Es la gambeta, pero también la palabra. La cintura que va a un lado y al otro engañando rivales, y la voz que reclama escrutando conciencias. Estefanía Banini sabe jugar muy bien a la pelota, como tantas chicas argentinas, y esa es apenas una parte de lo que hace muy bien. Si uno mira en perspectiva, quizás ese talento haya sido el propulsor de otra virtud: su coraje. Fue ella, Estefi capitana, la que se plantó en nombre de sus compañeras y reclamó. Plantó el germen de todo lo bueno que llegó después.
La selección femenina argentina llevaba demasiado tiempo viviendo de favores de terceros, sin ropa oficial para entrenarse ni partidos para prepararse. Se sentían –estaban– a miles de kilómetros de sus colegas varones, aunque cada tanto compartieran el predio de la AFA. Hasta que en abril se les ocurrió poner sus cuerpos delante de una cámara y sus manos detrás de sus orejas, como quien quiere escuchar una respuesta. Querían que les prestaran atención. O, más fácil, que cada uno se hiciera parte de lo que les tocaba: si ellas jugaban, otros debían organizar, asistir, contener.
El grito silencioso retumbó tanto que ya nadie pudo esquivarlo. Y aparecieron las camisetas de entrenamiento, los amistosos, una ducha caliente y una cama donde soñar con clasificarse al Mundial todas juntas. Al frente, "la Messi", una mendocina que a los 5 años supo que lo suyo era eso, la pelota y el pasto. Primero fue entre nenes, cuando el fútbol de chicas no era tal, hasta que fue creciendo y abriendo puertas con su hábil pie derecho. Estefanía se parece a los varones que llevan también la camiseta argentina: como ellos, es una profesional que juega en Europa. Ahora tiene 28 años, un pasado en clubes de Chile y Estados Unidos y un presente en otro de España.
Reflejo de este tiempo histórico, las chicas avanzaron hasta conseguir lo impensado: un estadio repleto y horario central en la TV. Fue el 8 de noviembre, en la cancha de Arsenal, que las aplaudió de pie cuando les ganaron a Panamá y quedaron a un pasito de la clasificación a Francia 2019 –que sellarían unos días después, de visitantes–. La mayoría no había jugado jamás con 12 mil personas gritando por ellas. Ni con 5 mil. Ni con mil. De la tribuna salía el viejo "¡Vamos, vamos Argentina!" y también el nuevo "¡Aborto legal, en el hospital!".
En Panamá, la noche que tanto habían esperado, lloraron casi todas. Banini reaccionó diferente: cuando terminó el partido se quedó muda, petrificada. Las otras corrían, saltaban, se abrazaban. Y Estefi ahí, inmóvil. A veces sucede: cuando la fantasía se hace verdad no sale nada. Después, ya en el vestuario, vino su liberación, un permitido en la dieta de una mujer decidida: ese rapto de felicidad. Y enseguida, la mirada otra vez al frente. Mientras a su alrededor solo había espacio para el disfrute merecido, después de remar tanto contra los extraños –pero sobre todo contra los propios–, ella ya hablaba de qué había que hacer para llegar al Mundial mejor de lo que estaban. Porque las personas que se distinguen de sus pares son las que eligen caminos diferentes ante un mismo estímulo.
Es 10 de junio de 2019. Suena el himno argentino en el mítico Parque de los Príncipes de París, uno de esos estadios que mantiene el aura de los de antes. Después de ocho años, la selección vuelve a jugar un Mundial. La cinta de capitana la lleva esa chica de pelo atado y gesto reconcentrado. También lleva la pelota. Porque la pelota hay que dársela a la mejor.
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