Pese a los problemas económicos, la distancia geográfica y las limitaciones de infraestructura, el deporte se reinventa en nuestro país con estandartes inoxidables: rica materia prima, creatividad y esfuerzo; hoy se ilusiona con una camada que empuja
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El tenis argentino es como un árbol de raíces firmes que, haciéndole frente a sequías, vientos y heladas, y, cada tanto, favoreciéndose del buen clima, se las ingenia para que florezcan nuevos jugadores. Antes, durante y después, pese a los obstáculos económicos, la distancia con los centros más desarrollados y las limitaciones de infraestructura, se reinventa con estandartes inoxidables: rica materia prima, creatividad, sacrificio, una escuela clásica de entrenadores, contagio y deseo de progresar.
Guillermo Vilas y José Luis “Batata” Clerc dejaron la vara muy alta a mediados de los 80. La era posterior a la de ellos tuvo destacadas raquetas en el escenario masculino, con Luli Mancini, Guillermo Pérez Roldán, Horacio De la Peña, Franco Davin, Gabriel Markus y Javier Frana, entre otros. Sin embargo, varias piezas de esa talentosa generación se retiraron siendo jóvenes. Vivieron épocas complejas, haciendo giras extensas y desgastantes, entre las dificultades económicas del gobierno de Raúl Alfonsín y traicioneras lesiones.
La Legión, un grupo de tenistas nacidos entre 1975 y 1982 que, desde 2000, derramó talento en los courts del mundo, fue un fenómeno que aprovechó la convertibilidad para financiarse, viajar al exterior y competir contra sus contemporáneos (Roger Federer, Lleyton Hewitt, Feña González, entre otros). Más tarde llegó Juan Martín del Potro, un tenista prodigioso, hijo de un veterinario y una docente, formado en la escuela tandilense de tenis (en Independiente).
Diego Schwartzman, el actual número 9 del mundo, nunca fue el mejor de su camada (1992). A su familia, dedicada al comercio de bijouterie e indumentaria, la golpeó la crisis de la década del 90 y sus padres hicieron malabares para que el Peque pudiera seguir jugando. Es un ejemplo de superación.
Con tres campeones de Copa Davis como Guido Pella, Federico Delbonis y Leonardo Mayer con 30 años o más, hoy la Argentina entra en una etapa de transición y ya luce una camada de tenistas de entre 19 y 22 años en un serio proceso de maduración y en el que sustenta la ilusión. Los porteños Francisco Cerúndolo (22 años; 114° del ranking) y su hermano, Juan Manuel (19; 176°), Sebastián Báez (20; 216°; de Billinghurst, partido de San Martín) y los platenses Tomás Etcheverry (21; 230°) y Thiago Tirante (19; 393°) son la punta de lanza de una generación que empuja, se estimula y puede “llegar”. De hecho, uno de ellos ya ganó un título ATP (Juan Manuel, en el último Córdoba Open).
“Acá hay mucha historia. Se conocen y juegan desde los seis, siete años”, dice Alejandro Cerúndolo, ex tenista profesional y padre de dos de los cinco jugadores reunidos especialmente por LA NACION en el Racket Club, en Palermo. Y no exagera el Toto. Se vienen cruzando en la cancha en torneos nacionales, sudamericanos, mundiales, Grand Slam junior. Desde hace tiempo, también, en certámenes profesionales: en Challengers y ATP. Si continúan evolucionando integrarán los equipos en la Copa Davis y la ATP Cup. Tienen complicidad entre ellos. Se quieren ganar, naturalmente, pero evidencian una sana competencia. El éxito de uno es el combustible del otro.
En agosto pasado, tras los cinco meses de cancelación del circuito por el Covid-19, Francisco, Juan Manuel y Etcheverry viajaron, nerviosos y atiborrados de dudas, a Europa. Hicieron la cuarentena en Arezzo y empezaron a competir. Etcheverry jugó su primera final de Challenger, en Sibiu, Rumania. Fran terminó ganando tres Challengers en dos meses, uno en el Viejo Continente y dos en América del Sur (Split, Guayaquil y Campinas), y escalando más de cien lugares en un año. A fines de febrero pasado, jugó su primer partido de nivel ATP y, a los pocos días, luego de superar las tres rondas de la clasificación en el torneo de Buenos Aires, avanzó hasta la final (perdió con Schwartzman). Fue la revelación y el segundo jugador en llegar a la definición del Argentina Open luego de pasar la qualy (José Acasuso, en 2001, fue el primero).
