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Murió Juan Carlos Harriott (h.), la leyenda que traspasó los límites del polo, el jugador perfecto, el hombre sabio y genuino que nunca se la creyó
Fue el máximo ganador del Abierto de Palermo, con 20 conquistas, pero sobre todo un tipo común, pragmático, respetuoso y ganador. Para muchos, el mejor polista de la historia
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Inmensamente grande, aunque nunca se lo tomó en serio. Convertido en leyenda en vida misma. A Juan Carlos Harriott era imposible que lo desbordara una ola de ego. O que presumiera apenas un instante de todas las loas que circularon a su alrededor desde el mismo momento en que pisó una cancha de polo. Se acostumbró a vivir sumergido en los elogios, pero sin creérselos. Le quemaban en los oídos. “Naaaaaaaa” respondía, acompañando con un ademán de “dejalo ahí”. En cualquier lugar del mundo y ante el interlocutor que fuera: del presidente de la Nación, de la realeza británica o del Sultán de Brunei. Nunca dejó de ser Juancarlitos. O “El inglés”.
A los 86 años, murió este lunes uno de los emblemas del deporte argentino de todos los tiempos. El caballero de las canchas y de la vida. El hombre que dio ejemplo sin proponérselo, con la virtud de aquellos que ejercen la docencia porque simplemente lo tienen incorporado en su ADN, en su esencia. Fue uno de los dos mejores polistas de la historia. Para muchos, el más grande. El que marcó una era. El que enorgulleció desde siempre a su Coronel Suárez del alma, allí donde nació, vivió y murió. El hombre de andar campechano que amaba estar en La Felisa, su lugar en el mundo, allí donde cobijó sus sueños, forjó una familia, soportó algunas estocadas del destino y se entregó al descanso eterno con la convicción de que su paso no había sido en vano. ¡Qué va, Juanca!
En 2017, Coronel Suárez le rindió uno de los últimos tributos: su estatua. Con los colores del mítico campeón del Abierto de Palermo de polo, azul y rojo a rombos. Se lo notaba incómodo en el acto, aunque con fineza resaltó el detalle: “Es un gran gesto, porque muchas veces estas cosas las hacen cuando el tipo ya murió”. Tiempo más tarde, ya en julio de 2020, en medio de la pandemia y durante la última entrevista con LA NACION, le preguntamos si la gente le seguía hablando de polo cada vez que se lo cruzaba por las calles de Suárez. “Más o menos, ¿eh?. De polo no mucho. Acá se ha perdido un poco la euforia de antes. Como no hay un equipo de Suárez que compita en el Abierto de Palermo, la gente está como fuera del ambiente. Aunque no faltan los graciosos...”, tiró como cebo. Ante la pregunta de rigor respecto a qué se refería, completó con una ocurrencia: “Viste que acá hace unos años me hicieron una estatua. Me contaron que en estos días le pusieron un barbijo... Estoy queriendo averiguar quién fue, jeje...”.
Hoy en día, las estatuas están de moda. Y a pesar de que la de Juancarlitos se cristalizó hace sólo seis años, la merecía apenas empezó a sacarle lustre a un deporte que ya traía el brillo de numerosas figuras relevantes, pero ninguna con su magnificencia. La parte que más lo incomodaba era que le hablaran de sus propios números. Pero, ¿qué hacemos? ¿Los omitimos? ¿Cómo? ¡Imposible!
Si todo se lo ganó en la cancha como eje de sus equipos. Porque si algo sabía el hombre era “jugar en equipo”. Y así, primero con su padre Juan Carlos y con Antonio y Horacio Heguy, y luego con Horacio y Alberto Pedro Heguy y Alfredo Harriott (su hermano menor), le dieron forma al conjunto más ganador. No sólo fueron 20 títulos de Palermo: hay 15 de Hurlingham y 9 de Los Indios y Tortugas, cuatro Triple Coronas conquistadas (1972, 1974, 1975 y 1977), el 10 de handicap mantenido entre 1961 y 1980, cuando dijo adiós. Más 5 Olimpias de Plata y uno de Oro, 4 Copa de las Américas contra Estados Unidos, el ingreso en el Hall de la Fama en 2015 y el Konex de Platino en 1980. Entre lo más notorio.
Un día de marzo de 2020, habíamos terminado de hablar para un artículo sobre la última Copa de las Américas de 1980, en Retama, Texas. Que fue su despedida del polo de alto handicap...
