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La meritocracia del deporte, una pared contra la "aristocracia hereditaria"
Todos los días del año, a veces a cada hora, hay uno que gana y otro que pierde. Un ranking que clasifica al número uno o al 327. Una tabla de posiciones que indica primero o último. Campeón o descenso. Pases buenos y malos de cada jugador. Kilómetros recorridos. Un DT que decide titular o suplente. Podios. Entrenadores que afirman que "nadie se acuerda del segundo" y periodistas que decretan que "está prohibido perder". La competencia, además, es directa y permanente. No hay un jurado que decide quién gana el Oscar. En el deporte se gana haciendo más tantos que el rival. Un rival que se defiende con uñas y dientes. Y que golpeará ante la primera distracción. Todo, además, controlado por árbitros, VAR y hasta exámenes antidoping. Y millones ante la TV que exalta aciertos y desnuda errores. Y los hinchas del estadio que aprueban o insultan. Por supuesto que hay diferencias económicas y que puede haber trampas. Pero, una vez iniciada la competencia, el alto rendimiento deportivo suele ser meritocracia pura.
El deporte sirve de bella metáfora. Pero la vida, sabemos, suele ser algo más complejo que un partido. Allí está, si no, Ansu Fati, a los 17 años flamante goleador más joven en la historia de la selección de España, esperanza de Barcelona cuando se vaya Leo Messi. Su padre partió primero él solo de Guinea Bissau en busca de futuro. La Europa que expulsaba lo acogió porque Bori Fati se enteró de que en el pueblo de 2600 habitantes de Marinaleda (Sierra Sur de Sevilla) acogían a los inmigrantes. Juan Manuel Sánchez Gordillo, alcalde comunista desde hace 41 años, jornalero, docente y poeta, y cuyo plan de vivienda comunitaria fue nota hasta en The New York Times, regularizó la documentación de Fati padre, le dio trabajo y vivienda, ayudó al viaje de la madre y los cinco hijos y al traslado luego al pueblo vecino de Herrera, donde los Fati también recibieron apoyo del alcalde socialdemócrata Custodio Moreno.
Hoy, Ansu tiene cláusula de rescisión de 400 millones de euros, casa con piscina en Barcelona y nueva representación de Jorge Mendes, el agente todopoderoso de Cristiano Ronaldo. Pero el viaje de los más pobres, sabemos, suele ser distinto. El Mediterráneo, recordó José Luis Lanao, campeón mundial juvenil con Argentina en Tokio '79, en el diario Página 12, es la "tumba de más de 50.000 almas".
Los genios del deporte ofrecen hermosas historias de superación. Acaso la más conmovedora de 2019 fue la de Siya Kolisi, capitán negro de los Springboks, la selección de rugby de Sudáfrica que se coronó campeona mundial en Japón 2019. Cuando Nelson Mandela liberó a Sudáfrica tras medio siglo de apartheid y la naciente democracia obligó a los Springboks a incluir un mínimo de jugadores negros en el plantel, estallaron las críticas: ¿por qué imponer cuotas en un escenario de excelencia como el de los Springboks? Sudáfrica, sin embargo, reconquistó la corona mundial en Japón con capitán negro y figuras negras. Miles de artículos contaron entonces los orígenes humildes, elogiaron el esfuerzo y la disciplina y citaron a Kolisi y los suyos como modelos inspiradores. Muchos de ellos omitieron recordar que, igual que Fati, también Kolisi tuvo al inicio un Estado. El ex ministro de Educación Mariano Narodowski escribió en Cenital que el Estado debería garantizar a los más pobres no "las mismas" condiciones de desarrollo que a los ricos, sino "mejores".
El debate de los últimos días en la Argentina sobre la meritocracia fue del presidente Alberto Fernández a Gabriel Batistuta. Decenas, claro, que hablaron de "méritos" y de "esfuerzo". Y otros que también pidieron un Estado que "amplíe derechos" como única respuesta para combatir los "privilegios". Porque la desigualdad, afirman, excluye cada vez más y abre tiempos de "aristocracia hereditaria" (no en el deporte, donde ni siquiera Messi podría garantizarle a su hijo la camiseta "10" de Barcelona). ¿Y cómo explicar la meritocracia en la pandemia, cuando llamamos "trabajadores esenciales" justamente a los que menos ganan? Se lo pregunta el profesor de filosofía Michael Sandel, autor de "La tiranía del mérito". El libro muestra que la "globalización impulsada por el mercado" agrandó la "desigualdad" y recuerda que el 1 por ciento más rico de Estados Unidos gana más que todo el 50 por ciento más pobre. La "movilidad ascendente", base del "sueño americano", reducida a casos individuales. La crisis del "American Dream".
En el final de su libro, Sandel cita al beisbolista negro Hank Aaron, nacido en 1934 en el Sur segregado y luego estrella de los estadios, récord y Salón de Fama incluidos. "Batear una pelota de béisbol –escribió su biógrafo– fue la primera meritocracia en su vida". Sandel dice que la historia de Aaron cuestiona en realidad "el sistema injusto del que sólo se puede escapar anotando jonrones". El debate creció con la revelación reciente de que el presidente Donald Trump, más que talento, disciplina y esfuerzo, construyó su fortuna con herencia, influencias y esquivando impuestos. La vaca atada. "Al fin y al cabo –escribió un forista– creo que la única meritocracia que queda en este país es el deporte y, como sabemos, los que mejor dominan el juego no son justamente blancos".
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