De haber ganado Francisco el torneo porteño, los Cerúndolo hubieran sido los primeros hermanos de la Era Abierta en obtener trofeos en semanas consecutivas ya que antes de la acción en el Buenos Aires Lawn Tennis Club, Juan Manuel escribió un capítulo dorado en los libros de historia del tenis. Antes de jugar la clasificación de Córdoba no poseía partidos ATP, pero ocho triunfos en cadena -los tres de la qualy y cinco del main draw- le cambiaron la vida: se encumbró como el primer argentino en ganar un trofeo en su debut en ATP, el quinto campeón peor clasificado (335°) de la historia y el argentino más joven en lograr un título desde Guillermo Coria (19) en 2001, en Viña del Mar.
Vencedor, en 2015, del Orange Bowl (uno de los torneos más reconocidos y tradicionales del circuito juvenil) en Sub 16 teniendo 14 años y número 1 del mundo junior en 2018, Báez explotó en Chile en los últimos meses, ganando dos trofeos Challengers (los primeros de su carrera), en Concepción y Santiago. Comenzó el año como 309°; ya subió unas cien posiciones.
Etcheverry, de 1,96 metros, fue el primer tenista nacional en competir a nivel ATP este año. Fue en enero en Delray Beach, EE.UU.. Luego hizo ruido superando la clasificación en Córdoba (triunfo ante Leo Mayer en 3h25m incluido) y movió los cimientos del Polo Deportivo Kempes dando la sorpresa al vencer al eslovaco Andrej Martin (semifinalista de la última edición del torneo), en el que fue su primer éxito en un cuadro principal de ATP. Cayó en los 8vos de final tras un match memorable, de 2h48m, frente al español Albert Ramos Viñolas (48° del mundo y finalista de Montecarlo 2017).
En octubre pasado, en el M15 (ex Future) de Monastir, Túnez, Tirante obtuvo su primer título profesional. Un mes después, siendo 539° del ranking, llegó a su primera final de Challenger, en Lima (fue el cuarto jugador nacido en 2001 en alcanzar la definición de un torneo de esa jerarquía). También campeón del Orange Bowl (Sub 18, en 2019) y número 1 junior, en marzo jugó su primer cuadro principal de ATP, en Buenos Aires, al recibir una invitación.
Existe un efecto contagio que los moviliza, inclusive, en un escenario muy desfavorable para los sudamericanos. Los limita la pandemia, los obstáculos para viajar al exterior, la escasez de competencia regional y hasta el sistema del ranking, con puntos “congelados”, que a ellos no los ayuda.
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“Una de las claves del ADN del tenis argentino está en el nivel de los entrenadores, en la enseñanza. Otra razón es que el tenis es muy competitivo acá: hay etapas junior, Sub 12, 14…, entonces uno empieza a competir desde chico. Hay algunos argentinos que capaz no juegan tan bien pero que te compiten a full desde chicos, te hacen crecer y cuando pasás a profesionales ya tenés algún tipo de ventaja”, opina Francisco, entrenado por Walter Grinovero y cuyo sueño es ganar Roland Garros.
“El tenis nacional tiene muchas dificultades, pero este es un país que ama este deporte, en el que hay fanatismo y por eso se generan tantos jugadores. Existe un impulso entre los jugadores de nuestra edad porque si uno gana los otros piensan: ‘Si él pudo, yo también’. Nos vamos motivando uno al otro”, aporta Juan Manuel, el único zurdo de los cinco, entrenado por Andrés Dellatorre. Conquistar el Abierto de Francia es, también, su máximo anhelo.
“Es un impulso que podamos ir en grupo, subiendo de a poquito. Si se mete uno, se pueden meter los demás. Podemos tener la oportunidad. Compartimos muchos años en el circuito. En la Argentina, a pesar de tener obstáculos y contras, por ubicación e infraestructura, la escuela de tenis tiene garra, hambre; eso es nos identifica. Cada vez que a los extranjeros les toca un argentino saben que van a tener que luchar. Salimos de una base más sufrida que los demás y eso nos hace querer superarnos cada día”, describe Báez, que sueña con Wimbledon y su coach es Sebastián Gutiérrez, integrante del cuerpo técnico que lideró Daniel Orsanic en el título de la Copa Davis 2016.
