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Qué hacer con los cadáveres en el Himalaya
El reciente hallazgo en el K2 de los restos mortales de tres alpinistas reaviva el debate sobre la falta de un protocolo para recuperar los cuerpos en las cimas del mundo
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Desaparecidos desde el pasado 5 de febrero en la zona somital del K2 (8.611 m), en pleno invierno del Karakorum, los cuerpos del pakistaní Ali Sapdara, del islandés John Snorri y del chileno Juan Pablo Mohr fueron hallados el pasado 26 de julio por un equipo de guías de la etnia sherpa de Nepal mientras equipaba la ruta clásica del Espolón de los Abruzzos. La última persona que vio al trío con vida fue Sajid Sapdara, hijo de Ali: con las primeras luces del 5 de febrero, su regulador de oxígeno artificial dejó de funcionar y decidió renunciar a la cima. La temperatura rondaba los 40 grados bajo cero y el grupo afrontaba el Cuello de Botella, la parte más técnica y comprometida de la montaña. Sin saberlo, Sajid se despidió entonces para siempre de su padre, del cliente de éste, John Snorri, y del chileno Mohr, quien ascendía sin la ayuda de oxígeno artificial y deseando poder dedicar la cima a su amigo español Sergi Mingote, fallecido días atrás cuando trabajaba en su aclimatación. Cuando muere un alpinista, arranca el dolor y las preguntas sin respuesta de sus familiares.
Los sherpas se toparon con los restos de Mohr a 7.955 metros, muy cerca de donde se ubica habitualmente el último campo de altura antes de ir a la cima. El 5 de febrero, el campo de altura se hallaba a 7.330 metros: en su tienda, Sajid mantuvo una luz encendida toda la noche para guiar al trío, pero nunca llegó a verlos. El cuerpo de Ali se halló a 8.300 metros, atado a una cuerda fija, igual que el de Snorri, apenas unos metros por encima. Todos murieron cuando bajaban, como lo prueban los aparatos descensores instalados en los arneses de Ali y John y unidos a las cuerdas fijas. Esa noche, la intensidad del viento creció: el cansancio y el frío extremo segó casi con total seguridad las tres vidas. El hallazgo de los cuerpos, el 26 de julio, fue un alivio para Sajid, quien también se encontraba de regreso en la montaña con la idea de rescatar los tres cadáveres. También le obsesionaba la idea de descubrir qué ocurrió desde el momento en el que se separó del grupo: ¿alcanzaron la cima?, ¿se quedaron cerca?, ¿sufrieron algún accidente? Sajid recuperó cámaras, GPS y relojes de los cuerpos con la intención de reconstruir el viaje de los tres alpinistas. De momento, no ha trascendido su periplo, aunque es seguro que no se habían perdido en la ruta y que no sufrieron accidente alguno.
Quedaba por resolver una cuestión mucho más delicada: ¿qué hacer con los restos? En un primer momento se especuló con extraer los cuerpos de la montaña con la ayuda de helicópteros, pero el vuelo de estos aparatos a 8.000 metros es más que delicado. Tampoco es evidente transportar los cuerpos ladera abajo: implicaría el trabajo de muchos alpinistas que se verían sometidos a un riesgo muy importante. Finalmente, Sajid recibió la ayuda del boliviano Hugo Ayaviri para mover los restos de su padre desde los 8.300 metros hasta un punto cercano del campo 4 (7.900 metros), donde lo sepultó y siguió la voluntad de su madre: proceder a un ritual religioso. Sajid también ubicó con GPS y enterró los restos de Snorri y Mohr mientras decide si es posible o no recuperarlos.
En Europa, como en el resto de macizos accesibles de Occidente, los cuerpos sin vida de los montañeros siempre son recuperados. En cordilleras tan salvajes como el Himalaya, Tien Shan e incluso en Alaska, el rescate de cadáveres resulta mucho más complejo y arriesgado, de ahí que muchos cuerpos queden para siempre en la montaña. El Everest es el caso más sonado: famosos son los restos que la comitiva de cima puede encontrar a su paso. No existe ley alguna que obligue a recuperar dichos restos, con lo que queda a expensas de sus familiares el destino final de unos cadáveres que a unos deja indiferentes, a otros incomoda y a las familias tortura.
Félix Iñurrategi perdió la vida ante la mirada de su hermano Alberto, en el año 2000, durante el descenso del Gasherbrum II (8.035 m). Su cuerpo cayó por un precipicio, fuera de la ruta, hasta un glaciar donde nadie pone los pies. Ahí mismo, Alberto decidió que esa sería la tumba de su hermano. “Después de aquello, he pasado tres veces por la zona donde Félix cayó, pero nunca he hecho amago de asomarme. De haber quedado en la ruta, no sé qué hubiera decidido… supongo que al caer a un lugar de complicadísimo acceso, la cuestión se resolvió por sí misma”, expone Alberto. “Lo cierto es que el alpinismo es una actividad que carece de leyes escritas y que cada cual interpreta a su manera y el asunto de los fallecimientos en montañas remotas no ha sido objeto de debate entre sus actores: nadie se ha sentado a establecer un protocolo estándar de actuación en estos casos: ¿hay que enterrarlos en un lugar que nadie encuentre? ¿Hay que bajar los cuerpos? Falta un criterio uniforme”, opina Iñurrategi.
El también guipuzcoano Xabier Ormazabal tenía 23 años cuando falleció durante el descenso del Cho Oyu (8.201 m), en 2004. Estaba solo en la montaña y en gran forma tras haber completado recientemente el Leopardo de las Nieves (ascendió los cinco picos más elevados de la extinta Unión Soviética), pero tras fallecer, su cuerpo quedó en mitad de la ruta de acceso, muy cerca del campo 2 de la montaña, a la vista de cualquiera y sin sepultura. En un primer momento, la familia quiso que el cuerpo quedase ahí mismo, el lugar que amaba Xabi, pero, tal y como recuerda su hermano Andoni, Iñaki Ochoa de Olza les hizo ver que la idea era mucho más romántica que práctica: “Iñaki nos dijo que conocía casos similares y que, desde su experiencia, a la larga sería mejor si la familia podía recuperar los restos y despedirse. Además, Xabi estaba en mitad de la ruta de una montaña sumamente comercial y enseguida empezarían a circular fotos de sus restos en internet y eso era algo que se nos haría insoportable. Por otro lado, no queríamos que nadie pusiese su vida en riesgo por recuperar el cuerpo, pero al estar a una altitud relativamente accesible (7.000 metros) el equipo de sherpas que lo bajó de la montaña no corrió peligro”, recuerda Andoni.
Tras incinerar los restos, la idea original pasaba por esparcir las cenizas en la sierra de Aralar. “Pero finalmente mi madre prefirió quedarse la urna. Para ella es importante tener un pequeño altar, un lugar desde el que recordar. Lo que es cierto es que necesitábamos paz, necesitábamos poder despedirnos, pasar página, seguir con el dolor pero no con la pesadilla de saber que Xabi estaba ahí, tirado ante la mirada indiferente de otros alpinistas”, se sincera Andoni. La familia se negó a cobrar el seguro de montaña. Todos los años, Andoni ofrece una pequeña charla audiovisual hecha con retales de fotografías de Xabi, vídeos y audios rescatados de alguna entrevista radiofónica. El tiempo que dura el homenaje, se obra un milagro y Xabi está tan vivo como el deseo de su hermano: que nunca muera.
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