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Una generación única, a 90 minutos de la despedida
Las finales persiguen a la selección. Jugó tres en 2014, 2015 y 2016. Perdió las tres. El destino, quizá cansado de darle oportunidades de codearse con la gloria, comenzó a devaluar el premio. La rentabilidad de la siguiente definición ya no fue un título, sino la supervivencia cuando in extremis se abrazó a la clasificación mundialista ante Ecuador, en 2017. Por quinto año consecutivo estará frente a otro partido límite. Sin escapatoria: falla y se marchará de Rusia. Con Nigeria no habrá alargue ni penales. Apenas 90 minutos separan a una generación única del adiós. Perder un título provoca un profundo dolor, pero una prematura eliminación de la Copa del Mundo abre una herida imborrable. Una condena social mordaz, agravada en los últimos días por el asumido perfil intervencionista de los históricos. Su indisimulable rol protagónico está envalentonado porque se trata de la postrera acción de gobierno: el último suspiro de la Argentina marcará su despedida. Hoy o campeón.
Las cartas sobre la mesa. Cuando se apague Rusia, también se desconectarán de la selección Biglia, Di María, Agüero, Rojo, Banega, Higuaín, Mascherano... Jugadores que pasaron la barrera de los 30 años, con más de 50 partidos internacionales y al menos una década en el equipo albiceleste. Llenos de pertenencia, cicatrices y toxicidad. "Vinimos con mucha ilusión porque sabemos que para muchos será lo último, y no queremos que se termine rápido", asumió Mascherano, que ya anunció que se retirará. Los demás pensaban evaluar las sensaciones que les devolviera el Mundial. En medio del ruido, ya no dudan: la eliminación abrirá el grifo de la maldad, y la consagración allanará la salida inmejorable. En cualquier caso, se tratará del cierre. Se van todos. ¿Messi también? Messi es una intriga, también para sus compañeros.
Se marchará una generación fantástica, nadie se sostiene en el fútbol europeo sin jerarquía. Pero también, es una generación extraña. Inclasificable. No son premeditadamente destituyentes. Pero sí son lejanos y autosuficientes. La épica que rodeó el paso por el Mundial de Brasil 2014 confundió a algunos, hasta creer que ascendieron al bronce. Cerrados, como una familia impenetrable, con liderazgos muy concentrados en poquísimos apellidos. Al menos esta vez hablaron, salieron del mutismo tan condicionante. Bajo la desesperación de una eliminación exprés, nació el consenso. Finalmente, un día Mascherano lo confesó: "No se trata de imponer, es simplemente llegar a un acuerdo colectivo de dónde se siente mejor el grupo". Siempre el grupo. Compañeros y amigos desde tiempos juveniles, se convencieron de que ellos son la selección.
Es un grupo de futbolistas comprometido con sí mismo. Ya lo dijo Messi, en marzo: "La deuda la tenemos con nosotros mismos, a la gente no le debemos nada. Dimos el máximo siempre. Jugamos tres finales, no se dio porque no se dio, porque Dios no quiso. Queremos poder conseguirlo. Es una decisión para nosotros mismos". Ni los sucesivos mazazos deportivos desgastaron su poder de autogestión, convencidos de un mando que solo esporádicamente consideraron compartir con alguien. Tienen el orgullo herido hace mucho y persiguen con desesperación una revancha. Rusia es la última bala. Por eso decidieron permanecer en la selección. Por eso no renunciaron (o volvieron) en 2014, 2015 y 2016, pese al destrato y hasta la humillación. Pero siguieron insistiendo con la autogestión. Ahora o nunca, así llegaron a Rusia. Demasiado concluyente como para jugársela con una partitura ajena.
Muchos de ellos, figuras indiscutidas en la elite, también necesitan ayuda. Límites, estructura, organización. Dejarse liderar. Confiar, delegar. Sin envase, sin recostarse en una conducción, protagonizaron ciclos oscuros y traumáticos. Las etapas Diego Maradona y Sergio Batista saltan a la vista. Nada es casual. Sólo con Alejandro Sabella y Gerardo Martino jugaron tres finales. Después de decenas de partidos en celeste y blanco, bien podrían distinguir qué les conviene. Pero esta tarde jugarán ellos, un déjà vu de Brasil decime que se siente… Tendrían que dejar de mirarse el ombligo. Claro que el entrenador debe estar dispuesto a correr el riesgo del desgaste. Respaldado por un cuerpo dirigencial sólido, capaz, innovador, y no solo fascinado detrás de la foto con el crack.
Pero Sampaoli prefirió negociar y fue su condena; los jugadores olfatearon fragilidad, desconcierto, y avanzaron. Por cierto, Sabella y Martino en un momento prefirieron alejarse de la selección. Más atrás, Basile también. Sampaoli puso en juego atributos más valiosos que sus visiones estratégicas: el ascendente, la credibilidad, la persuasión y el tejido de la intimidad. Creyó que su admiración pública sería recompensada con la lealtad en la adversidad. Se equivocó. Se acaba la película, y los actores serán los dueños del final del guión. Hoy o campeones.
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