"¿A dónde me trajeron, hijos de puta?".
Un campito a cielo abierto, una TV blanco y negro que había que golpear de vez en cuando para que volviera a funcionar y unas zapatillas con los cordones desatados. Animales de corral, animales silvestres, silencio y soledad. La estancia El Marito, en la provincia de La Pampa, en el paraje El Tropezón, escribe la leyenda del regreso más extraordinario de Diego Maradona a las canchas, en la antesala del Mundial de Estados Unidos, 25 años atrás. Entre tantas vueltas, fue la resurrección más increíble. Casi de exjugador a figura del seleccionado, en la copa que representa un puñal en la nostalgia futbolera. Todo lo que pudo haber sido y no pudo ser.
"De regreso a Villa Fiorito", le contesta Fernando Signorini , el preparador físico que creó una fortaleza en un matorral alejado de curiosos, en épocas analógicas, sin internet ni satélites: fue el entrenamiento más fascinante de la historia reciente, casi sin testigos. El fantasma de las drogas, impertinente, daba unas vueltas y desaparecía. La entrada principal estaba a dos kilómetros del campo de entrenamiento. Afuera, un ejército de curiosos y periodistas, separados por una tranquera de madera. Adentro, la historia íntima más increíble.
Doce días de entrenamiento, doble turno y Don Diego Maradona, como algo más que un padre. El hombre bonachón ponía manos a la obra, mientras su hijo ilustre corría sin parar, corría de día y de noche, corría contra el ocaso. Don Diego se especializaba en las comidas. En pollo y cordero a la parrilla, generalmente acompañados por verduras y frutas, sin gaseosas, con abundante agua y, por las noches, una copa de vino.
"Es cierto que las comodidades eran básicas, pero esa era nuestra idea. Diego era adicto a la televisión y en el campo había un televisor chiquito blanco y negro, con un solo canal, que se veía todo nevado. Cuando vio eso fue cuando me dijo ‘a dónde me trajiste’, y yo le contesté ‘a Fiorito’, porque fue como un viaje al pasado de Diego", recordó, semanas atrás, el preparador físico, que en su cuenta de twitter resume parte de su vida: "Preparador de Futbolistas. Más de 10 años junto al 10".
La intensidad de la preparación
Tenía que volver a ser, luego de algunos desplantes; debía liderar a un seleccionado agobiado por la presión luego de superar el repechaje con Australia. Al que había llegado luego de la goleada por 5-0 que Colombia le propinó a la selección en el Monumental, un partido que Diego había seguido (y sufrido) desde la platea. "La selección es alegría y sufrimiento. La historia no nos falló. ¡Estamos en el Mundial!", contó el N°10, el 17 de noviembre de 1993, luego del triunfo por 1 a 0 en la cancha de River, con gol de Gabriel Batistuta.
En un vuelo de Austral, Diego llegó a La Pampa el 10 de abril de 1994. Arropado, como siempre, con un equipo deportivo con los colores de la selección, fue recibido por cientos de pampeanos en el aeropuerto doméstico; se habían enterado horas antes de su arribo. Signorini y Don Diego ya estaban: supervisaron antes las salas de la reconstrucción. Maradona llegó con Marcos Franchi, su representante, y un reducido número de colaboradores. Sonrió, saludó a los pampeanos ("esta es mi gente", se entusiasmó) y subió a una Mercedes Benz rural color bordó.
En la entrada, nomás, Diego lanzó la pregunta, matizada de siete palabras. Fue como un regreso a su infancia, del oro al barro. Angel Rosa era el dueño del campo. Diego lo conocía: había charlado con su familia en una playa del sur bonaerense, poco concurrida: el balneario Oriente, en el partido de Coronel Dorrego, en la provincia de Buenos Aires. Un reducido paraíso, de arenas amplias, ventoso, para los amantes de la caza y la pesca. Lo invitaron y el Diego cordial y campechano, aceptó.
Mi corazón dice que yo voy a jugar el Mundial, tengo una ilusión muy grande. Soñaba que hacía el primer gol contra Grecia y que venían a abrazarme Dalma y Giannina... fue un sueño muy lindo
"Esos días, en ese lugar, junto a amigos de la familia que habían viajado, recordaban sus tiempos de Fiorito, sus luchas, y todo eso lo ayudó. Fue duro el primer día, pero después lo disfrutamos mucho", contaba Signorini. Maradona fue una celebridad en el desierto: todos sabían que estaba, nadie sabía qué hacía. Corría en la cinta, corría sobre el césped. Corría y lloraba. Caminatas en el campo, boxeo a cielo abierto, picados con lugareños y empleados entusiastas (un atrevido le gritó una vez que el balón había salido de la canchita, a lo que Diego le contestó: "¿qué fuera? ¡las pelotas!") y hasta el uso de la fuerza con un serrucho sobre diversas superficies. Debía bajar de peso, debía recuperar la potencia. La magia nunca se había ido.