-Juanca, lo llamo uno de estos días. Y hablamos un poco de todo.
-¿De todo de qué?
-Del polo, la vida, usted, Argentina.
-Naaaaaaa, ¿y qué te puedo decir yo?
-Mucho hombre, más de lo que imagina.
-Eeeeeeh, bueh. Llamá, pero no sé si tengo ganas, eh? ¿A quién le va a importar lo que yo digo?
-Lo llamo. Abrazo grande.
-Chau che.
Por supuesto que lo llamamos, esperando un tiempo prudencial. A Juanca había que agarrarlo preferentemente al mediodía, cuando volvía “del escritorio”, como llamaba a la oficina céntrica. Teléfono fijo de La Felisa. “Pará que me siento”. Y comenzó la última charla con el hombre común. Un viaje en el tiempo para saber qué había detrás de esa impronta del polista del que todos hablan...
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La rectitud de su padre, Juan Carlos, forjó su carácter. La mamá, Elvira de Lusarreta, “no se metía mucho con el polo, no me influenciaba. Tuve buena relación con los dos”. Con su papá ganó 7 veces en Palermo y tomó un consejo como libro de cabecera: “No te copiés de mi, copiate de los que están en la primera línea”. Así, Juancarlitos no tomó a su padre como ídolo, sino que empezó a observar la conducta de otros jugadores de la época: los Alberdi, los Garrós.
Eran otros tiempos. Harriott empezaba a mostrar las uñas en el polo de elite, pero a la vez trataba de cumplir con un pedido familiar: estudiar, hacer una carrera. Uno podría suponer, por ejemplo, que Agronomía era una alternativa por su contacto con el campo. No: eligió abogacía. “Fue un año y monedas. No sé por qué estudié eso”. Y relató una anécdota con su padre que decidió su futuro. “Me invitaron para ir a jugar a Perú justo cuando tenía que dar dos materias, una de ellas, Derecho Romano. ‘¿La vas a abandonar?’, me pregunta mi padre. ‘No, yo te prometo que cuando vuelva rindo las dos materias’, le dije. ¡Y le cumplí! Volví, me quedé en pleno verano estudiando como un loco y las rendí. Ahí le anuncié: ‘Cumplí, pero te aclaro: esto no es para mí, lo largo”.
Esa decisión le abrió las puertas a su mayor desarrollo en el polo. Y desde que entró en el juego grande, fue arrollador. Su primer título en Palermo, en 1957, no fue un hecho aislado ni fortuito: ya cuando se incorporó su hermano Alfredo a Coronel Suárez, Juancarlitos acreditaba 9 celebraciones en la Catedral. Ya era una celebridad. Y todavía faltaba lo mejor. El equipo que mejor lo retrató. El símbolo de este deporte de la era más romántica. La de la era a pulmón. Vida y trabajo de campo en el año. Polo y búsqueda de gloria entre septiembre y diciembre en Buenos Aires. Y gestos nobles...
–“Cacho” Merlos, uno de sus grandes rivales del clásico con Santa Ana, me contó una anécdota suya. Jugaban en Tortugas, los caballos iban pechándose en una acción, Merlos tiró al arco desde 90 yardas, convirtió el gol y usted, cuando la bocha todavía estaba en viaje, le dijo “Golazo, Cacho”. ¿Por qué tuvo esa reacción? No es muy usual...
–Es que al deporte siempre lo sentí así. Cacho nos había marcado un gol en un Coronel Suárez-Santa Ana, pero no por eso voy a ser tan cuadrado de no reconocerle un mérito, como lo fue esa jugada. Me nació decirle “te metiste un golazo Cacho”.
–¿Alguna vez se lo dijeron a usted?
–Puede ser..., pero nunca me fijé en esas cosas. No estaba pendiente de eso.
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Pero, ¿qué tenía de especial este hombre? ¿Por qué era diferente dentro de la cancha? ¿Por qué transcurrieron décadas y décadas en las que los elogios no se agotaron, sino por el contrario, su mantuvieron y hasta se multiplicaron?
Juancarlitos era la perfección en la cancha. La prolijidad. Las ideas claras. La palabra justa. Jugaba de N° 3, como organizador de equipo, y nadie desempeñaba ese rol como él. Porque en la toma de decisiones está el secreto del éxito. Su instinto le decía en cada jugada: “¿Cómo gano? Marcando más goles”, “¿Cómo convierto más goles? Jugando simple y rápido, sin rodeos”, “¿Importa quién haga los goles? No, todos valen lo mismo, desde 100 yardas o de al lado del arco”. Y no eran enunciados “decorativos” de una idea de juego, sino que constituían la esencia de lo que volcaba en la cancha y le inculcaba a sus compañeros. El secreto de llegar al otro arco antes que el rival, en el menor tiempo posible y lo más directo que se pueda.
