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Nos dejó un artista único e irrepetible del boxeo
Sería desubicado llamar Cassius Marcellus Clay a Muhammad Ali en su nota póstuma.
No le hizo falta ser el mejor boxeador de todos los tiempos para ser considerado el pugilista más importante de cualquier época en todas las regiones del mundo.
Fue dueño de gran parte del Siglo XX y de una década necesitada de hazañas y héroes, como la del ‘60 en donde conformó un cuadrado magistral junto a Ernesto "Che" Guevara, "Los Beatles" y la inolvidable Apolo 11, cuyos astronautas caminaron en la luna por primera vez.
Fue medidor de la conveniencia personal y el beneficio de la gente. Sobre todo de "su gente": las clases negras; algunas poderosas e interesadas y muchas esperanzadas en algo o alguien como él, una especie de santo milagroso y charlatán capaz de cambiarles la vida en dos palabras.
Fue un orador excepcional, penetrante hasta en los oídos más necios y cerrados de los sin fe.
No le escapó a ningún conflicto político y social. Odió y escapó de las guerras. Buscó la paz y muchas veces fue una bandera de tregua –infructuosa pero voluntaria– para conseguirla.
Se aferró siempre al roce y al compromiso. Una acción perdida e inconveniente en el siglo XXI. A veces con sentido y en otras sólo por estar. Pero siempre militó en los terrenos más calientes del planeta y algo dejó. No le tembló el pulso para estar, cara a cara, con los más buenos y los más malos. Con los admirables y los despreciables.
Ali convirtió al boxeo en un espectáculo magistral. Grandioso y dramático. Provechoso y rico. Teatral y serio a la vez, donde cada pelea por el título se convirtió en la entrega de una porción de los físicos. Propio y de sus adversarios. Como Joe Frazier, como Sonny Liston, como George Foreman, como Ken Norton, como Jimmy Ellis, como Oscar Bonavena, como Bob Foster, como Jerry Quarry, como Ernie Shavers y hasta Chuck Wepnner, motivando a Silvester Stallone a crear un personaje llamado Rocky Balboa. En el cuerpo y en el alma de todos ellos quedó algo de Ali.
Tuvo una particularidad muy especial que sólo los grandes y omnipotentes como él pueden lograr cuando la entrega de sus retadores lo ameritó. Hacerlos lucir y elevarlos, convirtiéndolos casi en gladiadores invulnerables. Y esto ocurrió en más de una ocasión.
Orgulloso integrante del inamovible cuadro de honor de campeones pesados junto a Jack Dempsey, Joe Louis y Rocky Marciano, causante de constantes polémicas sobre quién fue el mejor "grandote" de todos los tiempos.
"Pica como una avispa y vuela como una mariposa", aquella postal descriptiva de su estilo boxístico que lo transformó en un artista del golpe. Con piernas veloces y artísticas, dignas de RodolfoValentino o Rudolph Nureyev, y con dibujos de golpes perfectos que retrataron los mejores pinceles del momento.
Convivió con un Parkinson ladino desde su última pelea con el canadiense Trevor Berbick, con casi 40 años, en 1981 en Bahamas, cuando fue "reventado" en una contienda penosa. Fiel a su grandes amigos, como Nelson Mandela y el papa Juan Pablo II, a la cabeza. Con Bob Dylan, James Brown, Norman Mailer, Barry White y Dustin Hoffman, completando el grupo de los más afines a Ali.
Todos recordarmos aún su pelea con "Ringo" Bonavena. Convertida hoy en un texto histórico y popular del país.
No pudo bailotear más. Se cansó a los 74 años y dejó que el maldito Parkinson lo conectara con un gancho más dañino del que Frazier le aplicó en un rincón neutral del Madison Square Garden, planchándolo en la lona.
Sus fuerzas, que parecían inquebrantables y encendidas por aquella antorcha olímpica que su brazo tembloroso portó en los Juegos de Atlanta 1996, pidieron una tregua sin jamás "tirar la toalla".
Murió Ali y desempolvamos, a modo de epitafio periodístico, su oración favorita: "Soy invencible; esposé a un trueno, metí en la cárcel a un rayo, asesiné a una roca y mandé al hospital a un ladrillo".
op/gs
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