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Maratón de Rosario 2016: una carrera casi imposible
Quiero empezar este relato con una de las enseñanzas más grandes que me dejó mi papá. Una frase que marcó mi vida personal y deportiva desde la niñez, y me funcionó muy bien para ser obstinada y alcanzar objetivos, aunque quizás también haya sido un obstáculo a la hora de enfrentar la frustración.
“Vòlli, sèmpre vòlli, e fortissimamènte vòlli”. Mi viejo, Orlando, citaba siempre a Vittorio Alfieri para inculcar voluntad y perseverancia. Lo contó una y mil veces: Alfieri, autor de la frase cuya traducción vendría a ser algo así como “Quiero, requiero y requeterrecontra quiero”, era un poeta y dramaturgo italiano que hacía culto a la fuerza de voluntad, y cuando se empecinaba con algo recurría a lo que fuese para conseguirlo. Entre sus delirios, por ejemplo, para avocarse por completo al estudio se hacía atar a una silla, así no lo tentaban las distracciones y podía acelerar al máximo su formación.
Los 42K de Rosario 2016 fueron, para mí, un ejemplo de perseverancia personal y colectiva. Del “quiero, requiero y requeterrecontra quiero”. De ir para delante como sea frente a la adversidad.
Era mi noveno maratón, pero bien podría haber sido la primera. Porque lo crudo y hermoso de esta prueba es que siempre puede colocarte en el lugar de aprendiz. Pensás que ya la conocés y que varias corridas te enseñaron un montón, pero lo cierto es que en cada una te encontrás con algo nuevo. Y cierto es también que ninguna otra carrera se parece a un maratón. Puede haber más largas, más duras o más técnicas. Pero ninguna tiene su magia y su mística.
Empecemos por la base de que nadie coherente puede preparar un maratón en un mes o dos, ni decidir correrla con pocas semanas de anticipación. Exige mucha planificación previa, entrega, tiempo, dedicación. La esperás, la soñás. La corrés una y mil veces con la cabeza antes que con las piernas, de día y de noche.
Elegí Rosario porque supone un circuito relativamente rápido y yo iba en búsqueda de mejorar mi marca personal: acercarme a las 3 horas y 25 minutos para completar los 42 kilómetros 195 metros. Fueron muchos meses de entrenamiento de casi 100 kilómetros semanales, competencias previas en distancias más cortas con buenos resultados y tiempos que proyectaban un buen pronóstico para mi ritmo objetivo (cerca de 4 minutos y 50 segundos por kilómetro). Sesiones en la calle, en la pista, en la reserva ecológica y en el óvalo de Dorrego y Alcorta, donde hay pasto y tierra para cuidar las rodillas. Alterné trabajos en asfalto con superficies blandas, charlas y cientos de mails con mi entrenador, y hasta hicimos un test de lactato, una prueba que con la medición del pulso y el ácido láctico estima a qué velocidad se puede soportar tanto tiempo manteniéndose en la zona de trabajo correcta para no quemarse. Hice todo siguiendo el Manual. Así y todo, la marca no salió. Y la gran desazón más allá de todo lo invertido es que una 42K no te da otra oportunidad pronto. El cuerpo tarda mucho más que en las distancias cortas para poder recuperarse y volver a estar en condiciones de intentarlo de nuevo.
Pero el fracaso es parte del aprendizaje. Siempre. Nunca me canso de oír y leer eso de que se aprende más del fracaso que del éxito, que si todo siempre sale bien, los logros no se disfrutan tanto, que la derrota te coloca en un lugar hasta más digno y fructífero, y ese tipo de cosas. Lo decían incluso Borges y Truman Capote, que no eran corredores ni entrenadores, aunque sus conceptos se apliquen perfectamente al arte de correr.
Si bien la fecha de la carrera supone temperaturas propicias para correr bien, el clima podría no acompañar. Los antecedentes eran variados: hubo ediciones con calor y muchísima humedad, aun en pleno invierno, y también otras con mucho frío. Pero, casi siempre, el viento estuvo presente. “Rosario es una lotería”, me decían.