Por eso, Alberto Pedro y Horacio Heguy volaban adelante y sabían que la bocha iba a llegar para que ellos trataran de definir. Debían cumplir con su rol de equipo. Lo mismo que Alfredo Harriott. Un “Quedate atrás” del hermano mayor era respetado a rajatabla, lo mismo que un “no pasés mi línea en la cancha”. Juancarlitos no perdía un segundo. Tenía un poder de intuición anormal. Estaba antes en la jugada. La veía, la imaginaba, la percibía. “Tac” salía disparada la bocha...
“Tenía un rifle en el brazo”, lo describió maravillosamente hace unas semanas Memo Gracida, ex Santa Ana. “Era un jugador diferente, una persona ganadora, fue el que le enseñó a todo el mundo que los torneos se ganan en la preparación, en la organización, en las reuniones de equipo. Un adelantado, muy profesional. Era muy frío y en los partidos apretados, tenía la jugada, la definición, el caballo correctos. Hacía lo que había que hacer para ganar el partido. Eso lo hizo un diferente”, describió el mexicano.
Para adelante y para atrás. El backhander fue uno de los golpes más amados por los polistas de otros tiempos. El golpe que desarticula cualquier defensa porque, bien ejecutado, tiene la capacidad de sorprender, de agarrar a contramano al que cree que el adversario va a intentar un movimiento adicional para darse vuelta y tener la cancha de frente. Harriott tenía el manual del backhander.
Y algo más: siempre destacó un aspecto especial del mítico Coronel Suárez. Era el amor propio del equipo. “Para mí era muy importante el amor propio. Cuando andás bien, pegás fenómeno y te funcionan los caballos, es todo lindo. Pero hay días en los que no estás inspirado, que no te salen las cosas, y ahí es donde tiene más importancia el amor propio. Lo teníamos, el equipo en general”.
Aunque si había algo que lo enorgullecía eran “los códigos” de Coronel Suárez. Nada del llamado “puterío” de palenques. Momentos de pulsaciones altas en los que es muy fácil irse de boca entre compañeros y con allegados. “Fue algo esencial. Uno de los atributos que tuvo Suárez fue que al terminar los partidos no había reproches. Nunca hablamos en caliente. Nos juntábamos tipo los martes y ahí sí, ya tranquilos, nos hacíamos las críticas de buena manera, hasta con humor. ¡Si en el fondo vos sabés cuándo y por qué andás mal! No hablar en caliente fue uno de nuestros secretos, una disciplina que nos ayudó mucho”.
Fueron 14 años juntos, entre 1967 y 1979, los que brillaron juntos los hermanos Harriott y los Heguy, aunque bajaron el telón en la Copa de las Américas 1980, con el retiro de Juancarlitos y de Horacio Heguy. Nunca hubo desgaste ni chances de ruptura. Una fuerza monolítica, inexpugnable, concebida para ganar.
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Los duelos con Santa Ana constituyeron el segundo gran clásico de la historia del polo luego de la saga entre El Trébol y Venado Tuerto. Pero fueron los que mayor clima tuvieron en las tribunas. Cancha reventada. La gente, mayoritariamente, apoyaba a Santa Ana. Que con los hermanos Francisco y Gastón Dorignac, Daniel González y un cuarto jugador que alternó entre Teófilo “Toti” Bordeu, Héctor “Cacho” Merlos y Francisco De Narváez, batalló con Coronel Suárez. En rigor, Santa Ana no se lucía tanto contra los rivales de menor envergadura, pero cuando llegaba la hora del clásico se potenciaba. Como decía Alberto Pedro Heguy, “yo sabía que ese día de diciembre de la final, a las 5 de la tarde, no importaba si habían perdido en los torneos previos o si les faltaba ritmo: ese día iba a estar Frankie Dorignac como nunca en la temporada esperando en el fondo y listo para la batalla”.
