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Rubén Rézola, en Tokio 2020: el “gordito” al que se le dio vuelta el bote y terminó en olímpico
El ex compañero de embarcación de Miguel Correa asume sus terceros Juegos Olímpicos en canotaje; la historia de un santafesino que tuvo un comienzo difícil de chico en este deporte
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Ocho cilindros en V, 600 caballos de potencia, 4 litros de cilindrada para un motor biturbo. Rubén Rézola sueña con un auto de alta gama que vale 150.000 dólares: “Me encantaría en un color que no viene: blanco”. El palista con medallas panamericanas de todos los colores, el olímpico en Londres 2012 y Río 2016, el elegido por la Fundación Konex como uno de los cinco mejores canoístas de la última década, es un fanático de los fierros. Su abuelo era mecánico, se crió con un taller en la casa, tiene cursos de mecánica hechos por puro placer.
Si un día se ganara el Quini, lo primero que haría sería comprarse aquella “máquina”. ¿Pero si te dieran a elegir entre el auto y llegar a un diploma olímpico? “El diploma”, no duda Rubén: “El auto, aunque casi imposible, quizás a la larga lo podés comprar. Para el diploma tenés muy pocas chances, quizás solo una”.
Desde los Juegos de Helsinki 1952 se entrega un diploma olímpico. En una primera instancia fue a los seis primeros clasificados en las competiciones de los Juegos Olímpicos. Y a partir de Los Ángeles 1984 se extendió a los 8 mejores. El canotaje argentino solo obtuvo tres en toda su historia: el primero con Javier Correa en Sydney 2000 remando solo, el segundo con su hermano Miguel en Londres 2012, pero esta vez acompañado en el bote, con el protagonista de esta historia, Rubén Rézola.
Ahora, Rubén rema solo rumbo a Tokio, sueña con repetir algo que no se puede comprar: figurar entre los ocho mejores del mundo en unos Juegos Olímpicos. “A nivel deportivo, Rubén es una bestia”, lo describe Agustín Vernice, campeón del mundo sub23 en K1 1000m: “Es un tipo muy fuerte y a nivel personal es un pibe muy sencillo, buen chico”. Rézola es múltiple campeón argentino y sudamericano, finalista individual en 200, en el Mundial de República Checa 2017. ¿Quién hubiese pensado que de chico le decían “gordito” y en su primera regata lo tuvieron que sacar del agua porque se le dio vuelta el bote?
“Nunca me afectó, pero sí, me decían gordito”, reconoce Rubén: “Es más, ya uno de los chicos del club nuevo me pidió permiso para decirme gordo y siempre fue con cariño. Ahora soy gordo para todos”, sonríe con cara de bueno detrás de sus 79 kilos de músculos que brotan de su metro setenta y cuatro de altura. Sucedió que que “el gordito” a los 10 años vio en la tele una carrera de kayak, y sin saber aún ni cómo se llamaban esos botes, le pidió a Miriam: “¡Mamá, yo quiero hacer eso!”. Allá salió Miriam con su hijo al Club Náutico El Quilla, en Santa Fe. “Cuando llegamos, él me marca un dibujito en un cartel: esto quiero hacer mamá”, recuerda Miriam. “Me caí al agua en el primer día de clase”, se ríe Rubén: “Hacía mucho frío y no tenía ni la ropa adecuada. Quise volver al kayak y el profe no me dejó. Pero siempre fui muy cabezadura”.
Insistió y llegó a su primera competencia. “Ahí también fuimos con él”, rememora Miriam “y nos acompañó su abuela Hilda, mi mamá. A ella Rubén le decía “Mami” y a mí, “Mamá”, y en casa le decíamos “Chijete”, porque nunca se quedaba quieto”. Era un día frío, el viento agitaba las olas en Club de Niños Manuel Belgrano, el lugar de la competencia. “Nosotras pensamos que con un día así se suspendía. Me parecía imposible que lo hicieran remar con ese clima.”, reconoce Miriam. Pero la regata se largó y ahí salió “Chijete”, a pura palada. Le duró poco el envión, porque a mitad de carrera se le dio vuelta el bote y al agua. “Fuimos desesperadas a hablar con el profesor, ¿y ahora qué iba a hacer? ¿Que para qué lo hizo largar así?”, relata su madre. “Quédese tranquila señora que ahora lo sacan del agua?”, le contestó el entrenador. “Sí, ¿cómo me voy a olvidar?”, recuerda Rubén. “Ellas preguntando si yo estaba bien y yo, que no pude terminar la carrera, a las puteadas”.
Un inicio poco prometedor para el joven Rézola. “Ahora llevo la más de la mitad de mi vida arriba de un bote”, reflexiona al mirar hacia atrás: “Nunca más me quise bajar”.
