, kinesiólogos, nutricionistas y empleados administrativos. La de clubes es muchísimo mayor, teniendo en cuenta que sólo en infantiles hay alrededor de 130 mil jugadores, según una cifra brindada por la UAR a fin del año pasado.
Cuando se justifica o se reclama el reparto del dinero, los argumentos contienen verdades. Desde la UAR sostienen que a la cifra de 25 millones se llega gracias a que hay rugby profesional. Argumentan que sin Rugby Championship y sin Súper Rugby no existirían esos números. Es cierto. Desde otros puntos de vista se plantea que sin los clubes no habría posibilidad de llegar al profesionalismo, porque los jugadores salen de ahí y no de academias o colegios, como sí sucede en otros países. También es cierto. En la misma vía, la UAR dice que sostener el rugby rentado requiere de ese 70% de los ingresos y desde buena parte de los clubes se afirma que el 30% que les toca es insuficiente.
¿Hacia qué destina la UAR para el rugby de base esos 8 millones de dólares (vale recalcarlo: una cifra envidiable para casi cualquier deporte)? La mayor parte, 75%, está volcada a las competencias nacionales y provinciales de hombres y mujeres. El resto, a capacitaciones y cursos (94 entre ambos, con participación de 150.000 personas).
Quizá con estos números y con esta realidad del rugby argentino (no se discute ni las necesidades de una estructura profesional ni la del cuidado de ese tesoro y soporte que son los clubes) haya que plantearse otros desafíos y nuevas preguntas que, por ejemplo, abarquen cómo y en qué se utiliza el dinero más que en cómo se lo reparte. Lo cierto es que hay cuestiones que todavía ofrecen huecos: la competencia interna, el referato, el calendario, el coaching, el reglamento (especialmente con las idas y vueltas en el scrum) y la alta deserción –no es un único deporte en que ocurre– a los 16 o 17 años, sobre todo desde que el juego se tornó tan competitivo, al punto de que la detección de talentos ya bajó hasta los 15 años.
La foto del rugby argentino ha cambiado drásticamente en la última década y monedas. Pasó todo muy rápido. No hay marcha atrás para algunas cosas, pero quizá se pueda abrir un debate amplio para varias otras.
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