“Tenemos una amistad muy buena, nos empujamos al ver que al otro le va bien. Los obstáculos para los sudamericanos están muy marcados, pero nos hacen fuertes. Cada vez que nosotros vamos a Europa nos cuesta mucho, sabemos que si perdemos rápido los gastos van a superar las ganancias. Eso nos empuja a seguir cada punto hasta el final, por más que estemos por perder el partido. Muchos europeos, si la ven mal, capaz que se quieren ir porque están muy cerca de sus casas. La lucha es una virtud que nos hace diferentes”, asegura Etcheverry, que añora ganar Roland Garros y ser Top Ten. Desde enero es entrenado por el Gladiador, Carlos Berlocq (37° en 2012).
“Tengo lindos recuerdos de la etapa junior y se la recomiendo a todos porque es un aprendizaje grande. Ahora, como profesionales, hay un impulso. Es una motivación tratar de subir todos juntos. Tenemos muy buenas camadas y podemos seguir avanzando y hacer cosas grandes”, añade Tirante, cuya mayor ambición es obtener el US Open y ser número 1. En esta etapa lo acompaña Claudio Sosa, licenciado en psicología y entrenador, que trabajó, entre otros, con Coria, David Nalbandian y Juan Ignacio Chela.
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¿En qué se diferencian con los europeos o los estadounidenses?
-Tirante: Creo que ellos son más fríos. Tienen las cosas mucho más fáciles.
-Juan Manuel Cerúndolo: Creo que juegan más relajados porque tienen otras chances. Dicen: ‘Bueno, si pierdo acá no pasa nada porque la semana que viene hay otro torneo o tengo un wild card’. Es distinto. Nosotros jugamos Córdoba y Buenos Aires y parece que estamos en el Masters de Londres porque son los dos grandes torneos que tenemos en el país.
-Tirante: Claro, tenemos que dejar todo ahí.
-Báez: Tienen más facilidades en general. Están una semana, pierden el martes, se van a sus casas y el lunes se van a otro lugar porque viven al lado, se toman un tren o viajan pocas horas en avión. Es la mayor diferencia: facilidad y tranquilidad para moverse constantemente a lo largo del año cuando nosotros, capaz, lo tenemos sólo en tres o cuatro meses.
-Francisco Cerúndolo: Esa situación nos blinda más. Los jugadores argentinos somos luchadores, competidores. Frente a algunos europeos sentís que, si les competís a full hasta el final, en algún momento van a soltar el partido.
-Etcheverry: Luchamos desde chicos. En cada partido que jugamos dejamos la vida. Si nos toca enfrentar a un europeo, salvo que sea español -ya que es parecido a nosotros-, nos ponemos contentos porque decimos: ‘El día está feo, hay un poquito de viento: ventaja para nosotros’. Porque se les vuela la cabeza pronto. Pasa muchas veces.
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Entre los cinco hay puntos en común y muchos momentos compartidos.
“Con Thiago y con Seba tuve enfrentamientos durísimos de chico. Seba, hasta los 12 años, me ganó como trece veces y en muchas finales de Grado 2. Yo le gané la primera vez a los 14. Con Thiago jugamos como trece veces, en Sub 12 gané la mayoría yo, pero en Sub 14 ganó más él, me sacaba como dos cabezas, de físico. era un animal y ya tenía mucha potencia”, rememora Juan Manuel. Con su hermano sólo se enfrentó una vez a nivel profesional: fue en la segunda ronda de la qualy del Future de Villa María, Córdoba, en 2017. “Me sacaba tres años. Me ganó 6-2 y 6-3. Había mucha diferencia física y de potencia”.
“En mi primera semifinal de G3, en Cariló, tendría nueve años y me enfrenté con Fran Cerúndolo, que tenía diez -recuerda Etcheverry-. Yo estaba obsesionado con el trofeo del torneo, me parecía muy lindo y lo quería sí o sí. Si pasaba a la final ya me lo daban. Estaban mi papá y mi mamá; ahí nos conocimos con la familia Cerúndolo. Iba ganándole a Fran, pero terminé perdiendo y, me acuerdo como si fuera ayer, que desde Cariló a La Plata pasé tres horas y media llorando desconsolado. Llegué a casa y toda esa noche seguí llorando. Al otro día mi papá me dijo que no quería que jugara más al tenis por todo lo que me había visto sufrir por perder un partido. Fue mi primer partido contra Fran Cerúndolo”.
