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“Privilegios” y “sacrificios” de los atletas olímpicos
La última postal, acaso injusta, y con los Juegos apenas terminados, fue la del alemán Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), paseando relajado por el carísimo barrio de Ginza. El gobierno de Tokio había pedido a la población evitar salidas “no esenciales y no urgentes”. Pero las fotos del poder, se sabe, suelen desnudar cierta impunidad. Tokio observa que, tras la competencia, los casos de Covid-19 subieron a más del triple y por eso deberá mantener estadios vacíos en los Juegos Paralímpicos que comienzan el martes próximo. Es una suerte para Bach. Porque ya se sabe que Tokio 2020 son los Juegos más caros de toda la historia (oficialmente más de 15.000 millones de dólares, extraoficialmente costaron casi el doble). Y que ese sobrecosto pone a Tokio en el mismo podio que Montreal 76. Para el mundo, fueron los Juegos de Nadia Comaneci. Pero los contribuyentes de Montreal los recuerdan por su sobrecosto del 720 por ciento, por los impuestos especiales y por una deuda que se pagó recién después de treinta años.
La explosiva e inmediata trasferencia de Leo Messi al PSG nos alejó demasiado rápido de Tokio 2020. Pero si los ciclos del fútbol a veces duran un soplido, los olímpicos precisan en cambio un mínimo de cuatro años, lo que va de un Juego a otro. Imposible olvidar entonces todo tan rápido. El fútbol, es cierto, es más brutal. Nadie piensa en la FIFA como una ONG destinada a mejorar el mundo. Y sí muchos lo hacen en cambio con el COI, aun cuando su historial incluya sedes compradas, atletas dopados, negocios paralelos y Guerras Frías. Admiré siempre la entrega y el trabajo más silencioso del deportista olímpico. Pero nunca me gustó la narrativa del “sacrificio”. En medio de una pandemia que agravó a millones, los atletas parecieron más bien “privilegiados”. Algo así escribió estos días Race Imboden, el esgrimista estadounidense que desafió las reglas y protestó en el podio mostrando la letra “X” (por los “oprimidos”). Tras afirmar que el COI hizo su negocio y que “el 99 por ciento de los atletas volvieron a casa sin un centavo y sin ninguna protección mental o financiera”, Imboden admitió igualmente que los Juegos siguen invitando a soñar. A que, pese a todo, hay que seguir adelante. “Y creer en nosotros mismos”.
Los Juegos Olímpicos ofrecen el escenario más inclusivo en el mundo inevitablemente discriminatorio de la alta competencia. Casi misma cantidad de hombres y mujeres, atletas trans, países poderosos y débiles y ahora los Paralímpicos. Si hasta fue expulsada una pentatleta alemana por maltratar a un caballo (“se ve que quienes protestan por los golpecitos al pobre caballo que no quería saltar, me ironiza un especialista, no vieron nunca los entrenamientos a que son sometidas las niñas gimnastas”).
Tokio 2020, con Simona Biles en primera fila, abrió además el debate sobre la presión mental del atleta. Símbolo de los Juegos, la tenista japonesa Naomí Osaka, también ella bajo ese mismo fuego, fue tratada con respeto pese a su sorpresiva caída en segundo turno. Estaba todavía fresca su confesión de vulnerabilidad para lidiar con la fama. (No recibió el mismo trato en su vuelta al circuito. En su conferencia del lunes pasado en Cincinnati, el periodista Paul Daugherty, del Cincinnati Enquirer, preguntó profesional pero conciente de que reabría la herida. Y otra vez hubo lágrimas de Osaka. “Ya entendí”, escribió ayer el periodista. Pobre Osaka. Le quedan todavía muchos Daugherty que precisarán verla llorar para entender también ellos).
Osaka es la prueba del costo que implica desnudarse como persona en ese mundo de superhéroes sacrificados y de alto perfil. Por eso, entre mis selecciones favoritas de Tokio 2020 está el seven de rugby masculino de Fiji, un archipiélago con un millón de habitantes y la tasa de infección por Covid más alta del mundo. El primer oro olímpico en la historia de Fiji lo ganó el seven de Río 2016. Su capitán, Osea Kolinisau, se turnaba con sus hermanos para ir a la escuela porque no había dinero para el autobús y Jerry Tuwai (capitán ahora) aprendió jugando descalzo con una botella de plástico mientras vendía pescado en la calle. Algunos de sus nuevos compañeros casi jamás habían jugado seven ni subido a un avión antes de ir a Tokio en un vuelo de carga que llevaba cajas de pescado congelado. Estaban en plena preparación en Suva cuando el gobierno decretó confinamiento. Algunos jugadores amagaron renunciar al enterarse que iban a estar casi cinco meses alejados de sus familias. Cuentan que Tuwai, padre de tres hijos pequeños, fue clave para la unidad.
Leo a través del proyecto solidario Huella Saint-Gobain que hasta horas antes de debutar en su cuarto y último Juego Olímpico, la judoca Paula Pareto, que es médica, pasaba horas encerrada en su habitación preparando un examen. Y que su único “privilegio” fue rendir primero para que pudiera ir a entrenarse. Solo eso. Y leo también que ahora, ya retirada, quiere reforzar su tarea social en merenderos y casas de hogar. Pareto cuenta que “visibilizar” problemas y aportar “granitos de arena”, también la ayuda a ella misma a quejarse menos. “La Peque” lo hace porque también dice que para ella, que conquistó 21 medallas en 16 años, “es hermoso poder dejar algo en la comunidad”.
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