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Héroes olímpicos
Hace cuatro años exactos corría su última carrera. Final olímpica en Wembley en el atletismo de los Juegos de Londres. Se despedía como símbolo de superación humana, un ideal que ama transmitir el olimpismo. Más de ochenta mil personas lo ovacionaron. Ya había hecho historia días antes, cuando llegó a las semifinales en los 400 metros. Oscar Pistorius fue el primer atleta doblemente amputado en Juegos Olímpicos. Lo elogiaban hasta sus rivales vencidos. Sudáfrica lo eligió para llevar la bandera en la ceremonia de clausura. Cuatro años después, cuando comenzaban las primeras competencias de Río 2016, Pistorius fue encontrado en su celda con sus muñecas abiertas. Más de diez guardias apuraron el traslado inmediato al Kalafong Hospital, del este de Pretoria. Una requisa descubrió dos cuchillos. Otra encontró pastillas fuera de la medicación habitual para la depresión y la amnesia. Y unas tijeras, supuestamente para atacar a una enfermera que lo describió como un hombre violento en el juicio por el homicidio a su novia cometido en 2013. La familia del atleta paralímpico, claro, volvió a negar ayer que Pistorius hubiera intentado suicidarse.
Río 2016 va preparando sus héroes. “Uh, uh, vai morrer”, escucho por la tele que le cantan a la judoca rumana Carina Caprioriu, rival de Rafaela Silva, esperanza brasileña. Me dicen que es un canto clásico de la lucha libre, deporte cada vez más popular en Brasil. Los aristócratas eran mayoría en los primeros Juegos de la antigua Grecia. Eran Juegos más refinados. Juegos de carreras, saltos, lanzamientos, cuádrigas y lucha, dominados por Esparta, hasta que llegaron primero los soldados hoplitas y luego la democracia ateniense, que privilegió el cuidado del cuerpo sobre la competencia. La belleza corporal como prestigio. Gimnasios convertidos en centros intelectuales. Más filosofía y menos atletismo. A diferencia de Sócrates, Platón sí decía que “lo más parecido a la agilidad mental es la agilidad corporal”. Los Juegos comenzaron a degradarse en la época clásica. Profesionalismo, espectáculo y resultadismo. Además de coronas de olivo, ahora premios en metálico y pensiones vitalicias. Escenarios más grandes. Y un nuevo público que prefería la lucha que el atletismo. Empezaron las críticas.
Ya en el siglo VI antes de Cristo Jenófanes oponía el sabio al atleta. Anacarsis hablaba de griegos hipócritas, porque dictaban leyes contra la violencia pero premiaban a sus luchadores más brutales. “Esclavos de sus estómagos y sirvientes de sus mandíbulas”, los llamaba Eurípides. “Llevan vida de cerdos”, los criticaba Galeno. Los soldados que salvaban ciudades eran más útiles, pero los campeones de los Juegos daban más popularidad. El espectáculo, claro, se degeneró luego, en tiempos romanos. Pan y circo. Las carreras de cuadrigas, otrora símbolo de cultos agrarios y de honor a divinidades, pasaron bajo Nerón a durar todo un día, ante 250.000 personas en el Circus Maximus. Y los gladiadores, ritual de sacrificio funerario en sus orígenes, se convirtieron en actores centrales de un espectáculo que ganó en sangre, fieras, ejecuciones y muchedumbres embrutecidas. “Tan pronto vio aquella sangre, bebió con ella la crueldad” y “se embriagaba con tanto placer”, escribió San Agustín sobre Alipio, un joven cristiano de familia adinerada que se resistía “a los espectáculos de gladiadores” y fue tentado por unos amigos, convencido de que su alma no sería “arrastrada”. Cómo no recordar la frase del olímpico Lord Moynihan apenas concluyeron los últimos Juegos de Londres: “Veo cómo disfrutaron los políticos y puedo entender por qué los emperadores romanos querían que los Juegos fueran anuales”. El gran vencedor político de Londres 2012 –dijeron entonces las crónicas– fue el alcalde, Boris Johnson. Cuatro años después, como sucedió con Pistorius, para él la historia tomó otro camino. Brexit mediante, perdió la batalla por el trono de premier.
