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La historia de Pedro Damián Monzón: Maradona lo salvó de la muerte y hoy está frente al desafío de toda una vida
Subcampeón mundial con la selección argentina, estuvo cerca del infierno, pero salió adelante; tuvo una convincente tarea en el ascenso y luego de pelearla siempre, será uno de los técnicos de Independiente en el clásico frente a Racing
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Pedro Damián Monzón era -lo sigue siendo- un subcampeón del mundo del bajo fondo, anónimo y cordial. Años después de salir del infierno, como entrenador de Argentino de Quilmes, solía ir con su familia los fines de semana que no había fútbol a disfrutar un asado en los quinchos de la entidad. El Mate jugaba el martes o miércoles -las desventuras del calendario del ascenso lleva décadas-, entonces el Moncho prendía las brasas mezclado del afecto y la mirada sorprendida del que pasaba y le daba una palmada.
En el “primer club criollo” recuperó la disciplina y la estrategia como entrenador: desde 2017, consiguió buenos resultados en 104 partidos y un ascenso: de la C a la B en 2019. Era uno más, sin camisa, envuelto en sudor, matizado del humo que invita al apetito. Si pasaba el encargado de una minúscula y entusiasta FM barrial, le concedía una nota. Hablaba del equipo, de la vida. Lo querían todos.
Lo siguen queriendo, a la distancia. Hoy es parte del cuerpo técnico de Julio César Falcioni en Independiente. Como el Emperador está apartado, víctima del virus, se para en la puerta grande: será uno de los entrenadores este sábado en el clásico contra Racing.
En el Rojo, jugaba como un fanático, feliz y pasado de revoluciones, largos años antes de crear una trayectoria como entrenador que lo vio por todos lados: de Ecuador y México, pasando por Salta, Tucumán, Rosario y hasta Santiago del Estero. Nunca se le cayeron los anillos por el Mundial 1990, la cita que el futbolero recuerda con nostalgia y emoción.
El gol en el Mundial 90
Va a estar a cargo del equipo -diezmado por la virulencia del Covid-19- junto con Omar Píccoli, el histórico ladero de Falcioni. “Yo no firmo nunca el empate. Quiero ganar, los jugadores quieren ganar, todos queremos ganar. Y vamos a hacer lo imposible para poder ganar. Los jugadores tendrán que demostrar cuando entren a la cancha y ojalá que puedan hacerlo de la mejor manera. Ellos tienen que decidir qué imagen quieren dar. Está totalmente prohibido no dejar todo en la cancha… Acá hay que sudar hasta la última gota”, contó en F12, por ESPN. Así jugaba, así siente el fútbol.
Las vueltas de la vida casi lo condenan al vacío. Pensaba en la muerte cuando las drogas lo acorralaron, hasta que apareció Diego. “Yo siempre amé a Maradona, mis hijos deben amar a Maradona, porque yo les conté como era él con su padre. Él nunca lo supo: yo tenía muchas ganas de suicidarme ese día. Mis problemas duraron muchísimos años, vivía en un local, y él vino. Estaba mal económicamente, no tenía nada, solo para comer. Lo llamo y le digo que no estaba bien. Entonces él me pregunta, “dónde estás, voy para allá”; estaba sobre la calle Alsina, cerca de la cancha de Racing. Llega, se sienta en el piso -tenía una sola silla- y me pregunta: “¿Qué problema tenés, Negro?” Había nacido mi quinta hija, que vivía en Tucumán y no tenía ni para poder verla, le dije. A partir de ahí, Diego me salvó la vida. Y sin saberlo”, contó hace un tiempo, con el desgarrador dolor que dejó atrás.
La expulsión en el Mundial 90
Por eso, días después de la muerte del 10, se tatuó en un brazo la cara del genio inmortal. El fino trabajo fue ejecutado por Walter Hermoso, que era jugador de Argentino de Quilmes y que se ganaba la vida con el arte sobre la piel, por Hudson.
Monzón solía relegarlo: no lo ponía a Hermoso. Acongojado, el día después de la muerte no pudo dirigir la práctica: la pasó para el día después. Luego, antes del entrenamiento, rezó con el grupo reunido en el círculo central. Se acercó a la religión en los tiempos oscuros.
Con los bolsillos rotos dormía en una salita del estadio de Arsenal: era 1996, quería seguir pateando la pelota por el aire, pero no lo tomaban ni en algunos equipos de la C.
Los últimos años de los 90 vivió atragantado de miedo y con susurros infames en sus oídos. Salió adelante, más allá de Maradona, con una digna carrera en el ascenso, basado en el orden, la disciplina y el laboratorio. Ya no se peleaba con todo el mundo ni mostraba ciertas habilidades en las artes marciales.
Una imperdible anécdota con el Diez
El regreso a Independiente, en donde consiguió dos títulos locales y otros tantos internacionales, le hizo recordar cuando fue interino en 2004. En el Apertura, dirigió tres partidos: empató con Estudiantes 2 a 2, perdió con Arsenal por 2 a 1 y le ganó a Newell’s por 2 a 0. Fue en reemplazo de una gloria de la entidad, Daniel Bertoni. El Moncho Monzón era el encargado de las divisiones menores.
Siempre quiso volver. Por eso, tal vez, diga cosas como estas: “Hoy soy millonario por cómo vivo y porque estoy en Independiente”. El clásico le va a dar otra medida a su vieja pasión.
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