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Síndrome de la gratitud: el dilema que deberá resolver Scaloni de cara al futuro
El entrenador de la selección argentina disfruta un momento ideal con sus dirigidos, pero en algún momento tendrá que tomar decisiones difíciles
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La antinomia eterna entre César Luis Menotti y Carlos Bilardo, fogoneada por el periodismo deportivo “paleozoico”, que afortunadamente derramó apenas vestigios en las nuevas y actuales generaciones, tuvo un punto de contacto en el que sucumbieron las dos escuelas más influyentes de la historia del fútbol argentino.
Campeones del mundo con continuidad en sus procesos, tanto “El Flaco” como “El Narigón” encontraron cierto recambio para la defensa de la corona, pero al mismo tiempo llevaron a la cita máxima algunos nombres que probablemente ya estaban pasados en su fecha de vencimiento para una competencia de semejante envergadura.
Menoti bebió de la fuente del campeón mundial juvenil de 1979 y así incluyó a Barbas, Maradona, Ramón Díaz y Calderón en los lugares de Houseman, Alonso, Luque y Ortiz. Bilardo probó durante cuatro años decenas de nombres para reemplazar a Brown, Valdano, Enrique y Pasculli y se decidió por Simón, Balbo, Basualdo y Caniggia, entre otros. Más allá de esa brisa de aire fresco que renovó parte del grupo, la gratitud por los viejos “soldados” que los habían transformado en técnicos campeones del mundo, el conocimiento absoluto de la idea y la fidelidad inquebrantable, inclinaron la balanza para que varios se quedaran dentro del plantel aún cuando su plenitud ya era parte del pasado.
La mejor actuación de la historia del seleccionado jugando como visitante en la altura, confirmó que este equipo no solo es el actual campeón del mundo, sino que se siente como tal y ejerce en consecuencia. La comprensión del plan, ejecutado a la perfección, redujo los efectos de la altura tanto como al elenco boliviano, a meros detalles que el equipo atravesó con seriedad, brillantez e inteligencia. Esfuerzos medidos, disciplina táctica, solidaridad y mucho pase al pie respetando la consigna de agruparse a la pelota, armaron un combo cuyo resultado fue una verdadera exhibición de una hora y media. El momento imperial de Romero, la infatigable dinámica de De Paul, la plasticidad para cambiar de roles sin perder su esencia de Enzo Fernández y Mac Allister y la lucidez de un Di María en paz con su alma y con su fútbol, fueron una fiesta para aquellos que pagaron una entrada para ver al mejor equipo del planeta y para el mejor de todos, que se divirtió desde el banco viendo una función perfecta.
Como capitán del barco, Scaloni jamás pierde el foco ni cae en la tentación que propone el canto de las sirenas triunfalistas. Claro que disfruta, pero repite hasta el hartazgo la palabra “competir” para que a todos les quede claro que aquellos que piden pista, serán el mejor incentivo para que los campeones del mundo no decaigan en su rendimiento. Su aprendizaje y crecimiento, evidente tanto en sus declaraciones como en su gestión y planificación de los partidos, lo ubica siempre en el lugar justo y sus laderos del cuerpo técnico le garantizan una mirada complementaria para cada situación.
Con tres años por delante hasta el mundial de 2026 y una Copa América dentro de diez meses, será interesante observar como el técnico resuelve una tarea no siempre valorada: administrar la abundancia. Con experimentados que siguen, tan vigentes pero más sabios que en sus tiempos de juventud, y los jóvenes que exponen un aplomo propio de veteranos, la ecuación es simple de ver y algo más compleja de resolver: poco espacio en la lista para un grupo más o menos nutrido de nuevos valores que piden pista.
El “síndrome de la gratitud” todavía ni siquiera asoma en el horizonte del seleccionado, aunque es uno de los desafíos silenciosos que deberá sortear Scaloni a futuro.
Hasta aquí, los campeones siguen de luna de miel con el fútbol y no hacen más que seguir cosechando merecidos elogios.
Están bien ganados.
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