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Los Juegos del control
Quienes visitaron Japón en la previa de los Juegos Olímpicos –o, mejor dicho, antes de que un enemigo silencioso cambiara nuestras rutinas– coinciden en que esperaban los mejores Juegos Olímpicos de la historia. No había manera de cambiar esa percepción. En la tierra de la paciencia y la planificación a largo plazo nada podía salir mal. Tecnología y cultura ancestral; innovación y tradición; un pueblo con una interminable lista de gestos de respeto y hospitalidad; un país que mira hacia adelante sin olvidar lo que muestra el espejo retrovisor.
Pero aquellos Juegos ya no lo son. Los Juegos de la pandemia son los del control, las obligaciones, los inflexibles protocolos y la distancia. En la meca del caos organizado hay hasta algunos signos de desorden. No por impericia, sino porque la actividad deportiva provoca cambios inesperados de agenda que sacuden los cimientos de las normas niponas. Giros atados a la inmediatez que muchas veces chocan contra la previsibilidad. Algo está claro: esta experiencia es todo un aprendizaje para futuras ediciones. Con o sin coronavirus, no sería una sorpresa que París 2024 herede (con correcciones) algunas de las tantas pautas. Desde un mayor control del estado de salud de los visitantes (y su seguimiento durante la estadía) hasta las reservas de espacios con un día de anticipación para el trabajo de la prensa, o una Villa Olímpica bajo estrictas normas de convivencia.
Porque ya nada es como antes. Porque en la Villa, por ejemplo, ya son contadas las fotos entre integrantes de diferentes delegaciones. Las hay, claro está. Como muestra se podrían revisar todas las imágenes en las que apareció etiquetado Novak Djokovic en las últimas dos semanas. Pero la mayoría de los contactos se dieron bajo la misma bandera. Y, en tiempos donde todo se comparte (como si al no compartir no hubiese sucedido), hasta hay casos de atletas que prefirieron no publicar imágenes en redes sociales por temor. A las sanciones o al qué dirán. Mientras que el único contacto con el afuera se restringió a un pequeño espacio común completamente vallado. Históricamente, la Villa Olímpica tenía tres partes bien marcadas: el ingreso (con una recepción y una sala de prensa), la zona internacional (un playón en el que podían convivir periodistas y deportistas, y donde los atletas aprovechaban para comprar merchandising, comer una hamburguesa de uno de los patrocinadores, cortarse el pelo, reservar un teléfono celular o distenderse jugando al beach voley) y el barrio en sí (solo reservado para las delegaciones). Ahora, aquella zona mixta es apenas un rincón delimitado de todas las formas posibles: vallas, marcas en el piso para no salirse del espacio asignado y recordatorios permanentes tanto en cartelería o de viva voz de que se debe mantener la distancia y el uso de los tapabocas. Una distancia que es de un metro entre los mortales y de dos si alguien intenta hablar con los deportistas. Y la opción para achicar el margen de contacto pasa por sistema para nada innovador: una bandeja marrón de plástico –de esas que se utilizan en comedores– con un cartel a mano de “Put on recorder” (“Poner el grabador”). Los voluntarios acercan esa bandeja al entrevistado en un curioso viaje de smartphones entre pregunta y pregunta. Una de las tantas postales de la falta de contacto.
No serán los mejores, ni quedarán en la memoria como los Juegos más emotivos –la falta de público y las críticas a la organización en medio de una pandemia marcarán a esta cita–. Pero sí serán los del control. Los de las reverencias y los agradecimientos. Los de la prolijidad y una impactante delicadeza. Los de las estrictas normas de conducta (resulta difícil encontrar a un tokiota que intente salirse de lo establecido). Y los de la amabilidad y la predisposición. Si Tokio 2020 sale adelante, con sus parches y un silencio que aturde en cada una de sus sedes, será en parte por Tokio. Porque a su manera están intentando que todo marche sobre ruedas cuando la realidad se les cae encima. Cuando los casos de coronavirus crecen a nivel ciudad y país.
Los Juegos Olímpicos entran en la segunda semana en medio de la ola más fuerte de contagios desde el inicio de la pandemia. Con un estado de emergencia decididamente extendido (mientras parte de la prensa presiona por medidas más extremas) y una llama que se apagará el próximo domingo en el estadio Olímpico. El fuego que prendió Naomi Osaka, la talentosa tenista que intenta lidiar con lo que le dicta una cabeza cargada de presiones. Un caso parangonable con lo que le sucedió a Simone Biles, que llegó a Tokio como la mejor de todos los tiempos y se está volviendo a casa con la certeza de que su salud mental vale mucho más que una medalla de oro. Quizás ese sinceramiento de los deportistas también forme parte de la herencia que dejarán estos Juegos.
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