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Oppenheimer, el béisbol y el deporte que reconstruye y también humaniza
El 6 de agosto de 1945, a las 8.15 de la mañana, el médico Masakazu Fujii leía el diario en calzoncillos en el porche de su hospital privado cuando vio el “resplandor”. Sintió a sus espaldas “un estruendo terrible y desgarrador”. Su hospital se desmoronó sobre el río. El sobrevivió en el agua atrapado entre dos vigas. Como pudo, zafó y caminó ocho kilómetros hasta la casa de sus padres. Había cadáveres en las calles. Y muchos más que “esperaban la muerte, muriendo”. Hablamos de Hiroshima. La bomba atómica que recuerda “Oppenheimer”, ganadora flamante del Oscar. Japón retomó su Liga de béisbol apenas tres meses después del desastre. La propia Hiroshima estrenó equipo en 1950: Hiroshima Toyo Carp. El doctor Fujii vio sus partidos en el estadio construido a trescientos metros del epicentro de la explosión. Sin empresa patrocinadora, “The Carps” (las Carpas) se salvó de la quiebra con el dinero de su gente. El deporte como símbolo de la reconstrucción.
En Estados Unidos, la Liga de béisbol celebró partidos el mismo 6 de agosto de la bomba. Japón ya había atacado Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. El comisionado Kenesaw Mountain Landis preguntó al presidente Franklin D. Roosevelt si quería que suspendiera el torneo. “Honestamente, creo que deberían seguir. Será bueno para la gente”, respondió Roosevelt. Cientos de jugadores de uno y otro lado sirvieron en la guerra, Joe Di Maggio, el más célebre. En Estados Unidos, los estadios eran exaltación patriótica ya desde la Primera Guerra Mundial. La rendición de Japón desató fiesta. Un año después (agosto de 1946) se publicó “Hiroshima”. Debajo de la bomba, contó el periodista John Hersey, había civiles inocentes. Cerca de 250 mil muertes. Hersey puso nombre y apellido a las víctimas. Como al doctor Masakazu Fujii, hincha del “Carp”. “El artículo más famoso del mundo” ocupó toda la revista Time. Fue leído entero por radio. Se convirtió en libro.
Hersey escribió sobre una Hiroshima que no terminaba de contar sus muertos. “Mi marido”, se lamentaba una viuda, “está en esas cenizas”. Heridos que no se quejaban. “De los muchos que murieron, nadie murió ruidosamente”. Describe a un Japón ocupado por Estados Unidos, en el que estaba prohibido decir “bomba atómica”. Su crónica, supuestamente fría, distante (“show, don’t tell” - mostrar, no contar) fue criticada, entre otros, por Gore Vidal. Lo cuenta Juan Gabriel Vázquez en su prólogo de la edición en castellano de 1973. Con información nueva y con más perspectiva, Vázquez sí dice que Estados Unidos lanzó la bomba atómica no por Japón, que ya estaba virtualmente rendido, sino por la URSS. Para mostrarle los dientes al comunismo.
Cuatro años después de la bomba, Estados Unidos envió a Japón a un equipo de béisbol. San Francisco Seals jugó partidos amistosos y donó recaudaciones. “Fue el mayor acto de diplomacia jamás realizado”, afirmó el general Douglas MacArthur. Al año siguiente nació el Carp de Hiroshima, hoy uno de los equipos más populares del béisbol japonés, ya campeón, de propiedad privada y con estadio modernísimo colmado por 32.000 hinchas ruidosos. Quedaban atrás los primeros años precarios, que tenían como figura a Takashi Harada, que sobrevivió a la bomba con 13 años, cara, manos y pies quemados. Y a Kenshi Zenimura, uno de los 120.000 ciudadanos de etnia japonesa (pero más de la mitad estadounidenses), que Washington recluyó en campos de concentración tras el ataque de Pearl Harbor. Zenimura no dejó de jugar al béisbol en su prisión en el desierto de Arizona. Armó canchas y un campeonato con 32 equipos.
Siempre hay deporte. Hasta el nazismo autorizó campeonatos de fútbol en medio del horror de Auschwitz. Había una cancha entre las cámaras de gas, como recordó Ron Jones, soldado galés de 23 años, en el libro “The Auschwitz goalkeeper” (El arquero de Auschwitz, 2013, de Joe Lovejoy). En pleno partido, Jones preguntó quienes eran esos “pobres diablos” (“esqueletos que caminan” hacia las cámaras de gas). “Judíos”, le respondió un soldado nazi. Justamente otra de las películas también premiada con un Oscar el domingo (Zona de Interés), describe la vida apacible y dorada del jerarca nazi en una mansión con criadas y jardines preciosos. Al otro lado del muro está Auschwitz. La familia disfruta bañándose, mientras en el arroyo flotan huesos de las víctimas del campo de exterminio. La banalidad del mal.
“Nuestra película”, contó el director Jonathan Glazer, “muestra hacia dónde conduce la deshumanización en su peor momento”. Glazer, que es judío, habló del hoy. Dijo que “Nunca más” debe decirse “cada vez que un pueblo es objeto de genocidio”. Mencionó entonces a las víctimas israelíes de Hamas del 7 de octubre, pero citó ante todo a las ya 30 mil muertes en una Gaza devastada (el lunes se sumó a la lista Mohammed Barakat, 39 años, 114 goles, ícono del fútbol local). “¿Cómo resistimos a esta deshumanización?”, se preguntó Glazer en los Oscars. Semanas atrás le preguntaban a deportistas palestinos cómo podían presentarse en competencias mientras Gaza desaparecía. “Nos describen como bestias, inhumanos”, respondieron. “Hacemos deporte para demostrar que no es así”. El deporte reconstruyó ayer en Hiroshima. El deporte emociona, manipula, distrae y alivia. Y también humaniza.
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