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Los conquistadores de lo inútil
Ueli Steck quería ser el atleta que llegara más alto. Y más rápido. “La máquina suiza”, “el Usain Bolt de la ascensión” escaló en 2015 en 62 días las 82 cumbres de más de 4000 metros de los Alpes. Subió la cara norte del Eiger (3970m) en 2 horas y 22 segundos. Lo veo en la web mientras trepa sin cuerdas ni arnés, con la única ayuda de piolets y crampones que clava en pleno muro vertical. Volvió en febrero a Nepal. Al Himalaya, donde en 2014 había empleado apenas 28 horas para subir los 8000 metros de la cara sur del Annapurna. Para un alpinista, más rápido es menos tiempo en la montaña. Menor riesgo de avalancha. De congelamiento. Steck estaba el domingo pasado a unos 7200 metros del Nuptse. Aclimatándose para la hazaña de subir, sin ayuda de oxígeno, al Everest (8848m), el pico más alto del planeta, y enlazarlo con el vecino Lhotse (8516m). Algo falló en su baile cotidiano ante el abismo. Murió en caída libre de mil metros.
En España lo recordaron especialmente por su gesto temerario, y solidario, cuando en 2008 escaló 7000 metros del Annapurna para llevarle medicamentos a Iñaki Ochoa de Olza, que murió de edema cerebral y pulmonar. En 2013, decenas de sherpas lo atacaron en Lhotse. Los guías estaban furiosos porque Steck y sus compañeros Simone Moro y Jonathan Griffith incumplieron acuerdos y desoyeron advertencias y escalaron justo sobre dónde los sherpas fijaban cuerdas, poniéndolos en riesgo, a 7000 metros de altura. Para apaciguar, Steck ofreció a los sherpas fijar él mismo cuerdas más arriba. Fue peor. Ya en el campamento, los sherpas tiraron piedras y lanzaron puñetazos y patadas. Steck fue trasladado al hospital. Un sector de los sherpas volvió a levantarse en 2014 tras una avalancha en el Everest que mató a dieciséis de los suyos. Eran sherpas maoístas que exigían mejores condiciones de trabajo al gobierno nepalí. Miles de expedicionarios occidentales llegan anualmente al Himalaya. Para esta nueva temporada de mayo, una compañía pide 95.000 dólares por cabeza. El paquete incluye cuerdas hasta la cima y oxígeno artificial a discreción. Se estima que un record de 800 escaladores hará cumbre. La muerte, claro, es una posibilidad. Todavía hay cerca de 250 cadáveres en el Everest.
“Si alguna vez tuve la idea de matarme, jamás fue cuando escalaba”. Lo dice el alpinista italiano Reinhold Messner, primero que escaló sin oxígeno las catorce cumbres de más de 8000 metros. Messner, mito vigente a sus 71 años, habla en Gasherbrum, hermoso film de 1984 de Werner Herzog. El gran cineasta alemán admira que Messner haya renunciado tres veces a hacer cumbre en el Dhaulagiri (8167m), la última cuando estaba a sólo 150 metros y mirando la cima con telescopio todos los días durante seis semanas. “Si lo hubiera hecho –dice Herzog–, no habría vuelto vivo”. En Gashebrum, un intento de Messner de escalar dos colosos de 8000m con apenas una mochila, el protagonista se desmorona cuando Herzog le pregunta cómo comunicó a su madre la muerte de su hermano menor, Gunther, en 1970, en la conquista del Nanga Parbat, “la montaña asesina”, sector paquistaní del Himalaya. Subieron por Rupal, 4500 metros de la pared vertical más grande del planeta. Cruzaron la montaña y prefirieron descender por Diamir. Un alud mató a Gunther. Tenía 24 años. A Reinhold lo rescataron con falanges y dedos amputados, al borde de la muerte. Su clave, más que la resistencia física, fue la capacidad de sufrir. Escalaba con casi nada. “Hoy –dice resignado– podés llamar al helicóptero y te viene a buscar”.
Hay que leer Desafiar el cuerpo (está en la Feria del Libro) para comprender qué significa un rescate. Federico Bianchini lo cuenta al revivir la peor tragedia del andinismo argentino, la muerte de nueve estudiantes de educación física de la Universidad Nacional del Comahue el 1º de setiembre de 2002 en el cerro Ventana, Bariloche. “Lo fundamental –dice a Bianchini el rescatista Ramón Chiocconi– es aprender a sacarse el sufrimiento de encima; para que, con las palabras, de la boca también salga esa sensación horrible que los psicólogos llaman angustia”. A Reinhold Messner lo acusaron propios colegas de haber provocado, con su ambición, la muerte de su hermano. Recién muchos años después, cuando aparecieron huesos y ropa de Gunther, Reinhold demostró con pruebas que no había mentido. El aura de espiritualidad que tiene el mundo del alpinismo convive en sus atletas más célebres con una feria de egos, celos y hazañas sospechadas.
Vuelvo a Gasherbrum. Al monólogo final en el que Messner, que también cruzó la Antártida y luego, con 60 años, atravesó el desierto de Gobi, dice que no puede responder por qué escala. “Esa pregunta no existe, porque todo mi ser es la respuesta”. Dice que, mientras escala, siente que, como un profesor en la pizarra, él escribe líneas imaginarias y eternas sobre esas paredes de 4000 metros. “¿Te imaginas sin escalar?”, le pregunta Herzog. “Me imagino caminando de un valle a otro del Himalaya. Sin dirección, por desiertos y bosques. Sin mirar atrás ni adelante. Hasta el fin del mundo, que no se si es redondo o plano. Es un mundo que no termina nunca. Escalar –dice Messner– no es tan importante. Caminar, caminar, caminar”.
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