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Héroes del deporte: cuando la resiliencia no alcanza
Kamila Valieva salió ayer a la pista con la Guerra Fría en su cuerpo. Occidente, furioso porque, desde Suiza, el Tribunal de Arbitraje Deportivo había autorizado a la patinadora rusa a seguir compitiendo en los Juegos Olímpicos de Invierno que están desarrollándose en Pekín (el TAS argumentó que el resultado del control antidoping realizado en diciembre fue tardíamente informado por un laboratorio sueco, cuando Valieva ya estaba en plena competencia). Y Rusia, alegando que el positivo detectado era mínimo, producto tal vez de un vaso compartido con el abuelo que cuida a Kamila y que toma medicamentos cardíacos.
“El día en que los Juegos Olímpicos murieron”, se indignó en letras gigantes el diario británico The Daily Telegraph. The New York Times habla de tres fármacos para el corazón, acaso un cóctel; sólo uno de ellos, prohibido. Valieva, según especialistas acaso la mejor patinadora de todos los tiempos, falló ayer su primer salto. Los nervios podían traicionarla, como le había sucedido días antes al crédito local Zhu Yi, que dejó de impostar sonrisa y se derrumbó en llanto. Son chicas 10 que tienen prohibido tropezar. Pero Valieva se recompuso, salió airosa y mañana podrá sumar otro triunfo. “Resiliencia”, elogiaron los críticos. Kamila tiene 15 años.
“Resiliencia” es una palabra de moda en el alto rendimiento deportivo. En los últimos Juegos de Tokio fue nota la esgrimista rusa Marta Martyanova, porque compitió con un tobillo lastimado y subió al podio en silla de ruedas.
También sobresalió la neerlandesa de origen etíope Sifan Hassan (ganó medallas inéditas; compitió en seis carreras en ocho días bajo un calor duro, se cayó y siguió corriendo). Las historias de superación tienen buena prensa unánime. Inspiran a millones. Pero es más complejo cuando el/la superatleta dice “basta”, como le sucedió también en Tokio a Simone Biles, la gimnasta más renombrada entre los cientos de Estados Unidos que sufrieron abusos del médico Larry Nassar, depredador encarcelado. Reina de las acrobacias, y de un cuerpo llevado al límite, Biles tuvo el coraje de renunciar en plena competencia y nada menos que contra Rusia. Invocó su salud mental.
El modelo de “resiliencia” es el tenista español Rafael Nadal, que dejó las muletas y se coronó en Australia como el máximo campeón de torneos de Grand Slam. Superación, esfuerzo ante la adversidad. Nadal Superman. Inclusive la revelación de que compite desde los 19 años con una enfermedad (Müller-Weiss) que afecta los huesos de los pies. “No recuerdo la última vez que jugué sin dolor”, dijo el propio Nadal. La semana pasada Nadal era citado como modelo para Juan Martín Del Potro, horas antes de su vuelta a las canchas (¿y despedida?). La gente alentaba al campeón de la Davis y medallista olímpico, a la Torre de los triunfos épicos, que pasó por cuatro operaciones y apeló, con poco éxito, a varios de los mejores especialistas en el mundo. El mito del superhéroe. Gladiador. Pero las caras de Gaby Sabatini y Guillermo Coria, cada vez que los mostraba la tele, parecían sufrir algo más íntimo y complejo. La certeza del final. Dolor y alivio. “No soy tan fuerte como ustedes creen”, dijo Del Potro, gigante frágil.
Los deportistas exponen sus cuerpos a las multitudes. A la patria y al patrocinador. El alto rendimiento es cruel. No hay personas. Hay ganadores y perdedores (o sobrevivientes). Ovaciones o abucheos. Son “jubilados” cuando, para otros, la vida recién comienza. Una de las historias más conmovedoras sobre las batallas silenciosas de los atletas leí días atrás en la edición brasileña de The Players Tribune, la plataforma que usan los deportistas para hablarnos en primera persona. Raniel, delantero de Vasco da Gama, recuerda que fue un niño abandonado, abrazado por Dione, una vecina pobre y madre de tres hijos, pero que “actuó de la única manera en que las personas buenas actúan en tiempos de angustia y necesidad: desde el corazón”. Dione murió rápidamente. Y Raniel, fenómeno precoz, supo que la canasta básica que a los siete años recibía del club Santa Cruz pasaba a ser también la comida de sus nuevos “hermanos”.
Raniel comenzó a beber a los 14 años, y a los 17, ya profesional, dio positivo de cocaína. Brilló y ganó títulos en Cruzeiro, decayó luego en São Paulo y arribó a Santos en 2020, cuando corrió descalzo al hospital con su hijo Felipe, de nueve meses, inconsciente y con espuma en la boca, pues había caído a una piscina. El bebé pasó casi un mes en la UCI. Sobrevivió. Pero Raniel volvió a beber. Sufrió Covid-19. Y también una trombosis aguda tras un partido de Libertadores que casi obligó a amputarle una pierna, le acortó un tendón y requirió dos operaciones. Cerca de un ojo (“la ventana del alma”, como le dice su abuela Marinalva), Raniel se tatuó “07-12-20″. Y lo explica: “Soy Raniel, el número 9 de Vasco, tengo 25 años, tres hijos y una esposa increíble. Y desde el 07-12-20 no me he puesto una gota de alcohol en la boca”. Y dice a los lectores: “No tenés que sentir pena por mí. Solo conoceme”.
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