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Principio(s) y fin(es) del grondonismo
El destino puso a Miguel Silva delante de esa urna. Justamente él, un dirigente nacido y crecido a la sombra de Julio Humberto Grondona en las humildes calles de Sarandí, fue enfocado por todas las cámaras del mundo en un salón de la glamorosa Zurich cuando introducía el sobre blanco en la caja azul. Por primera vez en las últimas cinco elecciones de la multinacional FIFA el nombre elegido por la Argentina no era el de Joseph Blatter, a la vez producto y productor de su poderoso mentor.
La tardía rebeldía de la Asociación del Fútbol Argentino no tenía, a esa altura, nada de secreta: Rodolfo D’Onofrio, presidente de River y parte del equipo compuesto por Luis Segura, virtual presidente de la AFA, y José Lemme, había revelado que el voto iba a ser "por el sheik".
La tardía rebeldía tampoco tenía mucho peso en la reelección del suizo: los 10 votos garantizados de la Conembol, incluido el argentino, siempre fueron un relleno de aquellos otros que el propio Grondona le había enseñado a conseguir en federaciones mucho menos poderosas pero mucho más numerosas.
En medio del mayor y más serio escándalo de corrupción que le tocó vivir a la FIFA, la primera vez que las denuncias pasaron de las notas periodísticas y los libros de investigación a la Justicia real, para ganar a Blatter le alcanzó con la inercia de la estrategia grondoniana, una fórmula exportada sin escalas del áspero conurbano bonaerense a las bucólicas laderas suizas: clientelismo puro y duro. Por si no se entiende como es –o como fue– el método, vale citar de nuevo la frase típicamente grondonista recreada por Cristian Grosso, en una nota publicada un día antes de esa ya histórica elección, en la que se afirmaba que Blatter esperaba la "ayuda celestial" de Grondona para ganar: "Seducí a los países chiquititos, hacelos sentir importantes, visitalos, entregales plata para planes de desarrollo y todo eso. Vale lo mismo el voto de Islas Cook o Vanuatu que el de Inglaterra. Así ganás".
Así ganó Blatter, sí. Así ganaba Grondona, también. Los 209 países de la multinacional más grande del mundo son una metáfora de los 30 equipos de primera división de la asociación más arcaica de la Argentina. Esa forma de construcción de poder marcó el principio del grondonismo y marcó también su fin. Principio y fin. Sin principios y con fines.
Con los hilos de la operación a la vista de todos, los títeres dejaron de serlo. Burda resulta ahora la escena que durante años se actuó sin pudor: "No se les ocurra recurrir a la justicia ordinaria o al Estado, porque la FIFA te desafilia, te deja sin Mundial". Se repetía ayer nomás (aunque parece que fue hace un siglo), en medio del esperpento del superclásico del gas pimienta. Se repetía ya antes, desde la muerte de Grondona, en medio del lamento por "la pérdida de peso en la FIFA", otra máxima nefasta que tiene su réplica, berreta y nacional, con el significado equívoco del "peso en la AFA".
A la Justicia, entonces, nada llegaba. Y el Estado no se metía –y no se mete–, aun cuando era –y es– el principal sostén económico del negocio, de un negocio sin control. De "un producto llamado fútbol", según la gráfica definición de João Havelange.
Hoy ya no existe Grondona, casi no existe Blatter y habrá que ver cómo siguen existiendo la FIFA y la AFA. Los que hoy piden transparencia, allá y acá, son los mismos que, por complicidad, por temor o por incapacidad, se negaron a ver cuánto de ella faltó en los últimos años. El grondonismo ha muerto. Pero no se está en condiciones de afirmar aún quién o qué vive.
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