“Creí que la Guerra Fría había terminado”, dijo la nadadora rusa Yulila Efimova, pidiendo que comprendieran su caso, hablando en un idioma que no era el suyo. Lloraba hace dos días en Río por los silbidos de los brasileños, que la creen tramposa por su nuevo caso positivo, el último de meldonium, un fármaco que no estaba prohibido y cuyos efectos reales siguen bajo estudio, aunque buena parte de la prensa, acaso más informada que las propias autoridades médicas, siga considerándolo doping. Como sucedió históricamente con decenas de atletas, Efimova fue autorizada a competir en Río por el Tribunal de Arbitraje Deportivo (TAS). Sin embargo, fue vetada hasta por Michael Phelps. Y por la también estadounidense Lilly King, que le esquivó el saludo y le dedicó algunos gestos después de ganarle. “Me asquea ver tramposos en los podios”, dijo a su vez el nadador francés Camille Lacourt sobre el chino Sun Yang. Su caso positivo, como los de otras numerosas figuras olímpicas, fue atenuado por razones médicas. Pero Lacourt ya lo señaló diciendo que “mea violeta”. El australiano Mack Horton le negó la mano y lo llamó “dopado”. Explicó luego que fue parte de su táctica para ganarle. El escándalo se agranda. El Comité Paralímpico Internacional (CPI) desafió al Comité Olímpico (COI) del alemán Thomas Bach y echó a todo el equipo ruso de sus Juegos, que comenzarán en septiembre. “Siempre hubo política, pero estamos viviendo el caso político más grande en la historia de los Juegos Olímpicos”, define la disputa el sociólogo inglés Ellis Cashmore. Por apenas 11 positivos en deportistas de Juegos de verano, el CPI echó de Río a 267 atletas paralímpicos rusos. Doping de Estado, afirma su presidente, Sir Philip Craven.
El COI pidió ayer a sus atletas que respeten las normas de fair play con sus rivales, en la cancha y fuera de ella. Dijo también que apelará la decisión de un juez que autorizó carteles políticos en los estadios, que puedan decir, por ejemplo, “Fora Temer”, por Michel Temer, el hombre que busca consolidar poder con los Juegos y echar definitivamente a Dilma Rousseff, la presidente que había sido reelegida con el voto, entre tantos otros, de Rafaela Silva, la judoca de Ciudad de Dios que en plena campaña le había agradecido el apoyo económico del Estado a 17.000 atletas en diez años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). “La Constitución de Brasil”, dijo el juez Augusto Carneiro Araujo al COI, “está antes que los Juegos”. El olimpismo siempre se presentó como deporte puro, neutral y apolítico, bien de tarjeta postal. “Hábito lunático de identificarse con las grandes unidades de poder”, definió en 1940 George Orwell a los Juegos, que venían de vivir en 1936 la fiesta en la Alemania de Hitler. ¿Acaso no hubo algo más emotivo en Río 2016 que el Equipo de Refugiados? ¿Cómo no emocionarse, en estos tiempos de Donald Trump, con la nadadora siria de 18 años Yusra Mardini, que casi murió en el mar? ¿Con los judocas de República Democrática del Congo, el maratonista etíope y los corredores de Sudán del Sur? “Mientras sean olímpicos”, escribió Roger Cohen en The New York Times, “el mundo ama a los refugiados”. Sus historias, de todos modos, sirvieron para hablar del drama que sufren hoy más de 60 millones de personas desplazadas, la mayor cifra desde la Segunda Guerra Mundial. “La libertad”, dijo Cohen en su artículo, “no puede construirse con exclusión y odio”. Bien lo saben cerca de 77.000 ciudadanos brasileños que fueron echados de sus viviendas en Río de Janeiro porque había que construir escenarios olímpicos. Son refugiados del gigantismo olímpico.
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