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Recuerdo mi corazón reventándose en el pecho
Río de Janeiro.- Cuánto había soñado ese momento... cuánto había imaginado estar adentro de un Mundial. ¡Debutar en una Copa!
Mi espera finalmente terminaba en 2002 (el equipo del debut ante Nigeria, en la foto). Luego de años de eliminatorias, Copa América y amistosos. Antes, el Mundial 98 me fui a mirarlo desde Europa porque si me quedaba en Buenos Aires sabía que no iba a aguantar a nadie diciéndome que tenía que estar ahí. Me exilié con dolor, pero a la vez alentando por lugares remotos a mi selección. Y de ahí viene ese sentimiento de pertenencia, tan particular y profundo, porque lo que más amás de repente te lo saca una elección y se te clava una frustración que sólo quien pasó por eso lo sabe.
Juro que en el 2002 no era la vida de profesional la que fluía en ese instante previo al debut. Era de vuelta ese pibe que estaba por sentir en carne propia lo que toda una vida había imaginado cómo sería. La noche anterior fue eterna. Y los minutos parecían granitos de arena cayendo en cámara lenta.
Ahora los botines patrocinados parecían furiosos en el vestuario de Japón, pero tenían el olor de los rotos de la infancia. Las vendas eran perfectas, pero tenían la humedad de aquellas que enrollaba en los colectivos. Y la camiseta... esos colores esperando en mi lugar, todo prolijo. La 3, besarla como a la mujer que no querés que te abandone jamás. Y juro que esa camiseta llevaba el grito del 86, el ¡gracias Diego! Así como las puteadas hacia los tanos del 90 y el salir a festejar el gol de Cani hasta el Obelisco. Ese Cani que estaba con nosotros en Japón, esperando su momento, y nos pasaba la tranquilidad del que sabe.
Después el café, parte del ritual, y las miradas cómplices con los compañeros inyectándonos más garra aún. Empujándonos. No te das una idea de lo que se vive en ese vestuario antes de una Copa del Mundo. De los gritos, la adrenalina. Silencios de algunos y esa energía que te hace poderoso.
El pasto más seco de lo habitual al salir al campo y el encuentro de cerca con los hinchas, siempre ellos, como si fueran luces argentinas desparramadas en la tarde nipona. Recuerdo mi corazón reventándose en el pecho al sonar el himno y la confianza al estar rodeado de monstruos con una experiencia tremenda a mi lado. Bati, Cholo, Pupi y el Ratón, que justo se nos lesiona un segundo antes...
Ahí estábamos nosotros. Cantando a un suspiro de empezar, con un pueblo que se despertaba ilusionado en sus casas a kilómetros y mapas de distancia. Yo me los imaginaba alentando en la madrugada. Las provincias unidas, frente a la tele y ese orgullo único, sensacional. Y la responsabilidad gigante y hermosa de representarlos y dejar el alma en cada pelota. Flameaba la bandera. Se acercaba el pitazo inicial.
Mi vida ya valía la pena. Estaba al borde del sueño. Aquel de chico, cuando los mundiales eran un espejismo. Cuando por primera vez había visto una casaca argentina entre papelitos y hombres de naranja en el piso ante el Matador Kempes.
Esta tarde nuestros jugadores, nuestros guerreros, nuestros elegidos y privilegiados inician una nueva aventura, otra vez con un monstruo con la 10 a la cabeza...
Y con ellos la esperanza de un país que se la aguanta e invade con banderazos a su clásico vecino. Con el temperamento y la sangre hirviendo de quien sabe que nació para vencer. Para hacer historia. Para volver a ser gigantes, desde el sur.
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