Entre 1961 y 1982 definieron 17 veces el Abierto de Palermo. Muchos duelos, la mayoría ganados por Coronel Suárez: 14. Algunos por diferencia abrumadora como la final del 76 (20-6). Santa Ana se llevó tres títulos: 1971, 1973 (con Triple Corona incluida) y 1982, aunque esta última ya sin Juancarlitos ni Horacio Heguy. Juancarlitos nunca cambió su idea sobre lo que eran aquellos partidos, esas finales con Santa Ana. Y que eran la medida de Coronel Suárez.
Así jugaba Juancarlitos
Juancarlitos tenía un profundo respeto por Santa Ana. “¿Rivales duros? ¡Ay, qué pregunta me hacés! No quiero nombrar a uno... Había varios. Todos los que estaban en primera línea, en un día inspirado, te complicaban. Más que un rival, era un equipo lo más duro que teníamos enfrente: Santa Ana. Que llegó a ser lo que fue gracias a Coronel Suárez. Y Suárez fue lo que fue gracias a Santa Ana. Tuvimos la suerte de ganar más veces que ellos, pero tratabas de mejorar todo el año en caballos pensando en Santa Ana. Y ellos hacían lo mismo. Fue una rivalidad que nos potenció”. El concepto inalterable por décadas. Lo repitió hace tres años como si la entrevista se estuviera realizando en los años ochenta. No tenía doble discurso Juancarlitos. Genuino hasta la médula. Y una infidencia. Muchas veces, después de la gran final de Palermo, los ocho jugadores (sí, los de Suárez y los de Santa Ana), junto con sus esposas, terminaban cenando juntos en el viejo Happening de la Costanera. Otros tiempos, sin dudas.
El hombre que...
Harriott, el hombre que odiaba las comparaciones. No quería saber nada con polemizar sobre el “tema del polo profesional”. Sabía que detrás se venía una cascada de preguntas hiladas: el polo de antes y el de ahora, si era mejor y más lindo o no, si los jugadores de estos tiempos son superiores. Y Adolfo Cambiaso, claro.
Juancarlitos se sentía cómodo en la cancha con equipos que jugaban (o intentaban al menos) jugar a lo mismo que Coronel Suárez: el polo tradicional, para adelante y para atrás. De tiros rectos. “Lo volvía loco el Gordo Moore”, contaron muchos. “Sí, me complicaba cuando jugábamos contra Nueva Escocia porque estaba Moore. Muy habilidoso”. Alguna vez Nueva Escocia lo tuvo a maltraer a Coronel Suárez hasta la mitad del partido y Juancarlitos no lo podía encontrar a un Moore endiablado. Pero jamás lo descalificó polísticamente hablando. No se lo habría permitido. Sí decía que el polo profesional le había puesto “mucho chiche” al juego de hoy.
Y cuando le preguntaban si “él o Cambiaso”, rehusaba establecer comparaciones “Son antipáticas”, repetía. No quería polémicas. No las sentía. Actitud de vida, respetable y envidiable para muchos. Sí se permitió una aclaración sobre la última versión de La Dolfina, la de Cambiaso, Stirling, Mac Donough y Nero. “En una época se empezó a hacer demasiado chiche, perdiendo tiempo. Pero ahora es distinto. Ves a La Dolfina y no pierde mucho tiempo. Cada vez juega más sencillo”. Fue un superelogio para el Dream Team que dominó una década de polo.
Y mostró su picardía cuando le preguntamos, a raíz de una aseveración de Alberto Heguy sobre que “aquel Coronel Suárez” podía competirle al Dream Team de La Dolfina. “Sí, jugarles sí. Ahora de los resultados no te voy a decir nada. Y no es por quedar bien o mal: no lo sé. Sí, como dijo Alberto, nos hubiéramos animado, tiene razón, claro. Imagino que cada uno trataría de hacer su juego. Si te querés adaptar al juego del contrario, es mala fariña. Y si nos tocara jugar hoy contra La Dolfina, en buena hora, me gustaría: ¡seríamos más jóvenes!”, dijo soltando una carcajada por la ocurrencia.
El hombre que amaba despertarse bien temprano por las mañanas, en toda estación del año, pasar por el escritorio céntrico por las mañanas, dormirse una siesta corta y después recorrer el campo para ver que todo estuviera bajo control. Que cenaba y se acostaba temprano y se ponía a ver televisión. “¡No se puede ver nada ahora, todas las noticias son una porquería!”, se quejaba. Le gustaba ver deportes: golf, tenis, boxeo. Rememorando aquellas noches de estudiante universitario cuando iba seguido al Luna Park a ver las tradicionales veladas de los sábados. Admiraba al Zurdo Eduardo Lausse.
