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La fuerte reflexión del sobrino del Che Guevara sobre la amistad de Diego Maradona y Fidel Castro
Martín Guevara compartió en Facebook un duro texto en el que analizó los intereses que dieron lugar a la relación entre el futbolista y el líder cubano
- 4 minutos de lectura'
Martín Guevara, el sobrino de Ernesto “Che” Guevara, reflexionó sobre la relación estrecha que mantenían Diego Maradona y Fidel Castro. En una carta que publicó en Facebook, el historiador sostuvo que, si bien al principio no entendía la “seducción” que el futbolista ejercía sobre el líder cubano, con el tiempo se percató de que se usaban mutuamente para sus propios intereses.
Martín es hijo de Juan Martin Guevara, hermano del Che, y suele utilizar esa red social para compartir análisis políticos y, principalmente, sobre su vida en Cuba. Si bien es argentino, se crió en la isla y hoy vive en España. En el texto habló de una suerte de “sumisión” que Fidel sentía con el Diez porque “uno necesitaba la cancha llena y el otro la plaza abarrotada coreando sus nombres”.
En la carta también especificó que Castro y Maradona “eran iguales, idénticos”. “Al futbolista solo una cosa le gustaba más que la atención de todo el auditórium, una montaña de billetes de moneda estadounidense, y a Guarapo el poder absoluto”, manifestó.
El texto completo
Cuando en 1987 Fidel le dio tanta importancia y privilegios a Maradona, me sorprendió, porque en Cuba había enormes deportistas, algunos habían sido tres veces campeones olímpicos y tres veces mundiales y, sin embargo, si se les descubría un solo dólar, no los millones que cobraba Diego, les quitaban todas las medallas, todos los récords, los borraban de los libros de deportes y, según el caso, hasta podían ir presos. Ni que decir si se le encontraba un porro de marihuana, no quisiera pensar en la cantidad de efectivos en su paredón de fusilamiento si lo descubrían con un kilogramo de cocaína suministrado por la Camorra más ultraderechista, o por los narcos argentinos.
Nunca entendí esa seducción que ejercía sobre él todo lo que no fuese cubano. Como con el periodismo. No dio ni una sola entrevista que valga la pena a un jornalista nacional que no fuesen esos zurullos vergonzosos en que Randy, con la sonrisa congelada, se quedaba de pie sempiternamente esperando a que Maraña dejase de balbucear y le concediese permiso para sentarse. Todos fueron a los Lisa Howard, Barbara Walters, María Shriver, Gianni Miná, Frei Betto, Tad Szulc, Oliver Stone. Sentía pasión porque los extranjeros lo admirasen, y su clímax era que fuesen estadounidenses.
Pero lo de Maradona no lo entendí, ese amor, esa pasión, esa sumisión; hasta que me di cuenta de que distaba mucho de ser por su admiración al fútbol, al que en Cuba se llamaba balompié y no lo había jugado nadie fuera del estadio de la cervecería Cristal, después llamado Pedro Marrero, donde quienes lo jugaron cuando terminaban tenían que ir al cercano hospital ortopédico Fructuoso Rodríguez para enyesarse los tobillos y curar las fracturas producidas por las patadas que se propinaban.
Me di cuenta que como a Trudeau, a Errol Flynn, a cada revolucionario de América Latina, a Perón, a Brézhnev, a Allende, a los afroamericanos de Harlem, a sus comandantes, sus amigos, hermanos, padres y santos, a todos, sin excepción, los usaba y los tiraba cuando no les servían más. Como hizo con Camilo, con el Che, con De la Guardia, con Ochoa, con Haideé Santamaría, con el propio Teófilo Stevenson o con Alberto Juantorena.
Pero aún así no entendía por qué Maradona. Hubiese sido más comprensible que le diese esa cancha a un beisbolero de las grandes ligas norteamericanas que fuese progresista, un negro, un latino, o un basquetbolista. ¡Cuántos no habrían suspirado por el amor de Guarapo!
¿Por qué Maradona? Con el tiempo me di cuenta de que además de usarse mutuamente de cara al mundo para sus intereses, eran iguales, idénticos, al futbolista solo una cosa le gustaba más que la atención de todo el auditórium, una montaña de billetes de moneda estadounidense, y a Guarapo el poder absoluto. Ningún dinero compra lo que Fidel poseía en Cuba bajo el ala de su poder.
Esa mezcla de amor y temor, uno necesitaba la cancha llena y el otro la plaza abarrotada, coreando sus nombres como un chute de alaridos en las arterias, y en las venas del rabo siempre temeroso de fallar un día en público, sin secretos, sin escondites.
En el valle de los simuladores.
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