No fue un niño prodigio. No hay videos suyos volcando la pelota a los once años. Nadie predijo que iba a ser tan grande. El archivo revela perlas divinas: una carta premonitoria que firma como Reggie Miller, aquel crack de Indiana Pacers, o una declaración rimbombante en modo Juan Espil, su ídolo bahiense. El imperdible documental Jugando con el Alma, de Koala Producciones, que puede verse por Netflix, ofrece todo ese material antológico. No tenía destino de éxito. Lo cortaron de la Selección de Bahía Blanca por baja estatura. "No está para la Liga Nacional", aseguraba un relator en aquellos primeros partidos en Andino de La Rioja, donde pasó varios meses sin cobrar un peso. Todavía están en su casa las marcas de lápiz de las mediciones semanales de su altura en comparación con sus hermanos Leandro y Sebastián. Siempre compitió con ellos, académica y deportivamente. Se pasó tres días encerrado en su cuarto cuando su Bahiense del Norte descendió a segunda del torneo local. Perdió la ultima bola en la Semifinal del Mundial Sub 22 en Australia y el equipo perdió el partido. Las imágenes lo muestran fulminado sobre el parquet. Su inclusión en el puesto 57 del draft de la NBA modelo 1999 parecía ser testimonial. Su llegada a San Antonio Spurs en 2002 tras un impresionante ciclo en Kinder Bologna apuntaba a un rol bien secundario, lejos de ser una pieza esencial para el equipo. No irrumpió en la Selección Mayor como un fenómeno. Su inserción fue paulatina y sin unanimidad.
Este año anunció su retiro, tras 23 años de carrera. Sus números y sus títulos asombran, pero no alcanzan para medir el impacto de su legado. Cada uno tiene su propio momento que retrata la dimensión de su influencia en el juego. El EuroStep, el concepto de jugador colectivo por excelencia que siempre hace lo que necesita su equipo para ganar. Yo me quedo con Río 2016, ese partido de cuartos ante Estados Unidos. Estaba en el estadio y lloraba como todos los argentinos que habíamos ido allí. El partido estaba definido desde el segundo cuarto. La primera señal de respeto se vio en el desarrollo y el marcador del último periodo. Los estadounidenses habían bajado el ritmo para evitar la humillación. Pasaron minutos y segundos. Faltando dos minutos, Sergio Hernández lo sacó. Lo ovacionó todo el publico, incluso los brasileños que disfrutaban de la derrota argentina. Cuando se terminó, todos los jugadores de USA hicieron fila para saludarlo y expresarle su admiración. Kevin Durant, Carmelo Anthony y el resto después. Nacido en la Argentina, él era el protagonista de ese duelo con más títulos NBA (4) de todos los presentes.
Deténganse durante un ratito en este contexto: basquetbolistas norteamericanos, los inventores de este juego y los mejores del mundo, esperan a un argentino para felicitarlo por su carrera en su selección. Veinte años atrás, el equipo argentino aguardaba que terminara la habitual paliza del Dream Team de turno (aunque para mí hubo uno solo, el de Barcelona ’92) para sacarse la foto con sus ídolos inalcanzables. Todavía recuerdo el Preolimpico de Portland, esa lógica desesperación de los jugadores para tener el clic con Jordan o Magic. Reescribió la historia. Torció su destino. Desafió cada NO que se interpuso en su carrera. Se consideró responsable de la increíble final perdida en 2013 ante Miami. Se tomó revancha al año siguiente, contra el mismo rival, y ganó su cuarto anillo de campeón. Su admirado Reggie Miller no tiene ninguno. Del niño normal al hombre que ha hecho cosas extraordinarias. No se explica por su gen competitivo, su inteligencia en el juego o su rebeldía ante la adversidad. Solo Manu Ginóbili sabe.
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