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La columna de Santiago Lange. Un problema, una lección y la felicidad de competir: las primeras impresiones en Tokio
TOKIO.– Después de diez días sin navegar, el jueves volvimos al agua. Desde entonces, estamos tratando de conocer el mar de la bahía de Enoshima, donde en apenas diez días correremos la primera regata de los Juegos Olímpicos de Tokio. Vivimos días cruciales, en los que tenemos que navegar lo suficiente para acostumbrarnos a la ola de estas aguas y para aprender a leer las formas que adopta el viento en este lugar. Estas prácticas, que compartimos con nuestros rivales, nos ayudan también a elegir el material con el que competiremos, es decir, a armar en forma definitiva el barco principal y el suplente. Cuantas más horas de navegación sumemos, mejor. Pero aun en la exigencia hay un límite que no debemos pasar si queremos llegar a la competencia frescos y sin signos de cansancio, con la energía intacta y la mente enfocada.
Todo lo que hemos venido haciendo en los últimos meses apunta a que, cuando suene el pistoletazo de largada, tanto mi compañera Cecilia Carranza y yo como el barco que tripulamos estemos en las mejores condiciones posibles. Esto ha demandado mucho esfuerzo, más de un año de entrenar diariamente con un ritmo exigente. En todo ese tiempo hemos tenido que superar obstáculos y contratiempos, pero también hemos vivido alegrías y emociones muy fuertes, que se vuelven más intensas a medida que nos acercamos a la competencia.
La emoción mayor llegó con la noticia de que Cecilia y yo habíamos sido elegidos abanderados de la delegación argentina para la ceremonia de apertura de los Juegos. Esa mañana yo había dormido un poco más, porque el día anterior habíamos terminado un bloque de entrenamiento que nos dejó agotados. Fue Ceci quien me dio la noticia. Era tal su entusiasmo que al principio yo no entendí lo que me decía, pero en cuanto tomé conciencia me invadió, además de una enorme alegría, una oleada de gratitud hacia todos aquellos que nos han ayudado a llegar hasta aquí. En especial, a nuestras familias y nuestros amigos. Pero también al Enard, que siempre nos acompañó en nuestra obsesión por el entrenamiento duro, así como a la Federación Argentina de Yachting y a todos nuestros sponsors. Este orgullo es también de ellos.
Aquel fue un día complicado, porque dejábamos Italia para viajar a Barcelona. Además, debíamos darnos la segunda dosis de la vacuna contra el coronavirus. De todas maneras, nos las arreglamos para compartir un almuerzo con todo el equipo. Con las copas llenas de agua bien en alto, en una íntima celebración, Ceci compartió lo que significaba para ella el honor de llevar la bandera argentina en la ceremonia inaugural de los Juegos. Sus palabras nos emocionaron a todos.
No imaginábamos entonces que Barcelona nos tenía reservado un problema y una enseñanza. Aquel resultó un bloque de entrenamiento más intenso de lo planificado, y todo por llevar una obsesión hasta extremos poco recomendables. Para conseguir una décima más de velocidad, nos empecinamos en una afinación extrema de los dos timones de nuestro Nacra 17. Yo sentía que los timones estaban 9 puntos. Para lograr un mayor balance, para alcanzar ese puntito que faltaba, tuvimos la mala idea de pintarlos. Eso los desbalanceó por completo. A partir de allí fue entrar y sacar el barco del agua para tratar de volver, con la ayuda de una lija y tras ensayar nuevas combinaciones en distintas condiciones de mar y viento, a lo que teníamos antes. En eso se nos fueron tres días. Fue una señal de alarma. Y una lección: hay que saber cuándo detener la búsqueda desenfrenada de la perfección. La obsesión por un detalle puede desbaratar el equilibrio del conjunto.
Sensaciones en Tokio
Llegamos a Tokio el jueves de la semana pasada. Por primera vez después de que se levantó la cuarentena, tuvimos que pasarnos diez días sin navegar. Los aprovechamos para armar los barcos, terminar de pulir orzas y timones, ver videos de viejas regatas, repasar estrategias, revisar la meteorología del lugar y, sobre todo, hacer visualizaciones y ejercicios de yoga con Daniel Espina para estar completamente concentrados.
Aquí en Tokio estamos viviendo fuera de la Villa Olímpica, en un hotel. Nuestras habitaciones, mínimas, están en el quinto piso y tenemos que subir por las escaleras de emergencia, para no cruzarnos con otros huéspedes. Por la pandemia, nos han impuesto una burbuja muy cerrada. Tenemos que terminar de desayunar a las 6.20 de la mañana para mantener el aforo. Las comidas vienen en una bandejita que nos dejan en la puerta de la habitación. A las reuniones de equipo las tenemos que hacer en el pasillo, por lo chico que son los cuartos. Para peor, hay una vigilancia permanente que no permite que salgamos del hotel. Sólo nos podemos mover con un bus que nos lleva del hotel a la Marina y de vuelta al hotel. ¡Qué diferencia con los Juegos de Río, a los que llegamos con nueve meses de anticipación y en los que vivíamos en nuestra propia casa!
Sin embargo, nada de todo esto es importante. Lo que verdaderamente importa es que los Juegos Olímpicos de Tokio se celebran y que finalmente, después de tanta espera, después de tanta preparación, podremos salir al mar a buscar los mejores vientos.
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