Cuando se quitaba la de la selección, se vestía con una remera de básquetbol, con la leyenda de Michael Jordan en la espalda. "Yo estoy haciendo un intento para llegar al Mundial. Es lo que me sostiene hoy. Pienso en el Mundial, quiero estar", repetía. La política siempre estuvo demasiado cerca: el viernes 15 fue recibido por el gobernador Rubén Marín –fue cuatro veces gobernador de La Pampa, hoy tiene 85 años, es el presidente del PJ local, y una frágil salud- quien en la charla le reveló que tenían tres pasiones en común. "Venimos de abajo; somos bosteros y amigos de Fidel (Castro)", habría asegurado. Diego no se instaló las 24 horas de los 12 días en la estancia, ya que no lo habría soportado: iba y venía el puñado de kilómetros hacia Santa Rosa, para hacer guantes. El boxeo fue clave en la preparación y se subía al ring con Miguel Angel Campanino, símbolo de La Pampa, parte inoxidable de una era romántica del boxeo y alguna vez rival del noqueador mexicano Pipino Cuevas. Y Diego también hacía natación en la pileta cubierta de All Boys, un club que se nutre del básquetbol.
Santa Rosa, La Pampa, única calle en el Mundo con el nombre de D.A. Maradona. pic.twitter.com/v8IKVHFHoW&— El Pibe De Oro (@Elpibedeoro_10) 1 de septiembre de 2015
Soñaba en los días y en las noches con el Mundial, su cuarta copa. Iba a ser la primera vez que Dalma y Gianinna iban a verlo jugar. Sufría el síndrome de abstinencia. Se enojaba en exceso con Signorini, siempre a su lado, con un cronómetro en la mano derecha. Es una de las voces del documental "Maradona confidencial", que dio el canal National Geographic: "Estaba haciendo una dieta con Daniel Cerrini, que le daba un montón de pastillas. Yo le dije 'no, mirá, de esta manera no’. A paja y trigo vos llegás, nada de cosas raras". Bajó 11 kilogramos: de 88 a 77. Después, Signorini contó qué le había dicho a Cerrini: "Que se tomara un avión al fin del mundo porque estaba llegando Don Diego y, si lo veía, le iba a pegar un tiro en la frente".
Con la presencia de Coco Basile
Una medianoche, Diego entró en la habitación de Signorini, con signos inequívocos de inestabilidad emocional. Debía salir, moverse, escapar. Hacía frío; se abrigaron y salieron a correr, correr y no pensar, correr y no mirar atrás. "Hasta que me dice ‘bueno, ya está’. Había pasado… y nos fuimos a dormir, hasta el otro día", expresó el profesor. El encierro de Diego era una metáfora: en ese puñado de días, tal vez, fue más libre que nunca. Se blindaba para el debut ante Grecia, el 21 de junio, casi, casi, 25 años atrás. Antes del desaforado gol a la cámara de TV, antes del final abrupto, desolador.
Maradona se presentó en los Estados Unidos a los 33 años, convertido en una escultura futbolera, maquillada en esos días de ciudadano ilustre en La Pampa. Después, pasó lo que pasó. La efervescencia, primero. Las lágrimas. después. "No quiero dramatizar pero creeme que me cortaron las piernas. No corrí por la droga, corrí por el corazón y la camiseta. Juro por mis hijas, que son la fuerza que me trajo a este Mundial, que yo no me drogué, que yo no tomé ninguna sustancia como para que la FIFA me deje afuera de este Mundial", aseguró.
Yo fui testigo del esfuerzo brutal de un adicto para pelearle al síndrome cuando aparece. Lo recuerdo con mucha emoción. Fue una prueba de carácter y de amor por el fútbol
La revista Goles, un símbolo del periodismo deportivo de otra era, contó la intimidad de los días pampeanos con una portada histórica, compartida por Alfio Basile, Diego y Claudia. El DT tomaba un mate, rodeado de sándwiches de miga y sonrisas. "Tranquilo Coco que llego para el Mundial", fue el título. La Copa fue un suspiro maravilloso y traumático.
El histórico gol a Grecia en el Mundial
En el barro, había recuperado su esencia. Una preparación que fue sinónimo de heridas, sudor y lágrimas. Una melodía de la reconstrucción. Contaba Diego en esos días, días a corazón abierto: "Necesito que la Argentina necesite de mí, valga la redundancia, porque quiero ser el protagonista, porque quiero darles mi último Mundial a los argentinos. A lo grande. Por eso me estoy matando arriba de esta cinta y entrenando todo lo que pueda, para dejarlo todo".
Decía, con la voz entrecortada, vestido con una remera de entrenamiento del seleccionado, con las mangas escondidas, los rulos recortados y cubierto de sudor. Decía lo que siempre supo: "Porque yo de la selección no me voy a despedir nunca, voy a morirme con la camiseta puesta".
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