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Superliga Europea: un llamado de alerta que debería provocar la rebeldía de los jugadores
El futbolista está acostumbrado a no tener ni voz ni voto, resignado a no quejarse; el mundo de los negocios ha pasado por encima de él, pero ojalá el protagonista decida manifestarse para evitar que el dinero termine de robarnos el fútbol deformándolo definitivamente.
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El por ahora fracasado proyecto de Superliga europea sirvió para poner sobre la mesa cuestiones relativas al funcionamiento del fútbol en todas las latitudes. Se oyeron muchos argumentos a favor y en contra de la propuesta; hablaron dirigentes, dueños de clubes y medios de prensa. En cambio, los auténticos protagonistas, los que salen a la cancha, mantuvieron un silencio casi absoluto. Fueron muy pocos los que emitieron sus opiniones, algo que no puede sorprender, pero sí debería preocupar a los principales participantes del universo futbolístico.
El jugador está acostumbrado a no tener ni voz ni voto, resignado a no quejarse. El mundo de los negocios ha pasado por encima de su voluntad de expresión; y las decisiones las toman magnates o directivos de multinacionales que se han adueñado de los clubes, más allá de que alguna vez hayan sentido, o no, amor por la camiseta que compraron, pasión por el deporte o interés por el juego.
El futbolista y el hincha son las dos piezas indispensables de este sistema, los motores fundamentales de la industria, y sin embargo, son también las más endebles. Al hincha se lo ha convertido en cliente, en un consumidor del entretenimiento desde el sillón de su casa a partir del momento en que el costo de una entrada comenzó a reducir las posibilidades de acceso de amplios sectores sociales a los estadios. Al jugador se lo ha empujado a extremar su individualismo, se dinamitó su relación con el hincha y se le anuló su derecho a decir lo que piensa.
Es cierto, en estos días hubiera sido interesante saber qué les parecía a las grandes estrellas la idea de una Superliga cerrada y ajena a la UEFA y a la FIFA, pero comprendo su silencio. El jugador hoy se siente solo. Ha perdido la capacidad de organización colectiva y sabe perfectamente que se mueve en un mundo donde funciona un mecanismo casi extorsivo que inmediatamente aparta a quien dice lo que siente si va en contra del interés del que manda. Lo hizo Diego Maradona en algún momento y pagó las consecuencias. No hubo muchos más que se atrevieran.
En ese contexto, ¿quién tiene la fuerza para hacerse oír sin tener en cuenta las consecuencias? ¿Quién se anima a desafiar a los poderosos que manejan el fútbol a su antojo?
El jugador es solidario en esencia. Tiene conciencia de hincha y sabe de dónde proviene, pero a medida que avanza en el proceso de profesionalización va aprendiendo que la industria exige aprendizajes que van más allá de la pelota y la cancha. Es así como se va despegando de esos rasgos originales, se pone una coraza para protegerse de un entorno despiadado y se centra en entrenarse para ser titular, consagrarse y ganar dinero para él y su familia.
El permanente show televisivo potencia esa actitud y le ofrece al espectador la imagen de un chico millonario al que no le importa nada de lo que ocurre en su entorno. Es una imagen distorsionada y que no responde a la realidad, entre otras cosas porque no se debería tomar como parámetro al puñado de futbolistas que componen el escalón superior sino a los millones que apenas sobreviven jugando o incluso a los que solo juegan para ser felices. También es una imagen preocupante, porque aleja al jugador del hincha y lo torna menos amable; pero sobre todo, porque se corre el riesgo de que al final del camino ese jugador pierda la conciencia de lo que significa ser futbolista, de ese carácter popular e identitario del fútbol que lo ha llevado al lugar que ocupa en la sociedad.
Creo que estamos entrando en una etapa que debería hacer recapacitar a los jugadores, porque si antes o después se vienen cambios profundos, no pueden quedarse afuera ni contentarse con ser actores de reparto que miran desde la tribuna el desarrollo de los acontecimientos sin tener ningún tipo de participación.
A la realeza del fútbol, representada por Florentino Pérez o los jeques árabes, solo los mueve el afán de lucro y ya han demostrado que no se detienen a preguntar las necesidades o a respetar los derechos de los jugadores a la hora de planificar calendarios, inventar copas, enlazar torneos o diagramar giras para recaudar dinero. No les importa que cada vez haya menos tiempo para entrenar y fundamentalmente para descansar, un aspecto tan importante como el de la propia competición para un deportista. Tampoco que el desgaste físico y psicológico pueda afectar directamente el rendimiento y provocar más lesiones, incluso aunque esto empeore el producto final que le ofrecen a la audiencia.
No es nada fácil desafiar a los dueños de la industria. El futbolista queda reducido ante las grandes corporaciones y poderes, se percibe chiquito. Pero aun así debería adoptar otra postura, generar una fuerza de unidad colectiva que le permita rebelarse y ganar el espacio indispensable para tener la voz y el voto que le falta en la toma de decisiones sobre aspectos que lo implican de manera directa.
Tal vez, si las grandes estrellas se pusieran a la cabeza de esa organización algo podría cambiar. Ojalá que decidan hacerlo, para evitar que el negocio termine de robarnos el fútbol deformándolo definitivamente.
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