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Niñas atletas: la consagración del abuso
A Gabi Parigi todavía le impresiona el caso de Anita Álvarez, la nadadora artística de Estados Unidos que hace dos semanas fue sacada desmayada de la piscina, en pleno Mundial de Budapest. Y le impresiona aún más la sentencia de un especialista: “Probablemente este deporte no es para ella”. Parigi, ex selección argentina de gimnasia artística, ofrece los sábados de julio en Buenos Aires “Consagrada”, teatro con circo, danza, actuación, un unipersonal histriónico que celebra cumbia, pero que denuncia abusos, meritocracia y cuerpos rotos adoctrinados para el éxito. La jungla del alto rendimiento deportivo.
“Dieciséis años, ocho horas diarias, ciento ocho torneos, cuarenta y tres aeropuertos, sesenta y cinco medallas, ocho millones y medio de abdominales… un novio”, dice Parigi en el escenario, apoyada en el bastón de su abuela. Otra voz enumera fracturas, fisuras, luxaciones, tendinitis y pubalgias. Radiografías, resonancias y tomografías. Protrusiones e hipertrofias en vértebras, discos, anillos y columna lumbosacra. Y el entrenador: “empujá/ rechazá/ apretá/ estirá/ mortal/ plancha/ abdominales/ posturas”. Y el grito: “Te pesa el orto ‘mongólica’, eso es lo que te pasa a vos, te pesa el orto”.
“Atleta A”, el documental de Netflix sobre las agresiones sexuales del médico Larry Nassar contra niñas gimnastas de Estados Unidos, animó denuncias en todos lados, de Japón a Gran Bretaña, de Australia a Nueva Zelanda. Lesiones de por vida, dismorfia corporal severa, calmantes, trastornos alimenticios, problemas metabólicos, baja autoestima, castigos físicos, controles agobiantes de peso, humillaciones, entrenamientos hasta llorar o romperse y sexualización con apodos de “Lolita”.
Hay que leer el informe reciente de trescientas páginas de Anne White lapidario contra la Federación británica de gimnasia, cuatrocientos testimonios, cien entrenadores y noventa clubes. Abusos emocionales en más del 50 por ciento de los casos, físicos en más del 40 y sexuales en menos del 10. Edad promedio de las víctimas: 12 años.
Las niñas-atletas son un porcentaje mínimo en el universo de 160 millones de niños que trabajan en el mundo (setenta por ciento en la agricultura). Trabajo infantil, dice la Organización Internacional de Trabajo (OIT), “es el trabajo que daña el desarrollo físico o mental de cualquier persona menor de 18 años, o la priva de su infancia, su potencial o su dignidad”.
La visibilidad de las niñas atletas es mayor. La nadadora alemana Kornelia Ender tenía 13 años en los Juegos de Munich 72, Nadia Comaneci 14 en Montreal 76 y Katie Ledecky 15 en Londres 2012 (igual que Michael Phelps en Sydney 2000). El doping de la patinadora rusa Kamila Valieva (15 años) reabrió el debate en los Juegos Olímpicos invernales de febrero pasado en Beijing. Para 2023, la Unión Internacional de Patinaje (ISU) elevó a 16 años el mínimo de edad para algunas disciplinas. Y a 17 a partir de 2025. Los Juegos de la Juventud tienen edad máxima de 18 años y mínima de 15. Pero en los últimos Juegos de Tokio 2021 los medallistas en skate Momiji Nishiya (Japón) y Rayssa Leal (Brasil) tenían ambos 13 años.
“Representar a la Argentina en los Juegos Olímpicos y tener una familia”. Gabi Parigi tenía ocho años. La vieja entrevista marca el inicio de “Consagrada” (su obra, en coautoría con Flor Micha). “Fue una respuesta automática. Era lo que había que contestar”. Parigi me dice que, entre los 4 y los 19 años fue una niña gimnasta que se entrenó como en una fábrica, anuló sintomatologías, miedos, dolores, se hizo “fuerte”, aguantó”. A correr a la pista del Cenard como castigo, si la balanza no marcaba los cien gramos menos de rigor. Gabi se entrenaba de vacaciones y con yeso. Meritocracia y mandato. Hasta que explotaba un hueso o el llanto. La ayudó una familia contenedora y luego el recorrido siguiente. Docencia primero, para cambiar desde adentro ese sistema, aprender a escuchar al cuerpo. Y ahora, ya madre de 36 años, el teatro para expresar ese crecimiento, integrando deporte y arte.
La pandemia retrasó el estreno. En el medio, irrumpió Simone Biles, la reina de la gimnasia que, agobiada, renunció a seguir saltando cuando Estados Unidos definía ante Rusia en pleno Juego Olímpico de Tokio. “Celebré que alguien como ella, mujer y negra, dijera que el podio no es a costa del cuerpo, de la vida, de los abusos y que primero están la salud mental, física y emocional. Nunca antes en la gimnasia alguien había hecho este acto de revolución. Es cierto, Simone tiene espaldas, pero cuando llegamos a esos lugares también podríamos enfermarnos de poder y no ver qué hacemos con nuestra ética, nuestra ideología”.
El caso Biles amplificó todo. El dolor dejó de ser un grito aislado. El último sábado, en el Galpón de Guevara (Chacarita) estaba viendo “Consagrada” Delfina Pignatiello. Nadadora, joven, ella también agobiada. “Mi corazón y todo mi ser necesitaban vivir esta obra”, escribió Delfina en su Instagram. Una voz, una obra, habilitan y multiplican. Porque tal vez aun hoy hay niñas gimnastas que, como hacía Gabi, se sacan hasta las hebillitas del pelo para que la balanza no acuse “sobrepeso”.
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