Baéz todavía recuerda, con una sonrisa, una anécdota que los involucra a Tirante, Juanma y, también, a la tenista Lourdes Carlé, en el Australian Open junior, en 2018. “Estábamos jugando al ping pong con Lourdes, gano y me tiro al piso en modo de festejo. Alzo la cabeza al pararme y veo una paleta que está volando y me pega en la cabeza. Había sido Lourdes queriéndome hacer una broma, tuvo mala puntería y me pegó. Pasó, me fui a la habitación, me miré al espejo para lavarme los dientes y dormir, me di cuenta que me había quedado sangrando la cabeza. Fui a mostrarles a los chicos y no paraban de reírse”.
Tirante tiene presente la Copa Davis Junior 2016, certamen que reunió a los mejores representativos Sub 16 del mundo en Budapest. Y no sólo porque el equipo nacional integrado por él, Báez y Tomás Descarrega se subió al podio (fue tercero). “Antes de jugar por el tercer y cuarto puesto nos pusimos de acuerdo y quedamos en que si ganábamos nos teñíamos el pelo de amarillo. Yo lo venía pensando desde hacía bastante y esa fue la mejor forma que encontré para que me dejara mi mamá, porque no le copaba mucho. Al otro día le ganamos a Estados Unidos y nos fuimos a una peluquería a hacernos directamente el platinado. Nos quedó un desastre”, sonríe el platense. En 2017, el equipo nacional de la Copa Davis Junior, pero con Tirante, Juanma Cerúndolo y Alejo Lingua, volvió a salir tercero, también en Hungría.
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En estos casos, el entorno, el equipo y la familia son fundamentales en el desarrollo del joven deportista profesional.
“A la edad de los chicos, más que lo mental y de enseñarles a competir, tenés que inculcarles el tema de la disciplina, de los horarios, del respeto, de la manera de hablar. Si llegan diez minutos tarde deben entender que está mal. Si ellos, a los 19-20 años, logran buenos hábitos será muy importante para sus futuros, porque a los 27-28 les va a parecer todo muy normal; no será una lucha diaria”, apunta Berlocq, que después de una extensa carrera como tenista está dando sus primeros pasos como coach (con intensidad, como cuando jugaba).
“Los cinco chicos están en una edad de desarrollo de la personalidad. Entonces, cada cosa que hagamos como entrenadores puede potenciarlos o limitarlos. Es importante lo mental, pero sobre todo que pongamos bases sólidas para que se desarrollen. Son trabajadores, respetuosos y tienen el ADN del tenis nacional: el trabajo diario y el seguir adelante aunque haya dificultades. Es una pasión que se contagia desde las raíces. A medida que van creciendo esas dificultades que tienen para viajar y demás los terminan fortaleciendo, aunque a veces los obstáculos son muchos y algunos quedan en el camino”, agrega Gutiérrez.
“El contagio es fundamental. Se anima uno y después el de al lado”, comenta Dellatorre. Y prosigue: “En ellos se ve un poco lo que pasó con la Legión, salvando las distancias. En la Argentina hay formadores muy buenos y están las bases, que son los clubes. Acá vienen de todos lados de la región a entrenarse”.
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Otro ciclo se renueva en el tenis nacional. A más de 45 años de la irrupción de Vilas, esta nueva camada tiene una ventaja. Detrás de ellos, hay padres que formaron parte de esos tiempos, o entrenadores que fueron jugadores profesionales. De uno u otro modo, los argentinos repiten parámetros en su camino hacia el salto internacional: buena materia prima y dificultades económicas para la inserción en la elite. Con el tiempo, surgieron otras dificultades: la necesidad de una preparación física más intensiva, mayores controles antidopaje y el flagelo de los arreglos de partidos y las apuestas. Por otra parte, estos profesionales hoy cuentan con una Asociación Argentina de Tenis conducida por ex jugadores. Eso también tendría que actuar como un valor extra: los dirigentes deben ser una llave para abrir puertas en el exterior (entiéndase, wild cards u otros beneficios útiles).
El secreto estará en que conductores y conducidos tengan en cuenta las lecciones aprendidas para que el camino al éxito se construya con ambición, pero mucha seriedad.
Producción de fotos y videos: Santiago Filipuzzi y Rodrigo Néspolo
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