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Abierto de Palermo. El público volvió a llenar la Catedral y la fiesta olvidó por unas horas la pandemia
El predio lució como en sus tardes más luminosas y quedaron pocas localidades sin completar, pese a los altos precios; como siempre, hubo una buena porción de público extranjero.
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El público lo es todo. Los deportistas, de la disciplina que sean, compiten entre otras cosas para ganarse el aplauso y la admiración, para agradar a los seguidores, los neutrales y hasta los adversarios. La final del Argentino Abierto recuperó el público que la pandemia redujo a cuentagotas el año pasado, y Palermo volvió a ser la fiesta habitual, decorada con una tarde espléndida en la que ni el sol quiso estar ausente.
“Vinimos el jueves, especialmente para ver este partido”, contó Andrés con una sonrisa que no le cabía en el rostro. Una larga bandera chilena que llevaba atada al cuello le caía por la espalda, y como a su amigo Juan Carlos y sus compañeras, una gorra de La Dolfina le cubría la cabeza. “Seguimos el polo desde Santiago y no íbamos a perdernos este espectáculo después de esperar tanto tiempo”, apuntó.
La sede palermitana lució como en sus tardes más luminosas. Al estadio le quedaron muy pocos espacios sin completar, ya fuera en las cotizadísimas localidades de la tribuna principal (con precios de entre 35.000 y 45.000 pesos) y en las más accesibles –pero tampoco económicas– de las que se recuestan sobre Dorrego. “Me gusta el polo, voy a verlo siempre que puedo, pero si no fuese porque venía de Estados Unidos un amigo de toda la vida, me quedaba a mirar la final por televisión”, comentó Juan, mientras se encaminaba hacia su ubicación en la Dorrego central. “Claro que a él todo le parece barato. Pagué 18.000 pesos cada una y me dijo: «Me equivoqué: tendríamos que haber comprado alguna en la tribuna de enfrente»”. Afuera, la reventa funcionaba con éxito relativo. Sólo había entradas de las más baratas, costaban un 25 por ciento más que el precio oficial y la demanda era muy limitada.
El público lo es todo. Y ya se notó durante la final femenina jugada en la cancha 2, previa al choque generacional que esperaba más tarde en la central. La Banda de Conesa –de nombre equívoco porque en realidad es de Bella Vista– le ponía banda sonora al triunfo del equipo de mujeres de La Dolfina sobre El Overo. Bombos, platillos y una trompeta iban del “es un sentimiento, no puedo parar” al “para ser campeón, hoy hay que ganar”, aunque nadie se preocupaba por ponerles letra. La ausencia de voces tuvo su punto más llamativo cuando con el resultado decidido los muchachos encararon el “dale, campeón; dale, campeón”, que sin el canto acompañante hacía más notoria la melodía de la inconfundible Marcha Peronista la Catedral del polo.
Palermo, en todo caso, no es el Monumental ni la Bombonera. Tampoco el polo es el fútbol, aunque en algunos gestos y momentos puntuales se establezcan puntos de unión; bastó ver los festejos de Barto Castagnola revoleando su taco con ganas de subirse a un inexistente alambrado al marcar los últimos goles que definieron el título. El silencio en el que transcurría el duelo decisivo transmitía un respeto fronterizo con la adoración. La gente hablaba en susurros en las gradas y apenas los goles –y no todos– y las quejas a las decisiones de los jueces alteraban el ambiente. El propio Barto levantó un brazo pidiendo el aliento a los seguidores de La Natividad que acumulaban banderas verdes en la Dorrego lateral cuando el multicampeón del Abierto amenazaba con una remontada que habría quedado en la historia.
El público lo es todo. Abarrotaba los caminos internos del Campo Argentino, consumía en los establecimientos de comida, exhibía atuendos que obligaban a girar la cabeza. De pronto, ingresó Mauricio Macri junto a Juliana Awada y, por un momento, hasta que se introdujo al stand del banco HSBC, concitó todas las miradas. Pasaron Francisco De Narváez y Cristiano Ratazzi, y fueron varios los que se detuvieron a saludarlos.
El coronavirus, sin duda, ha dejado de ser una preocupación. El porcentaje de uso de barbijos fue mínimo y los reencuentros se celebraban con besos y abrazos sin mayores reparos. Las ganas de disfrutar y de que todo volviera a ser como antes estaban presentes en cada saludo. Baba Charia, un gigantón nigeriano, abrió su amplia sonrisa y estrechó su mano con vigor. “Hemos pasado aquí toda la semana, en el campo de un amigo en San Miguel del Monte”, explicó en un inglés de innegable acento africano. Estaba junto a otros tres viajeros. “Uno de ellos fue campeón de polo en mi país”, informó, antes de asegurar que “la final será muy dura, pero ganará Cambiaso”. “Él sabe jugar como nadie estos partidos”, sostuvo, antes de la victoria de La Natividad.
A pocos metros, Guillermo, capa y pantalón de un rojo furioso, maquillaje de payaso en la cara, se esforzaba en llamar la atención haciendo malabares con clavas. No lograba mucho éxito: “Vengo contratado por una productora. La gente deja algo de propina... de vez en cuando”, dijo con rictus resignado.
Al final, cuando La Natividad concluyó su año mágico destronando al campeón que parecía invencible y la cancha 1 de Palermo se tiñó de un verde más verde que nunca, la celebración quedó concentrada en el puñado de hinchas que llegaron desde Cañuelas con la ilusión de asistir a un triunfo inolvidable. El resto ya volvió a comer, a beber, a abrazarse, conversar y comentar. Como en cada final del Abierto, como ocurrió siempre. Salvo el año pasado, cuando también el universo del polo se dio cuenta de que el público lo era todo.
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