* * *
En Londres 2012, Rubén llegaba a sus primeros Juegos con 21 años. Compartía bote con Miguel Correa en los 200 metros. Se clasificaron a la final. Rusia, Alemania, Canadá, Australia, Bielorrusia, Reino Unido, Francia, todas potencias en canotaje y allí estaba el bote argentino. Apenas 85 centésimas separaron a Miguel y Rubén de la medalla olímpica, el tiempo que lleva parpadear dos veces. Para acortar esos dos parpadeos que lo alejaron de la medalla tuvo que esperar cuatro años.
Llegó Río 2016 y Rubén participó en la misma distancia de 200 metros, pero ya solo en el bote y con una medalla de oro panamericana de Toronto 2015. “Mi familia nunca me pudo ir a ver a carreras internacionales”, reconoce Rézola, que agrega: “Pero en Río recolecté dinero para que estuvieran mi mamá, mi papá y mi abuela”. No solo la familia, a la ciudad maravillosa se sumó toda una banda de amigos para alentar al santafesino, y de paso disfrutar de las playas, unos 25 que coparon la tribuna de la pista de canotaje. Era la barra brava de Rubén.
“Terminé con bronca en Río”, admite el dos veces olímpico: “Hubiese querido que saliera mejor”. Finalizó 8º en la final B, donde ya no se pelea por las medallas. “Siempre trato de aprender, en la preparación me exigí por arriba de lo que podía. Quería que saliera todo perfecto y una lesión no me lo permitió… yo no quería ver que no todo sale como uno desea. Para colmo en Río no me había llegado el bote, después llegó roto, me mandaron a entrenarme a otro lado”. El lado B que no se ve, acerca de por qué un deportista puede terminar en una final B.
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“Rubén es muy noble, siempre va a dar una mano a quien lo necesite”, lo describe Miriam: “Le gusta mucho los animales, se la pasa rescatando perros de la calle”. También es muy familiero. Su hermana Luz, 19 años, es profesora de baile. “No soy celoso”, asegura Rubén, “pero que no se pasen de vivo”, aclara sin sonreír. Y el más chiquito es Maximiliano, de 11 años, a quien acompaña cada tanto a remar. Dicen quienes lo conocen que Rubén es demasiado competitivo, que no le gusta perder a nada, excepto cuando rema contra Maxi. “Igual no lo pude enganchar”, reconoce el hermano mayor: “Maxi lo vio saltar a Germán [Chiaraviglio con garrocha] en los Panamericanos y ahora está con eso”. Ambos santafesinos han compartido Juegos Panamericanos, Olímpicos y también el gusto por la pesca.
Estudió dos años kinesiología, “pero no me da el cuero para hacer las dos cosas”, admite Rubén sobre el canotaje y la cursada: “No es imposible pero quizás afuera de la preparación de los Juegos. Me gustaría retomarlo”. De lo que sí se recibió es de masajista y de acupunturista. “A veces me lo hago a mí mismo, si es que llego al lugar del cuerpo que necesito”, refiere al arte milenario de las agujas. Para los masajes es más complicado: “Me sirve mucho, la acupuntura es de las técnicas que mejor me funcionan”.
A su oficio de masajista tuvo que recurrir en 2020, cuando todo se complicó económicamente. Estuvo a punto de dejar el deporte y el canotaje no es una actividad barata. “Por ejemplo, mi bote vale 5000 euros”, explica Rézola. “Por suerte la marca Nelo que me sponsorea me lo da, pero ingresarlo al país, en impuestos te sale lo mismo que el valor del bote. Es complicado”. Las palas con las que reman tampoco son baratas, agradece que con eso lo ayuda Bracsa, pero de tanto afirmarse contra el agua, al año hay que cambiarlas porque se llenan de microfracturas. En resumen, un año muy difícil, que sumado a la cuarentena lo hizo repensar todo. “Aprendí mucho en ese 2020”, reconoce Rubén: “Y traté de expresarlo en el agua. A partir de ahí volví a ser yo, a disfrutar arriba del bote”.
Y se expresó clasificándose a Tokio. “Es algo que siempre busqué porque el máximo representante en este país en Juegos Olímpicos fue Javier Correa, que también estuvo en tres”. Otra vez solo en el kayak, otra vez en los 200 metros, Rubén llega a la capital nipona. En unos Juegos marcados por las restricciones y a 17.000 kilómetros de su Santa Fe, ya no estará la banda de amigos, ni sus padres, ni su abuela. Hilda falleció en marzo de 2017 y tenía para su nieto un apodo especial, le decía: mi “piojo”.
Como ocurre hace ya media vida arriba del bote, el fanático de los fierros, el “gordo”, “chijete”, el “piojo”, va a remar por aquello que, a diferencia de un auto, no se puede comprar. No habrá barra brava en la tribuna, pero seguro todos estarán alentando desde Santa Fe, y desde arriba.
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