El domingo de la carrera amaneció gris, lluvioso y frío tal como se esperaba. Hasta ahí no estábamos tan mal. Pero ninguno de los miles de inscriptos imaginamos el temporal que aparecería unas horas más tarde. Aunque hacía mucho frío, para mí no representaba un problema. De hecho, estaba en shorts y musculosa rodeada de gente muy abrigada. Cuando corro no tengo frío y antes de competir, con toda la adrenalina que me genera, tampoco. Lo realmente hostil no fue la baja temperatura, ni la lluvia, que por momentos fue tormenta, sino el viento. En un punto, era tan fuerte que parecía una pared. Comenzó a soplar con todo cerca del kilómetro 30 y no paró más. Justamente en la peor parte, cuando ya venís cansado. Cientos de corredores abandonaron, a otros los levantaron del piso descompensados, y hubo muchos casos de hipotermia.
Ya el hecho de completar un maratón puede tomarse como algo enorme (especialmente para aquel que no corre y no comprende que alguien decida por voluntad propia pasar horas seguidas corriendo sin parar), pero hacerlo en estas condiciones es casi épico.
Terminada la carrera, ya caminando después de cruzar el arco, muerta de frío, blanca como un papel y los labios azules, no sentí esa alegría que correspondería a completar un desafío semejante. Si bien se entiende que la marca que había hecho, arriba de lo esperado, equivaldría a algunos minutos menos en condiciones climáticas favorables, a los papeles, la marca no salió. Sentía bronca y dolor en el cuerpo y el alma. Sentía que no podía dar un paso más. Pensé en tirarme ahí mismo al suelo. Entonces apareció mi salvador: Gabriel Szkolnik, un colega que estaba esperando ver llegar a sus alumnos y me colgó mi medalla finisher. Después me llevó a la carpa médica, me dio de tomar y de comer, me abrigó, elongó y se quedó conmigo hasta que reviví un poco. Le agradecí mucho y se lo voy a seguir agradeciendo siempre. Cuando logré levantarme, caminé como pude hasta el guardarropa para buscar mis cosas. A mi alrededor veía corredores tiritando y caminando a duras penas. Vacíos. Pero había también muchas caras contentas, de esas personas que pese a la adversidad se volvían a casa con lo que habían ido a buscar. Me encontré amigos con quienes había corrido los 42K de Malvinas años atrás. Todos coincidimos en que acá sufrimos más (y eso que tildan el maratón de las Islas como unos de los 42K certificados más adversos del planeta). Sufrimos más en Rosario que en la Patagonia Austral. Por ahí andaba el triatleta Martín Leppera, destruido igual que yo. “¿Cómo te fue?”, me preguntó. “No cumplí mi objetivo”, le dije cabizbaja. “Carolina... hoy el objetivo era sobrevivir”, me contestó. Y, en ese momento, experimenté algo parecido al consuelo.
Cuesta pensar cómo se puede disfrutar de algo así, llevando al límite el cuerpo y la cabeza. En lo personal siento que disfruto del dolor. Me gusta y me sirve. Creo que exponerme a esas situaciones físicas me endurece el alma y me fortalece para otras cosas de la vida. En un maratón, el placer y el dolor se van turnando, coquetean, aparecen y se van, de a ratos coinciden y después queda uno solo. También hay mucho tiempo para pensar, y podés pasar por los más diversos estados físicos, emocionales y mentales. Sin embargo, hubo carreras de mayor distancia en las que casi no pensé en nada, que funcionaron como una meditación activa muy larga. En esta, mi mente estuvo tan inquieta como mis piernas.
Cada persona es un mundo y la vive distinta, muere y revive en distintos puntos, pero en la adrenalina y la euforia del comienzo coinciden todos, aunque después el desarrollo y el final sean una historia distinta para cada uno.
En Rosario entendí que no hay que cuestionar al que te desea suerte. Antes lo tomaba como una actitud loser. “Si hiciste todo bien, esperás éxitos, no suerte”, pensaba. Error. Hay cosas que uno no puede manejar, y asumirlo es una muestra de humildad. No podemos manejar el viento, entre otras cosas. Por eso, recién hoy a mis 36, entendí que no tiene nada de malo desear suerte. Todos la necesitamos alguna vez.
El maratón es única, hermosa y, a veces, traicionera. El sufrimiento y el placer te acompañan siempre, juntos o separados. Mi maratón número nueve fue un perfecto mix entre el “quiero, requiero y requeterrecontraquiero”, el éxito y el fracaso. No sabía si me había ido bien o mal, pero estaba tranquila con mi conciencia por haber hecho honor a “persistir” y a la fuerza de voluntad, porque aun con las piernas quemadas, ni una vez se me cruzó por la mente caminar o abandonar. Dejé todo lo que tenía y más. Y eso también, a veces, es como ganar.
Nota publicada en la Revista Brando se setiembre de 2016.
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