El hombre que un día fue convocado para viajar bien lejos. “¿A Brunei? ¿A qué?”. Resulta que uno de los sobrinos del Sultán, Bahar, estaba aprendiendo los secretos del polo. Su padre, Jeffri, de estrecha relación con los argentinos en la época en la que la firma Asprey (joyería británica), de su propiedad, auspiaba a los equipos de Indios Chapaleufú, pidió un buen maestro. “El mejor”, le dijo Jorge Mac Donough, padre de Pablo y Matías. Y lo convenció a Juancarlitos de viajar y enseñarle a perfeccionar el juego a Bahar. Harriott tenía ya 50 años y asumió una experiencia novedosa con la seriedad habitual. Probaba temprano los caballos y descubrió una faceta de su capacidad que quizá desconocía: la docencia.
El hombre que un día se enamoró y se casó con Susan Cavanagh, hija de otra leyenda, Roberto Cavanagh, figura de Venado Tuerto y campeón olímpico en Berlín 1936. La conoció, estuvieron diez meses de novios y decidieron formar una familia. Fueron 48 años juntos hasta que Susan falleció en 2012. “Fue una gran mujer, muy buena onda, le gustaban las plantas, las flores, pintaba cuadros”. Tuvieron dos hijas: Marina, que vive en Coronel Suárez, y Lucrecia, que reside en Trenque Lauquen. Cuando a Juancarlitos le decían que era una picardía que no hubiera tenido hijos varones para seguir sus pasos (todavía el polo femenino no estaba tan desarrollado), contraatacaba con humor: “Estoy predestinado, jaja. Fijate que ahora tengo cinco nietos y cuatro son mujeres... ¡Estoy rodeado por mujeres! [risas]. Y el nieto varón, nada que ver con el polo”.
El hombre que, sin pensarlo, llevó a Guillermo Vilas a “patentar” la Gran Willy. Como confesara el legendario tenista que estrenó ese golpe en 1975, impactando la pelota de espaldas y a través de sus piernas: “Vi una publicidad [de una marca de whisky] en la que Harriott pegaba ese golpe que llaman ‘backhander’, entre las patas del caballo y hacia atrás. Lo copié de ahí”.
El hombre que tenía toda una vitrina llena de trofeos, algo parecido a un museo de campeón empedernido, y que de pronto perdió todo. Primero, por un robo cuando había salido a cenar con Susan, y luego, por un voraz incendio iniciado por un desliz de una persona que lo ayudaba con las tareas de la casa. Apenas se salvaron las estatuillas de los Olimpia, sin las bases de madera.
El hombre de los gestos. Que fue tan, pero tan grande, que allá por 1973, pocos días después que el clásico rival ganara (les ganara) la Triple Corona, atendió un llamado de su amigote y eterno adversario polístico Frankie Dorignac y le dio un rotundo “sí” a una propuesta que le causaría escozor a los fundamentalistas de las camisetas: Harriott fue a jugar un torneo de exhibición a Chile con los hermanos Dorignac y con Toti Bordeu…con la casaca de Santa Ana.
El hombre que, ya retirado, en 1983 accedió a otro pedido con respuesta incondicional. “Tengo un acto político. ¿Jugarías en mi lugar este fin de semana en Los Indios y Tortugas?”, le dijo Alberto Heguy. Y Harriott, a los 47, jugó en Indios Chapaleufú, con los mellizos Gonzalo y Horacito y con su viejo compinche Horacio Heguy. Especial para los chicos, que tenían 19 años y estaban arrancando en el alto polo, y especial para él, que tiempo después se reconocería hincha del equipo.
El hombre capaz de retrucar el elogio hasta último momento. Como aquella vez, ya retirado, que se cruzó con un amigo antes de un partido, entrando en la cancha 1 de Palermo. “¡Juanca, qué bien que estás! Podrías entrar a jugar”, le dijo al crack. Y Harriott, rápido de reflejos, le respondió: “No creas. Es como dijo Fangio: no mires el chasis, sino el motor”.
Harriott, el hombre que era un portento en todo sentido y que disimuló hasta una carencia de la que curiosamente se enteró ya de grande: le faltaba un riñón. Estaba escrito que nada ni nadie iba a frenar al Inglés. Y mucho menos impediría que cambiara para siempre la historia del polo y se convirtiera en un emblema del deporte argentino.
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